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jueves, 9 de octubre de 2014

Vida Perra


En cierta ocasión, leí a un filósofo asegurar que tendemos a sobrevalorar la vida. Cualquier organismo tiene derecho a vivir del mismo modo que nosotros, es lo que pensamos. 
Incluso aunque se crea en el más allá, la íntima intuición es que esta existencia es la única posible. Cuando desaparecemos, sólo queda la oscuridad. Y no se puede condenar a nadie ni nada a esa oscuridad. 
Así observamos la vida. Eso que debemos proteger a toda costa.


Nuestra existencia es una casualidad y nuestra supervivencia no está escrita. Ni una ni otra se libran de la muerte. No nos libramos de morir, no nos libramos de ver morir a los demás, ni nos libramos de toda la muerte que tenemos que infringir para seguir adelante.
Hay vidas que no son posibles, muertes que son justificables. Embarazos que no se prognostican viables, animales que serán comidos por otros, forestas que desaparecerán para que construyamos nuestras casas en ellas y hormigas que no se marcharán hasta que no las rociemos con una buena ración de flis. 
El mundo está lleno de peligros para la vida de las especies. Si suben muy alto, morirán. Si caen muy bajo, también. Si superan los límites establecidos por sus constituciones físicas, enfermarán y, a veces, fallecerán. Y si se contagian de una enfermedad conflictiva con su organismo, es probable que no la cuenten.


Se dice que los seres humanos somos los únicos vivientes que tenemos conciencia de serlos. Sabemos que vamos a morir, aunque no entendamos un carajo para qué ni por qué. Sabemos el daño que hacemos. Sabemos el que hacen otros. Nos conmueve lo ajeno tanto como lo propio. 
La evolución de nuestros cerebros fue la evolución de nuestras almas, según contaban las viejas historias. 
Muy viejas historias, porque las almas no se sintieron muy evolucionadas cuando se abrió la puerta de Auschwitz. Creíase que el progreso era el último capítulo de la llamada humanidad y, en 1945, fue como volver a la casilla de salida.
Las sociedades siempre vuelven a la casilla de salida. Aprenden poco de sus errores y la verdad es tan incómoda para seguir viviendo que suelen echarle la culpa a otros. Cuando llega la rabia, lo mejor es sacrificar al chucho. 
Así reza el ablativo absoluto: muerto el perro, se acabó la rabia. Alguien ha muerto a tiros en el patio, nosotros estamos vivos, habrá que seguir existiendo, será cuestión de olvidar.


La vida se sobrevalora un día, sí, pero se desprecia al siguiente. La historia del ser humano es la historia de la destrucción sistemática por egoísmo, ansia de riqueza y pereza para mantener ambas cosas. 
El progreso no lo ha hecho más racional, lo ha vuelto más demandante desde su sala de estar. Tiene la conciencia del daño que hace, pero no la ejercita. Come, come, come, come.
El ecologismo nació para parar lo que ya es inevitable. Se puso de moda cuando yo crecía y ahí veías a los de Greenpeace armando el jaleo frente a los petroleros. La prensa, como siempre, retrataba el asunto de una manera escandalosa y grotesca. No se dilucidaban tanto las razones como el espectáculo devenido. Los verdes sobrevaloraban la vida, no le echaban flis a las hormigas, estaban locos.
En cualquier caso, las ideas del desarrollo sostenible se han tropezado con los planes de los mandamases, que no han tenido ninguna intención de cambiar el modelo. El pescado está vendido y, si se derriten los glaciares y esto se acaba, no me enteraré porque será pasado mañana. 
La culpa es de otro, la culpa es de la sociedad, la culpa es del perro que no para de ladrar y me está empezando a tocar los cojones.


A los perros se les llama los mejores amigos del hombre, aunque sólo en ocasiones se da la operación contraria. 
Los animales en general son entendidos como esos esclavos después de la esclavitud. 
Los puedes llevar a tu casa y amar desesperadamente. Los puedes hacer parte de tu familia y llorar por ellos más que por muchos humanos. Les puedes dar una patada si el día te ha ido mal. Los puedes preñar y que te provean de otros para venderlos. Los puedes regalar, abandonar, prestar, intercambiar. Experimentar con ellos, forzarlos a luchar, darles una paliza, cazarlos, torturarlos, matarlos. Quizá te libres de la multa. 
En este país, hasta puedes aplaudir su agonía en plaza pública, puedes tirarlos del campanario, puedes correr delante de ellos, puedes decir que todo esto es fiesta, tradición y cultura. 
Los animales no piensan, creemos, no entienden el sufrimiento, ni siquiera saben por qué están aquí. Son menos que nosotros. 
Sobrevaloramos la vida, así que, si representan un problema, ya sabes. Ablativo absoluto.


Llegó la rabia. Una cinta adhesiva y un biombo no pararon un virus de corte letal y alguien acabó contagiado. 
Es la historia de las epidemias. Me equivoqué, toqué el vaso que no era, dormí a su lado, me estornudó encima, tuvimos coito sin condón. Me infecté y mi vida se acabó por un error humano en un mundo veleidoso. 
Nadie sabe porqué las enfermedades aparecen de repente, porque algunas transmigran desde los simios a los humanos y otras no. Hay algunas que se han cargado a medio mundo y ni se entendió su expansión. Los que rezan dirán que fue la voluntad de Dios. Los que piensan dirán que quién lo sabe, porque, como los animales, ni siquiera sabemos por qué estamos aquí.


Ah, eso de la conciencia. 
Ahora llega el cuento.
La enfermera tenía fiebre y le rascó la cabecita a su perro, antes de marcharse al hospital. No regresó. Su marido dejó la comida y el agua suficiente. Cerró la puerta y tampoco regresó. El perro se quedó allí, como solía hacer, cuando se quedaba solo. Pasó mucho tiempo. Salió al balcón. Aulló. Volvió a entrar. Apoyó el hocico sobre sus patas. Cuando oyó la puerta, se levantó rápidamente. Comenzó a ladrar, porque no distinguía el olor de sus dueños. Murió allí mismo. Se acabó la rabia.
Muerto el perro, se acabó la rabia, dicen los cuentos, sí, reza la escena más inolvidable de "Matar A Un Ruiseñor". El perro loco, al que el padre descerraja dos tiros en presencia de sus hijos. Dejarlo vivo era una locura. Había que matarlo, dicen los cuentos.
Pero ese perro que murió en Madrid no es un mártir, no es un héroe, ni el fruto de un sacrificio, ni el destinatario de una eutanasia. No lo han matado para curarnos en salud. Es la víctima que se escogió para salvar el día. 
La muerte de ese perro no es sólo la muerte de un perro. Es la prueba de que nuestras vidas no valen un céntimo si se trata de arreglar una situación completamente ajena. No es una muerte para el bien común, es un asesinato por encubrir el mal ajeno. Es la auténtica faz de la injusticia, el dedo arbitrario que mañana te señalará a ti y no respetará nada, el saldo que resta cuando un país se convierte en la vergüenza del mundo por un biombo y una cinta adhesiva. 
Por un misionero al que se trajo porque Dios así lo manda, por unos recortes sanitarios que se hicieron porque unos robaron, roban y robarán.
¿Será que sobrevaloramos la vida porque tenemos la impresión de que, en este mundo que recorremos, no vale un céntimo?
¿Será que yo esperaba que el hijo de puta del Presidente y los hijos de puta que lo asesoran hicieran todo lo posible por salvar una vida y no el día? 
Oh, sí, esperé al héroe como aquel perro esperaba a sus dueños cuando se abrió la puerta. Soy tan perro, soy tan bobo.


Esta mañana, caminé delante de una clínica veterinaria. Desde la calle se puede ver perfectamente la sala de espera, con los dueños y sus mascotas, sentados. 
Un chucho apoyaba su cabecita aburrido, quizá como el perro muerto del Ébola. Al verme pasar, arqueó la ceja y me siguió con la mirada.
Quien busque a Dios, quien quiera descifrar lo que es la vida, que aprecie esa mirada, que la entienda. Que sepa que existir significa que otro ser te perciba, te descubra, te reconozca, sea consciente de ti. Y, además, que quiera estar cerca de ti, libre de daño y perjuicio, para vivir hasta que llegue la oscuridad.
Es esa vida la que protejo, por la que yo quiero luchar, por la que removería cielo y tierra antes de que las evidencias me obligaran a terminarla. 
Es la vida de esa mirada la que me hace fuerte, la que me tiene en contacto con la humanidad, con las palabras, con todo lo que es válido y hermoso en el mundo. Es esa la vida que sobrevaloro, porque soy así de bobo. 
Porque sigo contemplando esa puerta con la más grande de las esperanzas.

viernes, 27 de julio de 2012

"Excalibur"


Se la reconoce, sin temor a equivocación, como esa intoxicante película que narra la leyenda artúrica con la música del Carmina Burana
En 1981, irrumpía una poderosa cabalgada fílmica llamada "Excalibur", firmada por John Boorman.
Ante el resultado, el crítico Leonard Maltin la calificaría como "excéntrica e hipnotizante; la pieza de un director todopoderoso".
Cual protagonista de tan inmortal historia, la labor de Boorman fue crear una obra singular, bajo su estricta mirada y con la determinación del proyecto supremo. 
Una tierra, un solo rey, ambicionaba el rey Arturo. Una película, un solo creador, demandó John Boorman.


Deudora del revisionista cine europeo de décadas precedentes, "Excalibur" también es la misma locura de títulos como "Capricho Imperial", de Von Sternberg, o "Iván El Terrible", de Eisenstein. 
Con ellas, comparte lo exaltado en tonos, interpretaciones y estéticas, como si contar la Historia, el mito y la leyenda equivaliera a una declaración operística, bordeando lo desafinado en más de una ocasión. 

Nigel Terry es Arturo

Como gran parte de la obra del ecléctico - y un tanto turuleta - John Boorman, "Excalibur" suscitó en su día opiniones encontradas.
Pero todos acordaron que la operación plástica era sencillamente genial; una confluencia de estilos artísticos, donde el decorado, las luces y los sonidos llegaban a expresar más sobre el drama que las acciones y los diálogos de los personajes.

Helen Mirren, espectacular bruja Morgana

"Excalibur" es una obra compleja. No es sólo ese aclamado ejercicio de esteticismo, sino también la más certera adaptación del mito artúrico y una mirada monumental a la Edad Media.

Nicol Williamson como Merlín

La historia del oscuro rey Arturo es la historia de la transformación desde el paganismo hasta la civilización occidental, simbolizada en el paraíso de Camelot, esa utopía de la paz y la unión de los hombres bajo un monarca justo.

La suntuosa boda de Arturo y Guenevere

La Edad Media, que no fue tanto oscura como esplendorosa y decisiva, se cuenta con la potencia de su brutalidad, la dignidad de sus luchas en los bosques y la larga agonía de sus noches de hambre y enfermedad. 

La culpa de Lancelot

El Tiempo, simbolizado por el rey Merlín, es atrapado por el Mal, metaforizado en la viciosa bruja Morgana. 
Será la tristeza quien haga presa de Arturo, víctima de los pecados de los hombres y de los suyos propios.
La búsqueda del Santo Grial arruinará su empresa para siempre, pero la renovación de la fe hará posible una última batalla para establecer su legado histórico y moral.

"No puedo perder la fe, Lancelot. Es todo lo que me queda"

La lucha entre el Bien y el Mal es el leit motiv de "Excalibur", donde las pasiones y los sentimientos se confunden y donde la virtud vive un día para caer presa de la disipación con la llegada de la noche. 
El amor se viste de adulterio, mientras las espadas guerreras son las únicas que pueden traer la paz.

La Dama del Lago

La Edad Media fue el laboratorio del ser humano, tal y como lo conocemos. "Excalibur" lo metaforiza a la perfección.

Gabriel Byrne como Uther Pendragón

"Excalibur" es una película brillante de principio a fin, con esas armaduras de plata, con esa sangre resplandeciente, con esos velos que ocultan caras demudadas y camas fagocitantes.
Un título pionero, del que muchas obras posteriores han bebido generosamente, desde el "Drácula" coppoliano hasta el "Romeo y Julieta" luhrmanniano.

La rivalidad entre Helen Mirren y Nicol Williamson no se limitó a sus personajes

Como fruto de su época, "Excalibur" se alínea en la épica grandiosa - algunos dirán grandilocuente -, que se puso muy de moda en los primeros años ochenta. 
No olvidemos que 1981 vio también el estreno de temas pop como "Total Eclipse Of The Heart" o "Only Time Will Tell", cuyos acordes progresivos y orquestales y sus letras exageradas y muy sentimentales todavía ponen en guardia.
"Excalibur" es exceso ochentero, pero de muy altos vuelos.

Helen Mirren y Liam Neeson

Desde 1981 hasta ahora, "Excalibur" se ha mantenido como un curioso ejemplo de obra personalísima y, a la vez, terriblemente popular; un título amado por muchos, que no dudan en cazarlo en cualquier reposición. 

Patrick Stewart y Cherie Lunghi como Leodegrance y Guenevere

Porque es imposible ver una imagen suya y no querer contemplar la siguiente. Distinción de clásico, quizá.