Mostrando entradas con la etiqueta Guión. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Guión. Mostrar todas las entradas

martes, 27 de enero de 2015

Yo y El Guionista


Por lógica cartesiana, ahora tendría que estar escribiendo la prometida novela, esa que arrase con los corazones del mundo, pero, por ilógica montezca, me he refugiado en mi otra pasión: historiar mi existencia y la de los demás. 
Otro día más, entre recuerdos y archiveros encontrados en armarios, he hallado un tesoro de tesoros: números antiguos de la revista Fotogramas. De mediados de los noventa, nada menos.
Todavía con una presencia estimable en kioscos, la revista Fotogramas es la más antigua de las publicaciones periódicas sobre el audiovisual en España y su primer número conoció una fecha tan remota y significativa como 1946. 
Sin embargo, su éxito se aceleró hacia finales de los ochenta cuando empezó a revelarse como un trasunto de la internacional Premiere, ese magazine que combinaba la comercialidad de los últimos estrenos con retrospectivas cinéfilas y mucha erudición.


Revisando esos noventeros Fotogramas, comprendo el amor que le tenía a esa revista que me inició al cine. Indicaba donde estaba el buen camino y todo aquello que dije el otro día sobre la creación del buen gusto. 
Fotogramas era una buena brújula. Imperfecta, sí, vendida al bombo de algún que otro éxito cantamañesco, también, pero la mezcla heredada de Premiere era perfecta. Fotogramas era entonces una revista ideal de cine.
Lo mejor eran las generosas columnas de Mr. Belvedere y El Sobrino, enigmáticos críticos que respondían bajo seudónimo a la correspondencia de los lectores. Tenían mucho sentido del humor y se complementaban de manera deliciosa. 
Era una gozada leerlos y ha sido el doble de placentero volver a esas líneas, algunas grabadas en la memoria por aquello de la iniciación.
Al parecer eran Jaume Figueras y Daniel Monzón quienes se ocultaban bajo los seudónimos. Figueras sustituía al original Mister Belvedere: José Luis Guarner, fallecido y muy llorado por los tiempos en que empecé a comprar Fotogramas.
Más que esas columnas, lo que yo devoraba con un ansia canina eran las minicríticas de Jaume Genover sobre las películas que emitía Televisión Española. Eran mi credo. Ahora las leo y no me gustan demasiado, además de que comparto poco más de la mitad de sus opiniones, pero, sin duda, El Tercer Secreto no sería nada sin esa escuela oficiosa de comentario preciso.
De manera lamentable, las columnas de Belvedere y El Sobrino fueron reduciendo su presencia en la revista, mientras las críticas de Genover desaparecieron por completo.
Fotogramas primaba su lado de escaparate, de grandes titulares, mermando poco a poco sus rincones especiales. 
Creo que la seguí comprando hasta 2006, pero dejé de leerla muchísimos años antes. No sé cómo andará ahora, aunque cualquier publicación escrita cuenta con la desventaja de los nuevos tiempos, rápidos e inmisericordes. 
Antes era la Biblia, ahora lo sabemos todo antes que ellos.


Podría hablar de aquellos tiempos prepúberes de 1994, del arrobo cuando veía una foto mínimamente erótica o de que no conocía a nadie más que comprase esa revista. 
Pero hoy prefiero hacer Historia. Han pasado veinte años para Hollywood, para España y para mí.
La revista es un panorama de muchas cosas que dejamos atrás. El laser-disc, los anuncios de tabaco, llamar buena actriz a Winona Ryder. 
En pequeñas notas, hablan de "la red Internet". Y, de manera pionera, anuncian su primera página web en un número de 1996.
Todas esas revistas me han dado una buena imagen de los noventa, una década que, a pesar de todos los testimonios documentales, está menos estudiada y entendida que la Edad Media. 
En realidad, se la recuerda recapitulativa y descafeinada. Sin duda, lo era. También fue una ideal cerradura para el siglo XX, porque se acrecentó la obsesión magna de la centuria. Es decir, la incensante búsqueda de la celebridad.
Con el asomo de Internet, la proliferación de CD-Roms y la puesta a flote de una constelada comunidad de cinéfilos, se vislumbra que, ante todo, fue una época decisiva para la historia de la comunicación. 
Pero no para el cine.
Recordamos grandes películas de los noventa, pero un vistazo a esos Fotogramas resulta estremecedor, en el sentido de la cantidad ingente de títulos que se estrenaron con mucha expectación y, triunfaran o fracasaran, se han borrado de la memoria por completo. 


Yo, que soy una Espasa andante, me he sobresaltado en más de una ocasión: "Coño, ¿y esta película? ¿Por qué nunca más se habló de ella ni se pasó por la tele ni se reivindicó?".
Si nos retrotraemos a esos años, pareciera una broma pesada que "Dos Tontos Muy Tontos" quedara más en el imaginario colectivo que "Quiz Show", aunque también resulta hoy de justicia divina que aquella pequeña "Antes del Amanecer" sea un clásico y nadie se acuerde de la hiperpromocionada "Un Paseo Por Las Nubes". 
Y cualquiera sonríe con deliciosa maldad ante el hecho de que "Showgirls" levante pasiones y "Pena de Muerte" resulte una cosa muy, muy lejana.


En el caso del cine español, mi estremecimiento es doble y hasta triple. Esos mediados de los noventa se rememoran como una breve era de esplendor. 
El boom, como todos los booms, es bastante supuesto, efímero y muy relativo. Y se dilucida al contemplar que la práctica totalidad de las películas estrenadas en esos años están olvidadas. 
El alud de producción del cine español de esos años puede echarse de menos hoy con toda justicia, pero, a ojos sabios, era disparatado y desproporcionado.
En una de sus columnas, la revista Fotogramas publica la lista de unos guiones subvencionados por el ICAA. Ninguno de esa lista llegó a producirse jamás.
Así mismo, el magazine informa de rodajes de muchos títulos que no vieron ni la luz de un estreno.
Otras películas, protagonizadas por actores y actrices que saltaban de rodaje a rodaje  - María Barranco llegó a intervenir en siete películas en un año - tenían unos resultados de taquilla inexistentes y, aún así, el ritmo de producción continuaba.
La revista celebraba los éxitos - "El Día de la Bestia" o los Almodóvar, por ejemplo - y perdonaba los fracasos, pero, a propósito de éstos, también sus columnistas se atrevían a incidir levemente en la clamorosa ausencia de un mínimo estudio de mercado.
La insensata metralleta de producción, que devenía de la pervertida cultura de la subvención, encuentra su espejo en las fotos de los saraos de las celebrities patrias que, por entonces, sencillamente, no paraban. Galas, presentaciones, estrenos, fiestas, aniversarios. 
He ahí una buena imagen de la cultura del pelotazo, disfrazada de renacer del cine español.


Por entonces, era un paraíso dorado de desarrollo económico, orgullo cultureta e infinitas posibilidades y resulta entrañable que la revista denuncie las primeras intentonas políticas de barrer los privilegios. 
En cuestión de veinte años, ese sistema de producción ha desaparecido. Se ha llevado lo malo y lo perverso, pero también la posibilidad de lo bueno. A pesar de que ese boom fuera tan relativo, es innegable que proporcionó más de una joya para el recuerdo.   
Estos Fotogramas que he revisado, entre la nostalgia y la intriga, informaban del anuncio de un rodaje decisivo para todos - "Tesis", de Alejandro Amenábar - y una edificación importante para otros tantos, incluido servidor: el regreso de la Escuela de Cine.
Con respecto a "Tesis", diremos que no sólo inició la carrera de Amenábar, sino que puso de moda otra carrera. Parte de la película está rodada en la Facultad de Comunicación Audiovisual de la Comunidad de Madrid. 
Tras la notoriedad que adquirió "Tesis", Comunicación Audiovisual se convirtió en una de las carreras más demandadas y codiciadas por toda una generación, que veían en ella el sueño del siglo XX. Celebridad, siempre celebridad.
Años después, Comunicación Audiovisual adquiría la reputación de ser la carrera perfecta para dar un billete directo a la cola del paro hasta al más entusiasta de sus alumnos.


La Escuela de Cine de Madrid (ECAM), por el contrario, era la Tierra Prometida. Era más difícil de entrar en ella, más cara y más nutrida de profesionales. Era más posible que nos colocase allí donde todos queríamos estar.
En el momento de su fundación, se llenó de caras conocidas como profesores, aunque los que anduvieron por sus pasillos con mayor permanencia eran los mismos señores que hablaban por entonces en las tertulias de "Qué Grande Es El Cine". 
Su director - también comentarista para los debates de Garci - era Fernando Méndez-Leite, por entonces de buen año con su fina adaptación de "La Regenta" para televisión, protagonizada por la actriz española de moda: Aitana Sánchez-Gijón.


Cuando yo veía a Aitana en el Festival de San Sebastián, tendría unos catorce años y soñaba con andar por ese sitio lleno de cine y de promesas de celebridad, dulce celebridad. 
La Sánchez-Gijón decía en Fotogramas que su película favorita era "¿Qué Fue de Baby Jane?" y yo, que la había comprado por 1.495 pesetas y la había visto casi el mismo número de veces, no podía estar más de acuerdo.  
Pasaron los años. Ni Aitana ni Winona estuvieron a la altura de las grandes esperanzas. Muchas cosas se desvanecieron, otras permanecen. Volver a ver esas revistas es saber del misterio que tiene la vida, en general y el negocio del espectáculo, en particular. 
Pasaron los años, pasaron diez años.
Cuando terminaba la carrera de Historia, allá por 2003, me descargué un programa que prometía el Trivial Pursuit. 
Se llamaba TrivialNet y, a la vez, tenía un chat para hablar con los otros jugadores. 
Yo entré en el Canal Cine, por supuesto. Estuve a punto de borrar el programa, porque no me gustó la idea del chat. Al final, no lo hice.
TrivialNet me cambió la vida.
Conocí a mucha gente, algunos que aún considero amigos y más de una que todavía lee estas líneas, todos los que supieron de Josito21 antes que fuera Josito Montez. En ese chat, hubo peleas, reconciliaciones, amistades, enemistades y más de un lío amoroso. Era un manicomio divertídisimo.
Para lo que hoy me ocupa, diré que también entraban un par de tipos que habían estudiado en la ECAM, esa de la que informaban mis viejos Fotogramas en artículos que nunca leí. Yo no tenía mucha idea de esa escuela. Ni mucho menos de que, en cuestión de un año, estaría delante de Fernando Méndez-Leite.
Mis intenciones pasaban por estudiar Periodismo después de Historia, pero la ECAM era irme de Canarias, era la aventura, era el cine, era el sueño de Aitana Sánchez-Gijón en Donostia. Y, oh, guionista, estudiar Guión. Sólo 12 plazas, pero la posibilidad de escribir películas. 
El sueño era puro atolondre juvenil y la ejecución, más todavía, pero lo dicho: en cuestión de un año, llegué a la ECAM, hice las pruebas y cuando, en la entrevista de acceso, le dije a Méndez-Leite que no soportaba a Julio Medem, el señor puso una mirada como quien me coloca una metafórica alfombra roja para que entrase en sus dominios.
- ¿Escribes? ¿Existe el hábito de escribir? - me había preguntado otro de los entrevistadores.
- Sí - mentí. 
Mi único hábito verdadero por entonces era ver películas viejas y grabarlas, aunque no dudo de que siempre fui hábil con la escritura. Quiero creer que por eso entré en la ECAM.


Cuando yo estudié en esa loca, bendita Escuela, se cumplían diez años de su inauguración y, en muchos aspectos, se intuía la lenta caída hacia el desastre. 
El cine español estaba muy mermado y se hipotecaba a sus directores estrella, mientras había otros que seguían produciendo películas sin tener el más mínimo éxito, ni comercial ni crítico, pero a través del favor de las subvenciones.
Se nos prometió que la especialidad de Guión formaba bien y solía colocar a muchos ex alumnos en series de televisión, lugar donde había más trabajo y continuidad. El cine era más complicado, porque los directores solían escribir sus propias películas y/o ser completamente inaguantables para ingerencias. 
De todos modos, era difícil.
- Encontrar el primer trabajo costará. Conseguir el segundo, casi imposible.
Algunos de nuestros profesores pertenecían a las primeras promociones de la Escuela. Eran guionistas televisivos, intachables profesionales, pero con ese tono de grisura, impersonalidad y conformidad que rodea al desgremiado gremio. Se quejan mucho, no soportan críticas y así se hace lo que se hace, aunque no dudo de que me enseñaron buenas lecciones.
En cualquier caso, el futuro no era lo que decían, ni según agoreros ni según optimistas. 
En la ECAM, pasé los mejores y más divertidos años de mi época estudiantil, pero ni había trabajo para todos ni la formación era demasiado adecuada para lo siguiente. En ese sentido, era pura Universidad. 
Si me atengo a un nivel estrictamente creativo, adoro la ECAM, porque me espoleó a escribir todos los días y a buscar una personalidad artística. Si hablo de asuntos económico-laborales, jojó. 
Cuando estuve en la ECAM, ya no era la infranqueable Ciudad Esmeralda de antaño, esa a la que se presentaba media juventud para emular a Aménabar. Otras escuelas habían surgido, más baratas, que le hacía la competencia.
Pero aún tenía vida, esa que no encontré el día que volví a ella, muchos años después, cuando lo de ser guionista era sólo una respuesta socorrida cuando me preguntaban por mi profesión.
Con la crisis, no sólo se agravó la situación del cine español y se cerraron las puertas a los profesionales alevines, sino que la Escuela no volvía a ser la misma. Sólo una sombra sostenida. Ya no estaban los emblemáticos. Ni Méndez-Leite, ni Marisol Carnicero, ni Patricia Viada, ni Manolo Matji ni, ay, qué pena, Juan Miguel Lamet.
También había desaparecido la ECAM de mis amistades. Salvo honrosas excepciones, muchos compañeros demostraron ser muy poco compañerosos y muchos amigos, muy poco amigosos. En cualquier caso, no ha existido una mayor concentración de locos de atar que los que conocí en esa Escuela. No, el Trivialnet la supera.
Oh, tortuosa nostalgia. Al menos, se cumplió un sueño: encontrarme con gente que sabía de la revista Fotogramas.
- ¿Y a qué te dedicas? - así  me preguntaban los chicos que conocía en Chueca, mientras yo me entregaba al desenfreno, me olvidaba de mi inactividad, aplazaba mis mentirosos proyectos.
- Solía ser guionista. 
El pasado de la frase sonaba a un tiempo cada vez más vetusto. Pasaban los años y dolía más decirlo. Pasan los años y duele. Porque no es cierto, porque habla de cosas transcurridas, aún no cambiada por otras.


Sólo he trabajado en una ocasión como guionista. 
Sucedió el último año en la Escuela, cuando necesitaron un guionista alevín y poco exigente para reescribir desde Madrid una serie horrenda que esperaban emitir en la Televisión Canaria y cumplir con unas subvenciones otorgadas antes de las elecciones. 
Fue también mi primer trabajo, donde me explotaron a conciencia y lo abandoné casi al final, indignado con el trato del jefe hacia mí. Quizá ahora no lo hubiese dejado así, pero era bastante niño por entonces. No sé, todavía no tengo una opinión clara sobre si hice mal o bien. 
Tengo un problema serio con el respeto a la autoridad, especialmente si esa autoridad es muy tonta. Sí, la llevo clara y/o así resumo las escasas ganas que he tenido de trabajar en esta vida mía.
Después de esa primera experiencia, se me prometían más cosas, pero llegó la crisis del sector, previa al colapso general. Se dejaron de producir tantas series y yo no supe muy bien qué hacer. Supongo que me quedé rascado con la serie canaria y, de portarme tan bien y estudiar tanto durante años, me entregué a las noches de desvelo y al folleteo. 
Si escribiese unas líneas de guión sobre aquellos años serían:

1. INT. DÍA. CASA DE JOSITO. SALÓN

JOSITO ve series. JOSITO se va de fiesta.

Oh, cuánto tiempo sin escribir un Interior Día y una columna de acción. A lo largo del camino, no sólo restó la sensación de no conseguirlo, sino la verdad de no quererlo. 
Siempre dije que trabajar en una serie nacional no me llevaría a "Mad Men", sino a otra serie nacional y así sucesivamente. Quizá nunca quise ser guionista. Y, en realidad, no quiero, porque no me gusta la profesión. 
Recuerdo una señorita que quiso hacerme daño de un modo muy pueril espetándome: "Ibas para guionista y te quedarás en bloguero". Casi me despatarro de la risa. Le puedo asegurar que ser bloguero es muchísimo más gratificante y creativo que dedicarse al guionismo, cuya única - aunque decisiva - ventaja es la económica cobranza.


Jamás renegaré de los años en que he escrito posts y no diálogos, porque he aprendido a escribir y me he ganado un público, dos asuntos que jamás se consiguen detrás de un libreto, a no ser que te llames Charlie Kaufman. 
Ser guionista siempre ha sido una cosa muy complicada y ahora es una utopía. 
A propósito, en la Escuela de Cine, tuve la suerte de recibir una charla de un invitado de excepción: Rafael Azcona.
El gran guionista del cine español, pluma detrás de clásicas comedias negras como "El Pisito" o "El Verdugo", nos contó muchas cosas con su legendario sentido del humor. Y dijo algo que suscitó muchas risas.
- El guionista es un escritor frustrado. Nadie quiere ser guionista. ¿Se imaginan? Una madre le pregunta a su hijo: "¿Qué quieres ser de mayor?" Y el niño contesta: "¡Guionista!".


Azcona hablaba, en todo caso, de otra generación. Nuestra época siempre ha querido ser más guionista que prosista, porque piensa en imágenes y tiene una cultura íntegramente audiovisual. Crecimos en la era de la celebridad, la dulce celebridad, que no es más que imágenes disparadas con convicción. 
Y yo, ¿qué quiero ser de mayor? La prosa siempre me ha parecido más liberadora y con más infinitas posibilidades que esa constreñida y técnica redacción de los guiones, donde impera lo que no se puede hacer. 
Creo también que la dicha prosa se me da infinitamente mejor y es más posible progresar a diario. 
- ¿Escribes? ¿Existe ese hábito de escribir?
- Sí - digo y ya no miento.
Creo que no contestaré nunca más que soy guionista ni que solía serlo. 
Nunca lo fui, quizá porque no pude, porque me equivoqué, porque me dejé dormir en los laureles, porque tomé malas decisiones o porque todo lo que requiera un esfuerzo me implica el temblor de la inseguridad y el bostezo de la procrastinación. 
Sí, tal vez digo que no quiero ser guionista porque tengo que disculpar mi pereza, relativizar la mala suerte, conciliar el sueño.
Dormiré esta noche pensando en la respuesta de qué quiero ser mayor. Dormiré con la ilusión de que me espera algo mejor, algo más grande y de que tengo el talento para alcanzarlo
Dormiré, entre viejos ejemplares de Fotogramas, pensando que dos décadas no han pasado en vano, que no es demasiado tarde, que puedo empezar otra vez, como si tuviera catorce años, como si tuviera veintiuno, como si fuera capaz de llegar hasta los cien.
Dormiré esta noche con la lógica cartesiana de las primeras palabras de una novela, esas que vendrán mañana o no llegarán nunca. 
Dormiré con la verdad de que todo me hizo más fuerte, mejor, de que no me arrepiento, de que el esplendor estuvo en el propio viaje.
Y, si no despierto mañana, me iré con la alegría de que hoy puse por escrito que, más que nada, deseaba conocer el siguiente episodio de esta vida mía.


lunes, 1 de septiembre de 2014

Disentir Un Poquito


Muchos años antes de que usted me enviase una carta, yo lo vi por primera vez una noche de verano, en televisión.
El programa "Qué Grande Es El Cine" emitía la versión Metro de "El Retrato de Dorian Gray" y ahí estaba usted, el inconfundible tertuliano, al lado de José Luis Garci.
- Yo tengo un vago recuerdo de esta película. La voy a volver a ver ahora. Recuerdo que era una película muy elegante en la que Donna Reed estaba hermosísima.
Dígase lo de "hermosísima" con acento gaditano y bajo un tono de voz que definiría como "atiplado", aunque lo dejaré en "indescriptible". Quien lo haya oído hablar, concordará.
A la vuelta de la película, todos los tertulianos hicieron lo propio: cantar maravillas de lo que habían visto y, usted, entre carraspeos y dedos expresivos, dijo:
- Si me permites, José Luis, voy a disentir un poquito...


Si me permite, Juan Miguel Lamet, diré hoy que usted era el único tertuliano de interés en ese programa. 
No me voy a poner demasiado cínico con "Qué Grande Es El Cine", porque, pese al tono, digamos, naftalínico del debate, divulgó y divulgó mucho. Era de lo que se trataba: que la gente viera el cine de siempre y mi generación lo descubriera. 
Pero, mientras los otros tertulianos se dejaban las babas y los humos tabaquiles en llenar los celebrados films con adjetivos del pelaje de "soberbio" o "portentoso", usted analizaba la película, la desmenuzaba, la comprendía, la sentía, la atacaba. 
Como los mejores críticos, era particularmente brillante cuando la película no le gustaba. Como el último romántico, comprendía el cine como una cuestión sentimental y, por tanto, como un arte con exigencias.


Incluso aunque fuera una de las estrellazas secretas de la televisión de finales de los noventa - sus gestos, su tono de voz, su habilidad para llevar la contraria, su natural cascarrabismo, su "déjame acabar la fraze, jozeliú" -, nadie le dijo nunca que ha sido lo más parecido a Pauline Kael que ha tenido la opinión cinematográfica de este país. 
Lo digo por ese equilibrio entre opinión personalísima, clasicismo, análisis exhaustivo y profundo conocimiento de lo que estaba hablando. La diferencia es que Kael brillaba en la escritura, mientras usted ganaba en la elocuencia, porque era todo atmósfera y suspense. Esos dos ingredientes que tenían sus películas más adoradas.
Todo eso sucedió mucho antes de que usted me enviase una carta que nunca contesté. 
Por entonces, yo tenía catorce años y tampoco sabía lo que no recuerda casi nadie en España. 
Que usted tuvo una importancia crucial en el Nuevo Cine Español, a la altura del más cacareado Elías Querejeta, y que sus labores de producción ejecutiva iluminaron películas tan arriesgadas como "La Tía Tula", "Nueve Cartas a Berta" o "Del Rosa Al Amarillo". 
También se olvida que fue uno de los últimos que intentó salvar al cine español del naufragio, cuando fue Director General de Cine en los primeros noventa, suplicando que el buen guión fuera la llave de la subvención.
Ese barco, como tantos otros de ese país, se hundía sin remedio y no quedó otro remedio que saltar.


Ocho años después de "El Retrato de Dorian Gray", llegué a la Escuela de Cine de Madrid para hacer las pruebas de acceso. ¿Especialidad? Guión. 
Ahí, entre tanta gente, sintiéndome tan minúsculo, diciéndome a mí mismo qué pintaba yo en ese fregado, entre las cabezas de los otros aspirantes, apareció la figura inconfundible de usted, Juan Miguel Lamet.
- Uh, qué pequeño es en persona - pensé y recordé cómo se sujetaba con los deditos a la mesa del programa del Garci.
Sentí miedo. Lo sentí cuando aprobé y cuando entré por primera vez a su clase. Cuando el señor de la tele se convirtió en mi profesor. 
Usted nunca ha querido ser un profesor de Guión al contemporáneo uso, usted quería meterse en la mente de los alumnos, hacerlos partícipes de sus secretos, de sus glorias, de sus opiniones, cambiarles, enamorarlos. Usted era el maestro, el sensei, que, a sus setenta y tantos, todavía tenía marcha para dar clase a donceles cinco décadas menores. 
Sordo como una tapia, clásico de opinión y apariencia - esa raya a un lado, esos trajes de corbata, ese perfume de los ayeres y ahí terminaba la metrosexualidad - y, aún así, conectaba y conectábamos.
Supongo que su habilidad era vender el corazón en su forma más genuina, con sus sentidas lecturas, con sus historias fabulosas de matrimonios de escritores, de enamorados que se reencontraban, de monjas encerradas en torres y de actrices que escribían "Ti amo" a directores de cine. 
Contaba páginas de su vida, entre la realidad y la ficción, entre Cádiz y Joan Bennett, y leía pasajes de diarios en los que lloraba a la esposa fallecida y pregonaba por su inaplacable necesidad de amar otra vez.
Ponía películas de siempre y, aunque yo ya las hubiera visto antes, usted las contaba como nadie, señalando con el dedito la escena cumbre o lo que fuera de importancia para sus tesis guionístico-literarias. 
Con "Europa 51", media clase acabó llorando a lágrima viva con el final. "¡Es una santa! ¡Es una santa!". Ay, Juan Miguel, era usted un rock star del lacrimal ajeno.


Yo le tenía mucho respeto y vivía en la inseguridad desde que entraba por la puerta hasta que corregía sin emoción mis escritos.
Y a usted le gustaban tanto las mujeres que ignoraba a los chicos de la clase. Al menos, en comparación. Mientras arreciaba en lisonjes sobre mis compañeras desde el primer día, mi nombre tardó medio curso en aprendérselo. A veces pensaba que mi presencia le molestaba.
Tampoco sabía si sentirme aludido cuando aseguraba que dedicarse a estas vainas no es cosa de escritores domingueros, de esos que escriben un par de líneas un día y vuelven raudos al sofá de la complacencia. 
Por entonces, yo era aún menos que escritor dominguero y usted fue el primero del que oí la verdad:
- Hay que escribir todos los días.
También aseguraba que había que escribir de lo que uno conoce. Eso es más discutible, aunque no hay duda que, cuando el autor pone el corazón y la experiencia personal, el tren va derecho, en la marcha de las emociones.
Escribí todos los días, escribí de lo que sabía. Usted lo notó, lo dijo en clase, se confesó sorprendido de mi progreso durante el curso. Al final, intuí que hasta le despertaba simpatía e interés.
Solía rifar libros de su biblioteca entre los alumnos y a mí me tocó uno de los últimos, llamado "Un Elenco de Asesinos". Cuando vio que gané, dijo:
- Ay, qué curioso, qué bien.
Cuando leí el libro, comprendí. Era la reconstrucción del caso de William Desmond Taylor, el productor de Hollywood de los años veinte, donde se sugería que la causa de su misterioso asesinato tenía que ver con su oculta homosexualidad.
- Ay, qué curioso, qué bien.



Usted amaba las coincidencias de la vida y sus ironías. Era un declarado fantasioso y adoraba involucrar a las hermosísimas mujeres de su deseo en extrañas historias con correspondencias de por medio, cuentos para no dormir, novelas disclosure y hasta ahí puedo leer.
De personaje, usted lo tenía todo e imitarlo era fácil.
Si nos ponemos sinceros, no era el profesor de guión que se requiere para trabajar hoy en día. Usted lo sabía. Daba clases de guión, sí, aunque, ante todo, era un gurú del buen gusto y un animador de la verdadera autoría. 
Y tanto el buen gusto como la autoría no son cosa que esté muy de moda, si es que lo estuvieron alguna vez.
Personalmente, yo no lo cambiaría por otro más competente con los tiempos. Quizá porque seré tan clásico como usted, tal vez porque me veo tal cual nos veía: como escritores y no como guionistas a salario de series televisivas.
Cuando dijo las últimas palabras del curso, la relación creada a la altura era tan fuerte que muchas compañeras se echaron a llorar y todos nos quedamos callados cuando dio por terminada la clase. Tras el silencio, el aplauso. Fue como soltarse de un cordón y caer al vacío. Fue como el final de una de sus historias favoritas. Tanta tristeza, tanta hermosura.
Después, escribió sus cartas. A todos y cada uno, con la opinión que tenía del curso que habíamos hecho. ¿Éramos o no dignos de continuar en la senda de la profesión, según el venerable Lamet?, nos preguntábamos mientras dejabámos el ojo en el correo.
En la mía, usted escribió que valoraba el esfuerzo de sinceridad que había hecho durante el año, que me concedía una de las notas más altas, que siguiera trabajando, que nunca me dejara seducir por los cantos de sirena, "esos que te dirán que eres un genio y que todo vale". 
"Como tienes sensibilidad y talento, sabrás apreciar la diferencia", aseguró.
En la carta me dijo que no tendría problemas en abrirme paso en la profesión de guionista y añadió que mi mundo interior no era sólo mirar por una ventana, sino descender por tantas escaleras, balaustradas y barbacanas de lo que sabemos de nosotros mismos y de los que no queda por conocer.
Nos envió las cartas para ser contestadas. Casi ninguno de mis compañeros respondió. Yo no lo hice. Lo intenté, sí.
Lo dejé para más tarde. 


Ayer me enteré de su fallecimiento, señor Lamet. Usted, que era fan del todo corazón, se lleva la ironía de que el suyo le fallaba. Hace dos semanas, fulminante y para siempre.
Adorará esta escalofriante coincidencia: pensaba en usted por los días circundantes a su muerte. 
¿Me sentía acaso visitado por su fantasma, cual padre de Hamlet y yo, príncipe danés, asediado por la oscuridad y la indecisión?
- Dime algo, Juan Miguel.
- Mñé - profiriría como acostumbraba, gesto torcido y dedo apuntado al teclado del ordenador para que hiciera lo que tengo que hacer.
Oh, me quedará para siempre una carta pendiente que contestar, sí, aunque la esté escribiendo ahora mismo. 
Aunque lamente decirle que el tema guionistísico está en unos boxes perpetuos, espero que aprecie que escribo todos los días, que miro por todas las ventanas y que lo recuerdo como un maestro magnífico e inolvidable, de esos que despiertan la sensibilidad, animan a trascender y remueven esa fe que los artistas jamás debemos perder.
Lo suyo - vuelvo a lo shakespeariano - era un trabajo de amor, aunque nunca se ha perdido. Marcaba con el dedo, enseñaba el camino, disentía un poquito.


Allá donde esté, Lamet, gracias por todo.