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martes, 8 de julio de 2014

La Eternidad Según Olivia de Havilland


En su cuaderno vital, se escribieron muchas ambiciones, esas que vivirían a la altura de su delicada belleza, cual venida de un cuento de hadas. Ahí fue donde se rubricó: ser una gran actriz, destacar entre todos, vivir para siempre. 
Hace una semana, Olivia de Havilland le ganaba otro pulso a la vida y cumplía 98 años con la intención de cumplir el tercer propósito. 
Se impone la admiración, esa a la que está acostumbrada desde hace más tiempo del que llevamos nosotros sobre la Tierra. 
Aquel tiempo en el que se reveló como una actriz luchadora, siempre pendiente de un hilo, victoriosa, adicta a sorprender, premiada, querida.


Poco tenía que ver con las heroínas tranquilas de sus primeros años. Olivia emprendía y se la reconocía independiente. 
Como muchas actrices de Hollywood, las de nombre propio, las que buscaron mejor interpretación y menos glamour, Olivia es un símbolo de feminismo sin declararse nunca feminista. La alergia a conformarse, ahí estuvo la clave.


Aunque ahora las crónicas recuerden más la enemistad con su hermana Joan Fontaine que sus victorias interpretativas, Olivia de Havilland fue quien abrió aguas a otra manera de entender a los actores de Hollywood, para los que ganó el respeto y el cuidado que merecían. Su triunfo parecía puntuar lo evidente: las estrellas eran la llave de la emoción por el cine.
Esa llave la guardó Olivia en muchas de sus apariciones, desde adorables hasta magníficas, atravesando por momentos realmente memorables. 
Escrupulosa como pocas, su técnica actoral ha resistido mejor el paso del tiempo que los empeños de muchas de sus contemporáneas. Y, sin duda, resta la apreciación de siempre: a pesar de los honores y los premios, Olivia es una gran subestimada.


Quizá el mismo epíteto que se le puede poner a toda mujer que sale de la sombra de una segunda fila y se gana el pan con la fuerza de sus dorados ovarios. 
De delicada tenía sólo las facciones; de resistente, ahí lo demuestra soplando nonenagenarias velas cada primero de julio.


El primero de julio de 1916, nació Olivia Mary de Havilland en Tokio, de padres británicos asentados en la capital japonesa. La vena artística estaba en la familia, apaciguada, aplazada en los deseos de la madre, Lillian, que renunció a su carrera por seguir a su negociante marido, que le devolvió infidelidades como pago.
Al año siguiente de Olivia, nació Joan, y las dos niñas crecieron entre las crecientes disputas de sus padres. 
Lillian puso la excusa de la salud de sus hijas para mudarlas al cálido clima de California, y ese fue sólo el motivo del divorcio. El padre volvió a Japón con su amante, la criada japonesa, que se convertiría en su segunda esposa. Lillian se casó también por segunda vez, con el estricto George Fontaine.
El divorcio, la mala relación con su padrastro y la obsesión de Lillian por devenir a Olivia en la gran actriz que ella nunca fue se dijo la trastienda y causa freudiana para la rivalidad entre las hermanitas, que duraría de por vida y aún alienta crónicas fascinantes.

Con su hermana Joan Fontaine

Encamarada a una representación teatral, Olivia de Havilland fue cazada por Max Reinhardt, el primer cautivado por la naturalidad escénica de la nena, a quien llevó al teatro y luego a Hollywood.
El encanto fue inmediato, entre la distinción británica de Olivia, su impecable y envolvente voz y esa limpia hermosura de niña buena, de amplia frente, ojos tiernos y labios para besar y no parar.
La Warner le firmó contrato y la suerte llegó en 1935 cuando aceptó colocarse al lado de un desconocido actor tasmano. 
La película se llamaba "El Capitán Blood" y el tasmano era, por supuesto, Errol Flynn.
El público se enamoró de la pareja desde el primer momento. Él era el romántico pirata y ella, la distinguida dama que cierra el parasol para unirse a la aventura. Guapos a rabiar - él siempre más que ella, todo hay que decirlo - e ideales para acción de época y amor de los ayeres.
Ocho películas juntos, que los pasearon también por el western y la comedia, donde repitieron la química y fijaron una de las parejas más imperecederas del celuloide. 


¿Se repetía el amor detrás de las cámaras? Él escribió en sus deliciosas memorias que se enamoró de ella de inmediato. 
"Olivia era preciosa y distante", poco adicta a soportar sus bromas de seductor. 

Ideal Lady Marian en "Robín de los Bosques"
Ella, enterada mucho tiempo después, se sorprendió, reconocida que también deseaba a Errol, quién era ella para resistirse a los encantos de Flynn. 
Reconoció que hizo bien en contenerse - "lo contrario me hubiese arruinado" -, mientras aseguraba que el hecho de que Errol Flynn estuviese casado fue determinante.

Con Errol Flynn en "Dodge City"

Por entonces, Olivia ya pedía más carne dramática que la de gritar por ayuda al héroe del bigotito. 
La Warner se resistió desde el principio, porque, como buen estudio clásico, era fan de la repetición y el arquetipo. Conflictos similares había tenido con James Cagney y Bette Davis, que perdieron respectivas demandas y volvieron al trabajo.
Aún así, los jerarcas dijeron que sí la primera vez que Olivia quiso nadar a sus anchas. 
David O. Selznick buscaba a Escarlata O'Hara, decían los titulares, pero también a Melania Hamilton. 

Como Melania en "Lo Que El Viento Se Llevó"

Olivia dio su primer golpe de fuerza al perseguir incansablemente a Selznick para conseguir ese papel. Ella misma ha contado cómo se ganó el favor de Ann, la mujer de Selznick, y cómo aparecía de improvisto en cenas del productor para obtener el sí, mediado por el obligado préstamo del estudio.
"Lo Que El Viento Se Llevó" es la película que ha fijado a Olivia de Havilland en la Historia del Cine más que ninguna otra. 
Melania bien pudo ser mera comparsa del más estimulante rol de Escarlata, pero, como de costumbre en la De Havilland, hizo mucho con poco y su aparición en la película contiene muchas de las toneladas de emoción de la leyenda fílmica. 
Melania, la chica buena que se despide como una gran señora. No quedaron pañuelos.

Con Vivien Leigh en "Lo Que El Viento Se Llevó"

Convencida de que ganaría el Oscar a la mejor actriz de reparto, la sorprendente victoria de su compañera Hattie MacDaniel la rascó y, como buena obsesiva, se prometió que mejor lo recibiría otro año, como actriz principal.
De vuelta a la Warner, ésta pareció ignorar su victoria con Selznick y, de nuevo, sombrilla y tafetán al lado de Errol Flynn en "Murieron Con Las Botas Puestas". Fue su última película con él.
"Pasear por la vida a su lado, señora mía, ha sido el mayor de los placeres", le decía Custer a su esposa previo a misión suicida en la película, escena que cobra ahora una emoción al ser lo que le dice el viejo Errol a su Olivia antes de despedirse cinematográficamente.

Con Errol Flynn en "Murieron Con Las Botas Puestas"

1941 fue un arma de doble filo. La Paramount la demandaba para el primero de sus patitos feos: la profesora embaucada por el gigoló de "Si No Amaneciera", inusual melodrama, que la devolvía a la terna por el honor de la Academia. 

Con Charles Boyer en "Si No Amaneciera"

Que le ganara esa noche su hermanita Joan Fontaine no fue bueno ni para la difícil relación que tenía con la victoriosa ni con el imposible acuerdo que tenía con la Warner.
Llegó la demanda. Al final de su contrato de siete años, la Warner penalizó a Olivia por haber rechazado papeles y la obligó a extender su período con el estudio. Ella denunció y, al contrario de lo sucedido con Cagney y Davis, se salió con la suya.
Fue un hito, todavía señalado como "la demanda De Havilland", que impulsó parcelas de libertad creativa para los actores de Hollywood y los alivió de los asfixiantes estudios y sus rigurosos métodos de trabajo.
Para Olivia, fue cuestión de aguantar la respiración y esperar. Dijeron que no trabajaría más en el cine, pero a lo largo de tres años de parón, no hizo más que tomar impulso.
Cuando regresó en 1946, demostró que no había quien la hundiese. 
Estrenó cuatro películas en un solo año. Entre ellas, el simpático thriller de gemelas "The Dark Mirror", bien informada ella de disputas fraternales.

"The Dark Mirror"

Y, de manera más decisiva, el melodramón "To Each His Own", donde se entregaba por completo a la saga de una madre soltera a la espera de recuperar a su hijo.
La película, de llorar y no parar, colmó sus ansias oscarianas por primera vez y también fue la prueba del respeto que se había granjeado en la profesión con su actitud combativa.

Como Josephine Norris en "To Each His Own"

En los siguientes años, eligió con cuidado y desafío. 
Otra interpretación de elogio fue la chica que, de repente, se da cuenta que lleva mucho tiempo en un manicomio en la tremenda "Nido de Víboras", donde se desglamourizó para ofrecer impactante retrato de la locura femenina.

"Nido de Víboras"

Cuando ya se la elogiaba como la actriz más fina de los años cuarenta, remataba y terminaba la década con "La Heredera", otro patito feo que se las cobra al final, esta vez ante el bellezón de Montgomery Clift. 

Con Montgomery Clift en "La Heredera"

Se cuenta que el público femenino la odió por primera vez por rechazar en pantalla a semejante nene, pero ella se llevó su segundo Oscar y la acertada sensación de que lo había demostrado todo.



Desde entonces, se vistiera de época - "Mi Prima Raquel" - o de contemporánea - "No Serás Un Extraño" -, sus ansias se apaciguaron y sus apariciones cinematográficas se decían de excepción.
Que hubiese rechazado el papel de Blanche en "Un Tranvía Llamado Deseo", pudo ser elocuente para explicar su inevitable antigüedad. Para la actriz que había desafiado un modo de producción, resultaba irónico que pereciese a la par que éste, a lo largo de los años cincuenta, cuando nuevos vientos irrumpían por los cines. 
Cual vieja gloria en los sesenta, se permitió dos paseos por el terror. 

"Lady In A Cage"

El primero, como la mujer que se queda encerrada en un ascensor en "Lady In A Cage" y el segundo, cuando sustituyó a Joan Crawford, despedida y/o excusada del rodaje de "Hush.. Hush, Sweet Charlotte".
Olivia fue requerida expresamente por Bette Davis y brindó su única y verdadera villana para el cine: la hipócrita prima Miriam.

Con Bette Davis en "Hush... Hush, Sweet Charlotte"

La experiencia de participar en una película tan macabra e ir contra su arquetipo de buena no le gustó demasiado y confesó que lo hizo por Bette.
Porque Bette y Olivia se querían mucho, cosa excepcional. Entre toda la sarta de veneno que la loca genial de la Davis dedicó a sus compañeras de profesión, preguntada por la de Havilland, siempre dijo: "Olivia es una amiga". 


No se decían las cosas tan ideales con su propia hermana, Joan Fontaine, relación rota tras la muerte de su madre en 1975. Según cuenta la versión oficial, no volvieron a dirigirse la palabra.


Por entonces, Olivia de Havilland aparecía poco en pantalla y tras dos paseos por el cine catastrofista, se centró en la pequeña pantalla a lo largo de los ochenta.
Pese a cobrarse alguna aparición de renombre, se confesó descontenta con el medio televisivo y, en 1988, se retiró definitivamente.
Se la podía encontrar en París, residencia desde 1960, donde se había establecido con su segundo marido, el periodista Pierre Galante. Pese a separarse en cuestión de una década, siguieron en contacto y, de hecho, ella estuvo a su lado, cuidando y velando su largo cáncer hasta su muerte en los años noventa.
La temida enfermedad ya se había cobrado a su primer hijo, Benjamin, tristes escenarios donde Olivia demostró su fuerza, esta vez sin necesidad de focos y cámaras. 
Durante años rodeada de misterio y llamadas sin contestar, Olivia reaparece cuando quiere, deleitada por la eternidad de "Lo Que El Viento Se Llevó" - "durará para siempre", dice la experta en perdurar - y por el estatus irrepetible de los actores de su época. 


Acudiese a premios, homenajes, honores, con la llegada del nuevo milenio, Olivia de Havilland se ha permitido por penúltima vez su especialidad: dar la sorpresa, levantar el aplauso.


En los últimos años, la irresistible rivalidad con su hermana Joan, vieja historia favorita de la prensa de espectáculos, ha recobrado atención, especialmente cuando se despejaba la incógnita de quién moriría antes.
El pasado diciembre, fallecía Joan Fontaine a los 96 años, en California, muy lejos de su hermana. La familia informó que Olivia estaba "triste y en shock" por lo sucedido. 
Que Olivia haya tenido palabras más elocuentes tras el fallecimiento de Mickey Rooney evidencia que ni la vejez ni la muerte han curado las heridas entre las hermanas.


¿Queda algún último capítulo, mi querida Olivia de Havilland? ¿Una buena sorpresa como colofón? ¿O sólo esperar a la triste noticia? ¿Firmaste por cien? Dime que sí, por favor. Es la responsabilidad de ser la superviviente en mayúsculas. ¿Cómo te vas a morir ahora?
Dicen que cumplir tanto y llegar tan lejos está sobrevalorado por los que no hemos cumplido ni las tres cuartas partes, así que, con toda probabilidad, ya no tengas nada más que hacer que acurrucarte en tus recuerdos de vida, éxito, testarudez, alegrías y tristezas, y agradecer cada brillo del sol como un juguetón regalo divino.


Si era tu cumpleaños hace una semana, hoy has sido la invitada del segundo aniversario de "Imitación A La Vida", blog que ha estado encantado de celebrarlo con la co-protagonista de uno de sus primeros y más visitados posts - además, tu historia también nos ha traído a este día otros queridos míos como Errol Flynn, Bette Davis y Joan Fontaine - pero, sobre todo, con la última leyenda viva de la farándula en mayúsculas.
Que tu energía y supervivencia sean inspiración para más vida en "Imitación A La Vida". 


Se te quiere con locura, eterna.

viernes, 7 de diciembre de 2012

"Rebeca"


Una película magistral e inasequible al paso del tiempo, "Rebeca" supuso el espectacular desembarco de Alfred Hitchcock en Hollywood.
A golpe de melodrama gótico, el gran director tomó la novela de Daphne du Maurier y la hizo suya, con su humor torvo y su sentido del suspense, mientras le concedía la textura y el alma de una fascinante pesadilla.
Desde su estreno en 1940, "Rebeca" dejaría una impresión indeleble en el público, que se explica desde su necrofílico argumento hasta la potencia de sus imágenes. 
Homenajeada, revisitada, imitada, plagiada; la influencia de "Rebeca" en historias y creaciones posteriores es tan incontestable como incalculable.

Joan Fontaine y Laurence Olivier

"Rebeca" se relata como un cuento de hadas y, así, se resuena en la memoria de su narradora. 
La protagonista y heroína confiesa que anoche soñó con Manderley y su recuerdo abre la verja, cruza el sendero y llega hasta una imponente mansión. 
Desde ese instante, irrumpe la entidad hipnótica de la película, bebida de nuestra fascinación por las grandes casas, esas métaforas del pasado perdido y también esos fastuosos escenarios donde se dilucidan los mayores secretos y las mejores pasiones.


Ha soñado con Manderley, pero la protagonista sin nombre nos confiesa que nunca volverá. Ha sido un sueño, nacido de su recuerdo.
Como los mejores sueños, se vivirá como una pesadilla. Y, como ironía, se contará una historia de despertar a la vida.
Una Jane Eyre contemporánea es esa protagonista: una chica humilde y tímida, que se convierte en la segunda esposa del bello y enigmático Maxim de Winter. 
El aristócrata Maxim la lleva a vivir a Manderley, caserón lleno de habitaciones, sirvientes y misterios.


La casa, sus objetos y la siniestra ama de llaves se hacen amenazante testimonio de la primera señora de Winter: Rebecca, la residente del ala Oeste, fallecida mas nunca olvidada.


En los pasillos, en el corazón de Maxim, ante los demás personajes, la protagonista vive y siente a la muerta como su indisputable rival. 
Y, a medida que se suceden las revelaciones, Rebecca de Winter se erige como una Lilith devoradora, cuya resonante muerte no fue nada en comparación con su tumultuoso paso por el mundo. 


En los vivos, está la huella de Rebecca, jamás vista por el espectador, siempre sentida. Para la protagonista, acabar con semejante fantasma significará verle la cara al Diablo.
Su madurez será el precio y un majestuoso incendio, el inevitable final de la historia.


Historia astuta y especialmente emocionante para el público femenino, que encontraba el tratamiento adecuado a través de un impecable sentido de la atmósfera, refrendado por la espectral banda sonora de Franz Waxman.
Hitchcock imprime estilo y mirada, sin dejar de ser fiel a la novela, tal y como le demandaba el productor, David O. Selznick. 


Podría decirse que "Rebeca" es una película de Hitchcock y de Selznick. 
Por un lado, funciona como el suntuoso y romántico espectáculo que demandaba el productor. Y, por otro, es el ejercicio estilístico y la orquestación propia del señor Alfred. 
Además, como película hito, la dirección y la fotografía destilaría muchos hallazgos que se anticipaban un año a "Ciudadano Kane".


"Rebeca" articula su historia como una caja china y desgrana sus sorpresas atendiendo a un guión sencillamente impecable, que conjuga la intriga con el romanticismo.
Los actores son fundamentales en la función. 
Laurence Olivier es un Maxim de ensueño, pero el corazón de la película reside en Joan Fontaine; según cuentan las crónicas, Hitchcock se encargó de asediar a la actriz durante el rodaje para que su expresión de susto continuo fuese genuina.
Lo hitchcockiano se derramaba con especial delectación en la Señora Danvers, consagrada como el rol emblemático dentro del juego emocional de "Rebeca". 

Judith Anderson como la Señora Danvers

Desde su primera aparición, el ama de llaves - que no pestañea, a la que nunca se la ve andar -, se hace la clave de la intensidad.
Aún más intensidad cuando irrumpe la insinuación homosexual, en la secuencia donde la Señora Danvers pasea por la estancia y acaricia el vestuario de Rebecca.
Es una de tantas escenas maravillosas de la película y también donde se dilucida su calidad; todos los tópicos que se puedan acusar a la historia se subliman a través de un tratamiento tan imaginativo como excepcional.


Volver a "Rebeca" es cumplida obligación cinéfila y la manera de comprobar que, como pocas películas de la Historia del Cine, esta obra maestra vive a la altura de su leyenda.

martes, 20 de noviembre de 2012

Las Hermanas de Hollywood


Clásicas hasta la médula, se las cuenta y recuerda como dos candorosas heroínas del viejo Hollywood, dos bellas neuróticas para las películas del ayer, dos rivales naturales de por vida.
Olivia de Havilland y Joan Fontaine, las hermanas actrices aún viven, separadas por kilómetros de distancia y sin dirigirse la palabra desde hace décadas.
Si fueron la bondad en las imágenes, son la mejor definición del odio fraternal que nos haya contado nunca la historia celebrity
Vivieron entre la envidia y las peleas, para envejecer con la incapacidad de superar una biografía de rencor que comenzó siendo niñas.
Hollywood contempló sus riñas como sus interpretaciones definitivas y terminó por consagrar la legendaria enemistad en un clásico, encontrando la realidad de Olivia y Joan tras las máscaras de la imitación.
 

Nacieron con poco más de un año de diferencia; primero, Olivia, luego Joan.
El divorcio de sus padres determinaría parte de su enemistad, ambas decididas a hacerse con el cariño de la madre, la actriz sin suerte Lillian Fontaine.
Desde pequeñas, la violencia tomó protagonismo. Sus peleas podían tornarse muy feas y, en una de ellas, Olivia le rompió la clavícula a Joan.
En cierta ocasión, como juego, Olivia escribió un testamento pueril que comenzaba: "Le lego toda mi belleza a mi hermana Joan, dado que ella no tiene ninguna".
Vestidos rotos, novios robados y una feroz competitividad; fue el principio y también el ritmo con el que las hermanas bailarían toda su vida.


La madre Lillian esculpió a Olivia, la que luego dirían que fue su favorita. 
Olivia de Havilland, talento evidente, fue una historia de rotunda gloria artística en Hollywood, dosificada en una sucesión de suertes y triunfos, que la hicieron la fresca ingenua que la década de los treinta necesitaba.


Fue inolvidable damisela para el bello Errol Flynn, bondadosa en comedias y melodramas y alcanzaría el mito como Melania Hamilton en "Lo Que El Viento Se Llevó".
Olivia de Havilland, testaruda, reafirmada de su valía, asegurada en su estrellato, demandó a los estudios y ganó. 
Con el apoyo de sus compañeros de profesión, la llamada "demanda De Havilland" cambió muchas cosas en el rígido sistema de estudios; entre ellas, que los actores pudieran zafarse del encasillamiento y rechazar los papeles que les imponían las productoras.
Olivia venció su imagen de niña buena y aspiró a papeles de más carne dramática a lo largo de los años cuarenta, convirtiéndose en una intérprete muy valorada.


Por su parte, el camino de Joan se reveló más complicado. 
Cuando manifestó su interés por la interpretación, su madre le recomendó que utilizara el apellido de su padrastro, Fontaine, para no entorpecer el camino de su hermana mayor.  
A Joan Fontaine se la consideró de menor talento que Olivia, debido a que era mucho menos ambiciosa. 
Durante los años treinta, su carrera tuvo algún momento de esplendor, pero cuando terminó su contrato con la Metro Goldwyn Mayer, no había intenciones de renovar a una actriz ni popular ni demasiado excitante.


En ese momento crucial, Joan cambiaba su timidez por determinación y se acercaba a David O. Selznick, quien terminaría por convertirla en la segunda señora de Winter para "Rebeca".
"Rebeca" fue el billete de la Fontaine para un triunfo que se le había hecho esquivo.
Su sensible interpretación de la asediada heroína de Daphne du Maurier la fijó para siempre en la retina del público. 
Y, sin previo aviso, la carrera de Joan Fontaine cobraba vigor y la hacía estrella.

Con Judith Anderson en "Rebeca"

El enfrentamiento de las hermanas tuvo su primera y mejor escenificación en los Oscars de 1942. 
La Academia de Hollywood tuvo a bien nominarlas a ambas en la categoría de mejor actriz. Sentadas a la misma mesa, esperaron el veredicto.
Gracias a la hitchcockiana "Sospecha", ganó Joan Fontaine. Ésta se quedó paralizada, mientras Olivia se levantó y empezó a imprecarla para que reaccionase y fuese a por el premio.
"No me lo podía creer", diría Joan, "de repente, volvieron todos los momentos de nuestra infancia cuando ella se reía de mí, cuando quería demostrar que era mejor que yo, cuando me rompió la clavícula. Le había ganado el Oscar y sabía que nunca me lo iba a perdonar".
Joan, en un alarde de modestia, verdadera o falsa, se decía culpable de haber ganado la estatuilla.
Aún así, el dorado galardón aumentaba su caché y la acomodaba en la Meca del Cine.


Y también le dio alas a Olivia de Havilland que, de por sí obsesionada con conseguir un Oscar, ya no pararía hasta conseguirlo.
Por "To Each His Own", cinco años después, Olivia se alzaba con el suyo. 
La Academia eligió como presentadora del premio a Joan Fontaine, que hizo ademán de acercarse a su hermana para felicitarla, sólo para ser cordialmente ignorada.
El desplante fue captado por las cámaras y fue ese el momento donde la enemistad ocuparía el interés de la prensa y el público.
Se rebuscó en sus vidas, mientras ellas callaban para los medios.
En una entrevista, Joan Fontaine llegaba a asegurar que la rivalidad con su hermana era falsa, un truco publicitario más dentro de una industria adicta a todos los trucos.


Pero nadie dudaba de que sus existencias estuvieron marcadas por las peleas y las reconciliaciones, por el silencio oficial y la crítica mutua. 
Se encontraron muchas veces, pero nunca fueron capaces de entenderse ni tolerarse. Llegó un día en que se anticipaban a sus trampas.
"Es un pequeño problema de carácter", diría Joan, "del tamaño de la bomba de Hiroshima".


En 1962, se reunían para una cena navideña con sus respectivas familias, decididas a enterrar el hacha de guerra de una vez por todas.
Pero el punto de no retorno llegaría a propósito de la madre. Como si volvieran a la raíz de su enemistad, Olivia y Joan se pelearon por su progenitora cuando ésta enfermó de cáncer. Las hermanas se enzarzaron en una agria discusión sobre el tratamiento que debía recibir.
Finalmente, Lillian Fontaine murió. 
Joan se encontraba en plena gira y, según sus palabras, no supo de la muerte de su madre porque su hermana se preció en informarle con un mísero telegrama, que envió tardíamente al siguiente destino de su ruta. Olivia sostiene que se lo comunicó de inmediato y Joan le había contestado que estaba demasiado ocupada para asistir al funeral.
Sucedía en 1975. Desde entonces, no han vuelto a hablarse.


Los Oscars, esa pasarela definitoria de la mayor competitividad humana, quisieron llamar de nuevo a la disputa, cuando las reunía en la misma platea sin avisar, allá por 1987. 
Se ignoraron la una a la otra en los pasillos y, cuando Joan vio que la habitación de hotel contigua a la suya estaba ocupada por su hermana, no sólo pidió que la cambiasen, sino que jamás volvió a pisar la gala de la Academia.
"Me casé antes que ella, gané primero el Oscar... Y, si me muero antes, se quedará lívida, porque también le habré vencido en eso", afirmaba Joan.
Los brazos alargados de la enemistad se han extendido también a los familiares. 
"Mi hermana es una señora muy peculiar", añadiría Joan, "cuando éramos jóvenes, no podía hablar con sus amigos. Ahora no puedo ni siquiera ver a sus hijos. Es la naturaleza de la señora". 

Olivia de Havilland, de gemelas rivales en "The Dark Mirror"

Conversaciones informales con Olivia ofrecen datos desde el otro punto de vista.
"Me dolió especialmente leer en la prensa a Joan hablando pestes de mi marido, Marcus Goodrich, poco después de mi divorcio. No tenía porqué hacerlo. Fue para hacerme daño y lo sabía."
Olivia relata sus años en Hollywood con la constante presencia de su hermana menor, acechando en todos los momentos de esplendor, pisándole los talones.
"Brian Aherne fue mi novio antes que su marido... Todo lo que yo conseguía tenía que conseguirlo ella". 
La raíz estaba en la infancia, recordaban, insistían. "Cuando era mi cumpleaños, Joan también recibía regalos".

La boda de Joan con Brian Aherne

Al final, la indiferencia. “Para mí, Olivia no existe. Nos odiamos tanto cuando éramos jóvenes que agotamos el odio".
Hoy, Joan Fontaine vive en California, sola, sin demasiada relación con el mundo, pero éste todavía la ha querido saludar cuando el pasado 22 de octubre cumplía unos soberanos 94 años.


Olivia de Havilland reside en París desde el crepúsculo de su carrera y reaparece para el puntual homenaje, bajo el indicado prestigio de haber participado en "Lo Que El Viento Se Llevó" o asistiendo a alguna que otra ceremonia de premios, donde su simple presencia motiva una ovación de recuerdo y cariño. 


Junto con Kirk Douglas y Mickey Rooney, las hermanas son las únicas estrellas del Hollywood de otros tiempos que siguen coleando.
¿La última competición de sus vidas es morir?
En todo caso, el capítulo final de la rivalidad será el funeral de la primera hermana que fallezca, a la espera de la asistencia de la otra. 
¿O no quedará despedida posible entre ellas si nunca existió verdadera bienvenida?


Reflejos de ese espejo de éxito y vanidad que representa Hollywood, brillaron ayer, viven hoy y morirán mañana Olivia de Havilland y Joan Fontaine, las Caín y Abel del cine.
Convencidas y dormidas al calor de esa gran verdad: la fraternidad nunca fue fraternal.