viernes, 7 de diciembre de 2012

"Rebeca"


Una película magistral e inasequible al paso del tiempo, "Rebeca" supuso el espectacular desembarco de Alfred Hitchcock en Hollywood.
A golpe de melodrama gótico, el gran director tomó la novela de Daphne du Maurier y la hizo suya, con su humor torvo y su sentido del suspense, mientras le concedía la textura y el alma de una fascinante pesadilla.
Desde su estreno en 1940, "Rebeca" dejaría una impresión indeleble en el público, que se explica desde su necrofílico argumento hasta la potencia de sus imágenes. 
Homenajeada, revisitada, imitada, plagiada; la influencia de "Rebeca" en historias y creaciones posteriores es tan incontestable como incalculable.

Joan Fontaine y Laurence Olivier

"Rebeca" se relata como un cuento de hadas y, así, se resuena en la memoria de su narradora. 
La protagonista y heroína confiesa que anoche soñó con Manderley y su recuerdo abre la verja, cruza el sendero y llega hasta una imponente mansión. 
Desde ese instante, irrumpe la entidad hipnótica de la película, bebida de nuestra fascinación por las grandes casas, esas métaforas del pasado perdido y también esos fastuosos escenarios donde se dilucidan los mayores secretos y las mejores pasiones.


Ha soñado con Manderley, pero la protagonista sin nombre nos confiesa que nunca volverá. Ha sido un sueño, nacido de su recuerdo.
Como los mejores sueños, se vivirá como una pesadilla. Y, como ironía, se contará una historia de despertar a la vida.
Una Jane Eyre contemporánea es esa protagonista: una chica humilde y tímida, que se convierte en la segunda esposa del bello y enigmático Maxim de Winter. 
El aristócrata Maxim la lleva a vivir a Manderley, caserón lleno de habitaciones, sirvientes y misterios.


La casa, sus objetos y la siniestra ama de llaves se hacen amenazante testimonio de la primera señora de Winter: Rebecca, la residente del ala Oeste, fallecida mas nunca olvidada.


En los pasillos, en el corazón de Maxim, ante los demás personajes, la protagonista vive y siente a la muerta como su indisputable rival. 
Y, a medida que se suceden las revelaciones, Rebecca de Winter se erige como una Lilith devoradora, cuya resonante muerte no fue nada en comparación con su tumultuoso paso por el mundo. 


En los vivos, está la huella de Rebecca, jamás vista por el espectador, siempre sentida. Para la protagonista, acabar con semejante fantasma significará verle la cara al Diablo.
Su madurez será el precio y un majestuoso incendio, el inevitable final de la historia.


Historia astuta y especialmente emocionante para el público femenino, que encontraba el tratamiento adecuado a través de un impecable sentido de la atmósfera, refrendado por la espectral banda sonora de Franz Waxman.
Hitchcock imprime estilo y mirada, sin dejar de ser fiel a la novela, tal y como le demandaba el productor, David O. Selznick. 


Podría decirse que "Rebeca" es una película de Hitchcock y de Selznick. 
Por un lado, funciona como el suntuoso y romántico espectáculo que demandaba el productor. Y, por otro, es el ejercicio estilístico y la orquestación propia del señor Alfred. 
Además, como película hito, la dirección y la fotografía destilaría muchos hallazgos que se anticipaban un año a "Ciudadano Kane".


"Rebeca" articula su historia como una caja china y desgrana sus sorpresas atendiendo a un guión sencillamente impecable, que conjuga la intriga con el romanticismo.
Los actores son fundamentales en la función. 
Laurence Olivier es un Maxim de ensueño, pero el corazón de la película reside en Joan Fontaine; según cuentan las crónicas, Hitchcock se encargó de asediar a la actriz durante el rodaje para que su expresión de susto continuo fuese genuina.
Lo hitchcockiano se derramaba con especial delectación en la Señora Danvers, consagrada como el rol emblemático dentro del juego emocional de "Rebeca". 

Judith Anderson como la Señora Danvers

Desde su primera aparición, el ama de llaves - que no pestañea, a la que nunca se la ve andar -, se hace la clave de la intensidad.
Aún más intensidad cuando irrumpe la insinuación homosexual, en la secuencia donde la Señora Danvers pasea por la estancia y acaricia el vestuario de Rebecca.
Es una de tantas escenas maravillosas de la película y también donde se dilucida su calidad; todos los tópicos que se puedan acusar a la historia se subliman a través de un tratamiento tan imaginativo como excepcional.


Volver a "Rebeca" es cumplida obligación cinéfila y la manera de comprobar que, como pocas películas de la Historia del Cine, esta obra maestra vive a la altura de su leyenda.

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