martes, 30 de octubre de 2012

El Dios y El Hombre


Genial, ególatra, perfeccionista hasta la pura obsesión, Laurence Olivier se convirtió en el actor más aclamado del siglo XX.
Lo cambió todo en la profesión, a fuerza de pisar las tablas de los teatros, de mirar hacia el alma de las cámaras y de reflejarse en espejos de trágicos, cómicos y tragicómicos.
Con la belleza de los hombres del ayer, esos cuya presencia, voz y elegancia enamoraban para siempre, Laurence Oliver seducía desde la profundidad de su mirada hasta el inconfundible hoyuelo de su barbilla. 
Su estilo intrasferible se encontraba en algún lugar entre la calma y la pasión, entre la elegancia y la furia. Pero el verdadero secreto de su talento permaneció inasequible para sus compañeros de profesión, para sus alumnos, para sus espectadores.
Como toda grandeza, otorgada, conseguida, discutida, arrancada a mordiscos, dilatada durante tantísimas décadas, al final siempre reinó la insatisfacción de aquel que sólo quería más y más.
En sus últimos años, le confesaría a su hijo Tarquin que consideraba su carrera como un fracaso. "Mira a Cary Grant, él sí es un ejemplo de triunfo".


Fue Laurence, Larry, o Kim, como lo llamaba su padre, el estricto sacerdote anglicano, que le procuró una dolorosa educación en la religión y la represión para luego lanzarlo al mundo. 
El padre de Laurence Olivier asumió enseguida que su hijo era un gran actor y lo animaría con decisión.
Durante los primeros años treinta, la carrera del joven Laurence empezó a cuajar en las tablas londinenses, si bien los entusiasmos se harían esperar.
Quizá sólo hizo falta ese espinazo de envidia que permite a los grandes hacerse mejores. Sucedía en una producción de "Romeo y Julieta". Se alternaba los papeles de Romeo y Mercucio con John Gielgud; éste recibió mejores críticas que Laurence.
Fue el primer estallido de divismo de Olivier, que irritado, criticó el estilo de interpretación de su compañero, una costumbre que mantendría durante toda su carrera profesional.
Entre el Broadway neoyorquino y el Old Vic londinense, continuarían las obras, se sucederían los éxitos, se escribirían las críticas, cada vez más unánimes, cada vez más seguras de la llegada de un shakespeariano de pro.


Por aquel entonces, Laurence estaba casado con Jill Esmond, también joven talento en ciernes.
El matrimonio, condenado por la infelicidad y la decepción, apenas fue una nota triste en la biografía de Olivier. Ella se diría resentida y abandonada, ese vestíbulo ignorado en la carrera de un astro.
Sin embargo, su hijo en común, Tarquin, y el respeto mutuo los mantuvo unidos por un hilo, delgado pero fuerte, durante todas sus vidas. Ella nunca lo olvidó y no faltó a su funeral.
Pero la mujer decisiva en la vida de Laurence aparecía en las bambalinas, con su mirada fuerte y distraída. Una criatura felina y frágil: la loca, la maravillosa Vivien Leigh.

Con Vivien Leigh

Cuando ambos se encontraron y se enamoraron, entre telones y estrenos, con la promesa del éxito más cerca que nunca, fue entonces cuando comenzó todo para Larry.
Él decía odiar el cine, pero Samuel Goldwyn se las apañó para que Laurence corriera a la llamada de "Cumbres Borrascosas", donde interpretaría, por supuesto, a Heathcliff.
Con Merle Oberon en "Cumbres Borrascosas"

Vivien hizo las maletas y se presentó en Los Angeles. Quería a Larry, pero también quería el papel de Escarlata O'Hara. Consiguió las dos cosas.
Al año siguiente, Laurence Olivier y Vivien Leigh eran celebridades conocidas internacionalmente. Ella se alzaba con el Oscar, mientras él era el misterioso, bellísimo Maxim de Winter para la "Rebeca" hitchcockiana.

En "Rebeca"

Olivier le pedía el divorcio a Jill Esmond. Ésta se lo negó, aferrada a su dignidad, pero finalmente cedió. Laurence se casó con Vivien Leigh, inaugurando veinte años de amor, infelicidad y locura.
Los brutales cambios de humor de Vivien, sus inexplicables arrebatos, sus larguísimas depresiones; todo tenía el diagnóstico del desorden bipolar. En aquellos tiempos, ese trastorno no recibía ningún tratamiento efectivo, por lo que Vivien aseguraría tormentas, infidelidades y la necesidad de ser continuamente cuidada.
"La perdí en Australia", diría él, país donde se embarcaron en una gira ruinosa y ella acabó encaprichada de Peter Finch.
Un día, le decía a Larry que lo quería sólo como un hermano. Otro, que no podía vivir sin él. Al siguiente, no se acordaba de nada.
"A pesar de todo, todavía le quedaba la inteligencia de ocultar su enfermedad mental de todo el mundo, menos de mí", escribiría él en su autobiografía.
Laurence se llevó la peor parte y la acabaría abandonando en 1960. Ella quedó destrozada, él lleno de culpa de por vida.


Y mientras transcurría la vida, o a costa de ella, Laurence Olivier encadenaba noches de estreno, ovaciones y reputaciones delante y detrás de las cámaras.
Su habitual reticencia por el cine, que le llevó a rechazar muchos papeles y boatos de estrella, se terminaba cuando dirigía tres adaptaciones del Bardo: "Enrique V", "Hamlet" y  "Ricardo III", protagonizadas por él, cómo no.

"Enrique V"

Aclamadas como una lectura tan rigurosa como innovadora de las obras de Shakespeare, Olivier trasladó la tramoya teatral hasta unas películas de gran hermosura, donde hoy se puede recuperar aquello que decía cierto crítico: "Olivier dice las palabras de Shakespeare como si las estuviera pensando".
Sin embargo, nada fue fácil para Laurence Olivier. Tanto por su legendario carácter como por la escasa confianza que suscitaba su figura en muchos empresarios, se las vio y deseó para financiar sus proyectos más ambiciosos.

Con Claire Bloom en "Ricardo III"

Pauline Kael aseguró que el fracaso de su proyecto de trasladar "Macbeth" al cine demuestra a la perfección la perversidad de Hollywood. Quizá, lo demuestre más que los productores decidieran que no era un protagonista con el suficiente caché estrellístico para "Seconds" y lo reemplazaran por Rock Hudson.
Laurence Olivier era una estrella extraña; un hombre venerable del que nadie dudaba, pero nunca suscitó los histerismos del más tradicional star-system. Quizá, porque no había nada vulgar en Larry, ese lado terreno, sencillo en que el público del cine gusta de asirse.
El ejemplo de la inadecuación hollywodiense de Olivier aparece prístinamente en "El Príncipe y La Corista", donde Marilyn Monroe le roba la función desde el primer momento.

Con Marilyn en "El Príncipe y La Corista"

En Londres, más indiscutible, Olivier sería llamado como fuerza viva en la creación del National Theatre, donde vetó a los que envidiaba y tuteló a nuevas generaciones, que, aterrados y hechizados por él, crecieron artísticamente al ritmo que marcaba. Entre ellos, se encontraban nombres tan queridos como Maggie Smith o Anthony Hopkins.
Para el cine, todavía cumpliría el sueño de trasladar uno de sus éxitos teatrales más resonantes, "The Entertainer", donde había coincidido con Joan Plowright, tercera mujer, madre de sus tres hijos menores y finalmente, su viuda.

Con Joan Plowright

Su relación con los nuevos actores fue previsiblemente tensa y criticó duramente el Método que popularizaría el Actors Studio. Sonoras fueron sus burlas en el rodaje de "Marathon Man", al presenciar la ordalía de preparación a la que se lanzaba Dustin Hoffman.
"La interpretación es una técnica... ¿Pero un método? Creía que cada uno teníamos nuestro propio método", aseguró.
La interpretación, la interpretación, ¿acaso hubo algo más, algo mejor para Olivier?
Todos sus hijos lo llamaron distante, indiferente, un hombre al que se veía más afectado cuando no tenía trabajo que cuando sucedía algo en la familia.

Oscarizado "Hamlet"

Hacia los años setenta, cundió la preocupación por sus finanzas y heredades, y Laurence comenzó a aceptar papeles que, en otros tiempos, hubiese rechazado de plano. 
Se le vio en todo tipo de empeños cinematográficos y televisivos, junto con aplaudidas, aunque puntuales, vueltas a sus amados teatros. 

Con Dustin Hoffman en "Marathon Man"

Se hacía el momento de dejar paso, de recibir todos los jubileos, de oír las palabras de aquellos que se prestaban a calibrar su importancia. 
Recibió un Oscar honorífico entre los aplausos de aquella industria hollywoodiense con la que siempre mantuvo una relación fría y poco fluida. Dio un discurso extraño y balbuceante, como si el gran actor de repente sufriera de pánico escénico. Pero ya no tenía nada que demostrar. 
Brillante, digno y respetable en todo lo que hizo, Olivier fue despidiéndose de la vida. 
Murió en 1989, a los 82 años.


Su autobiografía se consideró incompleta, censurada y aligerada ante las súplicas de Joan Plowright, así que restó vía libre para el escrutinio y la opinión sobre la vida personal del insuperable papá de la dicción exquisita y la emoción segura.

"The Entertainer"

Su presunta bisexualidad ha sido festín favorito de los biográfos no oficiales. 
Desmentida por su viuda y su hijo mayor, la chismología nos cuenta datos que apuntan a un Larry "excéntrico", socorrido adjetivo para definir a los artistas que mantenían esporádicas relaciones homosexuales en tiempos pretéritos.
Él había contado en sus memorias la traumática experiencia de su primera noche de bodas, donde fue incapaz de rematar la faena con Jill Esmond, lo que prácticamente asentó el tono amargo de ese matrimonio. Olivier dijo que su reprimida educación religiosa era la respuesta a esa dificultad sexual.
Pero levantar la ceja de escepticismo, como hacía Larry en sus interpretaciones, es lo apropiado.
Se cuenta que estuvo involucrado sentimentalmente durante muchos años con el actor cómico Danny Kaye, aun estando casado con Vivien Leigh.

Con Danny Kaye

Otra leyenda recurrente dice que su amigo David Niven lo sorprendió, desnudo en la piscina y besando a Marlon Brando.
Que los dos mejores actores del mundo y, además tan tíos buenos, se hubieran liado más que una cuestión de verdad o leyenda, parece un sueño erótico con el que dormirse todas las noches.
Sólo el Cielo lo sabe.
Laurence Olivier es de esas personalidades tan fuertes, de tantísimo alcance, pero rodeadas irónicamente por el simple enigma, por la verdad de que nunca se les conoció en absoluto como personas. Qué querían, qué deseaban, hacia dónde se dirigían; ni los que estaban a su alrededor podrían contestar.


Y el divo aún se sentía fracasado en el último momento, tal y como confesaba a su hijo Tarquin, como si todavía le faltara otro telón, otro aplauso, otro epíteto a su exacerbada gloria. 
Pero su legado se cuenta por sí solo. 
Sir Laurence Olivier dejó su propio nombre tallado en ese tótem que eleva su sombra sobre todos los que pisan las escaleras de los teatros con intenciones de gloria interpretativa.


Fuera el mejor o no, la corona siempre fue suya. Y quizá lo siga siendo.
Sospecho que estas excelencias tan rotundas son irrepetible cosa de otros tiempos.

3 comentarios:

  1. Estupendo recorrido por la vida y obra de Larry. Aún recuerdo cuando era estudiante y no tenía vídeo, así que me levantaba de madrugada a ver el ciclo que la 2 dedicó a él, y descubrí "Enrique V", "Ricardo III" y hasta "La ópera del mendigo". Me enamoré de Olivier...

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  2. Bueno, es que no es nada difícil enamorarse de él Athena. Yo lo adoré en Rebecca...Muy bueno el recorrido JOsito, gracias.

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