miércoles, 12 de diciembre de 2012

De Cómo Dejé de Preocuparme y Amé El Final


Oí muchas veces que, algún día, se acabaría el mundo.
Lo oí desde niño. Lo leí en los libros y las revistas, sin saber que casi todo lo que escribía el ser humano era mentira. Lo vi en las películas y, cuando crecí y caminé por las calles, lo sentí en la decadencia y lo entendí lógico.
Nuestra civilización aprendió un día que la paz era mejor que la guerra y pregonaba preferir la felicidad a la injusticia, pero se dio cuenta demasiado tarde.
El mundo aspiró a ser mejor y casi lo consiguió. Sus edificios desafiaban la imaginación y podía comunicarse con un toque del dedo. Se durmió, fracasó en muchas de sus ambiciones, continuó respirando y no tenía ninguna idea concreta sobre el futuro.
El ser humano había llegado a la Luna y volvió con la convicción de que no podría ir mucho más lejos.
Entonces, miró el reloj y vio que lo único que restaba era el final. El siglo XXI era la prórroga de una Historia terminada.


El Apocalipsis se contaba de muchas maneras: fallos informáticos, deshielos asesinos, guerras fratricidas, bombas antimateria o la pura rebelión del núcleo de la Tierra.
Se buscaba en libros antiguos y civilizaciones perdidas, para vestirse de prueba irrefutable, dando fecha y hora aproximada del colapso, como si la simpleza del pasado fuera clarividente por sí misma.
Pero, aunque viniera del azar o desde algún accidente cósmico, siempre era un final dedicado a nosotros, por nuestra culpa.
Tal era nuestra vanidad, que hasta el final tenía que nacer de nuestras acciones. "Sinceramente vuestro, esta noche, el final".

Al final, el final cobró sentido. Se hizo necesario pensar en él. 
¿Para qué había venido yo a este mundo si no era para contemplar su último episodio? Entendíamos nuestra vida como un cuento, aunque fuera un cuento errático, irregular, amorfo, sin principio ni desenlace. Sólo una acumulación de experiencias y miradas. 
Pero un final del mundo vendría a darle sentido a la vida. Nacimos al mundo y, una buena tarde, lo vimos acabar.
Además, era el mejor modo de morir. Todos a la vez, sin cuentas pendientes, sin procesos ni funerales. En el mismo segundo y hacia el mismo silencio. Todos a la vez, quizá sin miedo.
Nuestra idea del fin del mundo era el mayor monumento a la necesidad humana de importancia. Un final por todo lo alto, un final de Hollywood, un final horrible y emocionante, lleno de caídas, colores y efectos especiales.
Así fue cómo dejé de preocuparme y amé el final.


Hoy, amanece más tarde y, a eso de las cinco, el cielo se tiñe de naranja.
Parece una aurora boreal, dirá el poeta, pero es el brillo del azufre. No es el Infierno, ni el castigo divino; es el final absurdo que necesita nuestra absurda vida.
Querría poner mi película favorita, tenderme en la cama, abrazar a mi perro, pero la luz se apaga y la energía se termina.
Miro por la ventana y el cristal se vuelve gelatina en mis manos. Hace mucho calor, pero ya siento el frío de la muerte. Me desmayo del olor y de los chillidos que se oyen desde fuera, cada vez más lejanos, cada vez más tristes.
Caigo al suelo y trato de arrastrarme a la cama, para morir boca arriba, con los brazos entrelazados sobre el pecho. Como si alguien me fuese a encontrar, como si el pudor valiese algo en pleno fin del mundo.
Los edificios se caen, la gente llora.
Yo estoy solo y ya no oigo nada. El azufre no está en el cielo, ha entrado en mi habitación y se cierne sobre mi cuerpo. Besa mis labios y me habla al oído de la imitación a la vida. 
Mientras me muero, el olor de mi carne chamuscada me abre el apetito.
Dejo de preocuparme y amo el final.


Al otro lado del universo, la noticia de nuestra destrucción llega una noche, miles y miles de años después, contada con el sonido de un trueno. 
Un simple trueno en el vacío.


Todas nuestras grandes esperanzas y nuestras largas crisis, nuestros templos y nuestros ateísmos, nuestros sentimientos y nuestros olores, nuestros alimentos y nuestra sed, nuestras notas más sublimes y nuestras mayores aberraciones. 
Nuestra vida, nuestros muertos, nuestros arrepentimientos, nuestros cuentos, nuestras respiraciones pesadas, nuestros apetitos inoportunos. 
Nuestras palabras, nuestros ojos, nuestros grandes paisajes, nuestros cubículos secretos, nuestras canciones, nuestros gritos de desesperación. Las casas de nuestros padres, los campos de batalla de nuestros hijos.
Lo que hicimos y lo que dejamos de hacer, lo que sabíamos y lo que nunca fuimos capaces de comprender.
Todo en un trueno, una noche, miles y miles de años después, al otro lado de ese universo vacío, espantoso, indiferente.
Al final, no hubo final. Sólo nuestra hermosa insignificancia y la tragedia del olvido.

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