Muchos años antes de que usted me enviase una carta, yo lo vi por primera vez una noche de verano, en televisión.
El programa "Qué Grande Es El Cine" emitía la versión Metro de "El Retrato de Dorian Gray" y ahí estaba usted, el inconfundible tertuliano, al lado de José Luis Garci.
- Yo tengo un vago recuerdo de esta película. La voy a volver a ver ahora. Recuerdo que era una película muy elegante en la que Donna Reed estaba hermosísima.
Dígase lo de "hermosísima" con acento gaditano y bajo un tono de voz que definiría como "atiplado", aunque lo dejaré en "indescriptible". Quien lo haya oído hablar, concordará.
A la vuelta de la película, todos los tertulianos hicieron lo propio: cantar maravillas de lo que habían visto y, usted, entre carraspeos y dedos expresivos, dijo:
- Si me permites, José Luis, voy a disentir un poquito...
Si me permite, Juan Miguel Lamet, diré hoy que usted era el único tertuliano de interés en ese programa.
No me voy a poner demasiado cínico con "Qué Grande Es El Cine", porque, pese al tono, digamos, naftalínico del debate, divulgó y divulgó mucho. Era de lo que se trataba: que la gente viera el cine de siempre y mi generación lo descubriera.
Pero, mientras los otros tertulianos se dejaban las babas y los humos tabaquiles en llenar los celebrados films con adjetivos del pelaje de "soberbio" o "portentoso", usted analizaba la película, la desmenuzaba, la comprendía, la sentía, la atacaba.
Como los mejores críticos, era particularmente brillante cuando la película no le gustaba. Como el último romántico, comprendía el cine como una cuestión sentimental y, por tanto, como un arte con exigencias.
Incluso aunque fuera una de las estrellazas secretas de la televisión de finales de los noventa - sus gestos, su tono de voz, su habilidad para llevar la contraria, su natural cascarrabismo, su "déjame acabar la fraze, jozeliú" -, nadie le dijo nunca que ha sido lo más parecido a Pauline Kael que ha tenido la opinión cinematográfica de este país.
Lo digo por ese equilibrio entre opinión personalísima, clasicismo, análisis exhaustivo y profundo conocimiento de lo que estaba hablando. La diferencia es que Kael brillaba en la escritura, mientras usted ganaba en la elocuencia, porque era todo atmósfera y suspense. Esos dos ingredientes que tenían sus películas más adoradas.
Todo eso sucedió mucho antes de que usted me enviase una carta que nunca contesté.
Por entonces, yo tenía catorce años y tampoco sabía lo que no recuerda casi nadie en España.
Que usted tuvo una importancia crucial en el Nuevo Cine Español, a la altura del más cacareado Elías Querejeta, y que sus labores de producción ejecutiva iluminaron películas tan arriesgadas como "La Tía Tula", "Nueve Cartas a Berta" o "Del Rosa Al Amarillo".
También se olvida que fue uno de los últimos que intentó salvar al cine español del naufragio, cuando fue Director General de Cine en los primeros noventa, suplicando que el buen guión fuera la llave de la subvención.
Ese barco, como tantos otros de ese país, se hundía sin remedio y no quedó otro remedio que saltar.
Ocho años después de "El Retrato de Dorian Gray", llegué a la Escuela de Cine de Madrid para hacer las pruebas de acceso. ¿Especialidad? Guión.
Ahí, entre tanta gente, sintiéndome tan minúsculo, diciéndome a mí mismo qué pintaba yo en ese fregado, entre las cabezas de los otros aspirantes, apareció la figura inconfundible de usted, Juan Miguel Lamet.
- Uh, qué pequeño es en persona - pensé y recordé cómo se sujetaba con los deditos a la mesa del programa del Garci.
Sentí miedo. Lo sentí cuando aprobé y cuando entré por primera vez a su clase. Cuando el señor de la tele se convirtió en mi profesor.
Usted nunca ha querido ser un profesor de Guión al contemporáneo uso, usted quería meterse en la mente de los alumnos, hacerlos partícipes de sus secretos, de sus glorias, de sus opiniones, cambiarles, enamorarlos. Usted era el maestro, el sensei, que, a sus setenta y tantos, todavía tenía marcha para dar clase a donceles cinco décadas menores.
Sordo como una tapia, clásico de opinión y apariencia - esa raya a un lado, esos trajes de corbata, ese perfume de los ayeres y ahí terminaba la metrosexualidad - y, aún así, conectaba y conectábamos.
Supongo que su habilidad era vender el corazón en su forma más genuina, con sus sentidas lecturas, con sus historias fabulosas de matrimonios de escritores, de enamorados que se reencontraban, de monjas encerradas en torres y de actrices que escribían "Ti amo" a directores de cine.
Contaba páginas de su vida, entre la realidad y la ficción, entre Cádiz y Joan Bennett, y leía pasajes de diarios en los que lloraba a la esposa fallecida y pregonaba por su inaplacable necesidad de amar otra vez.
Ponía películas de siempre y, aunque yo ya las hubiera visto antes, usted las contaba como nadie, señalando con el dedito la escena cumbre o lo que fuera de importancia para sus tesis guionístico-literarias.
Con "Europa 51", media clase acabó llorando a lágrima viva con el final. "¡Es una santa! ¡Es una santa!". Ay, Juan Miguel, era usted un rock star del lacrimal ajeno.
Yo le tenía mucho respeto y vivía en la inseguridad desde que entraba por la puerta hasta que corregía sin emoción mis escritos.
Y a usted le gustaban tanto las mujeres que ignoraba a los chicos de la clase. Al menos, en comparación. Mientras arreciaba en lisonjes sobre mis compañeras desde el primer día, mi nombre tardó medio curso en aprendérselo. A veces pensaba que mi presencia le molestaba.
Y a usted le gustaban tanto las mujeres que ignoraba a los chicos de la clase. Al menos, en comparación. Mientras arreciaba en lisonjes sobre mis compañeras desde el primer día, mi nombre tardó medio curso en aprendérselo. A veces pensaba que mi presencia le molestaba.
Tampoco sabía si sentirme aludido cuando aseguraba que dedicarse a estas vainas no es cosa de escritores domingueros, de esos que escriben un par de líneas un día y vuelven raudos al sofá de la complacencia.
Por entonces, yo era aún menos que escritor dominguero y usted fue el primero del que oí la verdad:
- Hay que escribir todos los días.
También aseguraba que había que escribir de lo que uno conoce. Eso es más discutible, aunque no hay duda que, cuando el autor pone el corazón y la experiencia personal, el tren va derecho, en la marcha de las emociones.
Escribí todos los días, escribí de lo que sabía. Usted lo notó, lo dijo en clase, se confesó sorprendido de mi progreso durante el curso. Al final, intuí que hasta le despertaba simpatía e interés.
Solía rifar libros de su biblioteca entre los alumnos y a mí me tocó uno de los últimos, llamado "Un Elenco de Asesinos". Cuando vio que gané, dijo:
- Ay, qué curioso, qué bien.
Cuando leí el libro, comprendí. Era la reconstrucción del caso de William Desmond Taylor, el productor de Hollywood de los años veinte, donde se sugería que la causa de su misterioso asesinato tenía que ver con su oculta homosexualidad.
- Ay, qué curioso, qué bien.
Usted amaba las coincidencias de la vida y sus ironías. Era un declarado fantasioso y adoraba involucrar a las hermosísimas mujeres de su deseo en extrañas historias con correspondencias de por medio, cuentos para no dormir, novelas disclosure y hasta ahí puedo leer.
De personaje, usted lo tenía todo e imitarlo era fácil.
Si nos ponemos sinceros, no era el profesor de guión que se requiere para trabajar hoy en día. Usted lo sabía. Daba clases de guión, sí, aunque, ante todo, era un gurú del buen gusto y un animador de la verdadera autoría.
Y tanto el buen gusto como la autoría no son cosa que esté muy de moda, si es que lo estuvieron alguna vez.
Personalmente, yo no lo cambiaría por otro más competente con los tiempos. Quizá porque seré tan clásico como usted, tal vez porque me veo tal cual nos veía: como escritores y no como guionistas a salario de series televisivas.
Personalmente, yo no lo cambiaría por otro más competente con los tiempos. Quizá porque seré tan clásico como usted, tal vez porque me veo tal cual nos veía: como escritores y no como guionistas a salario de series televisivas.
Cuando dijo las últimas palabras del curso, la relación creada a la altura era tan fuerte que muchas compañeras se echaron a llorar y todos nos quedamos callados cuando dio por terminada la clase. Tras el silencio, el aplauso. Fue como soltarse de un cordón y caer al vacío. Fue como el final de una de sus historias favoritas. Tanta tristeza, tanta hermosura.
Después, escribió sus cartas. A todos y cada uno, con la opinión que tenía del curso que habíamos hecho. ¿Éramos o no dignos de continuar en la senda de la profesión, según el venerable Lamet?, nos preguntábamos mientras dejabámos el ojo en el correo.
En la mía, usted escribió que valoraba el esfuerzo de sinceridad que había hecho durante el año, que me concedía una de las notas más altas, que siguiera trabajando, que nunca me dejara seducir por los cantos de sirena, "esos que te dirán que eres un genio y que todo vale".
"Como tienes sensibilidad y talento, sabrás apreciar la diferencia", aseguró.
En la carta me dijo que no tendría problemas en abrirme paso en la profesión de guionista y añadió que mi mundo interior no era sólo mirar por una ventana, sino descender por tantas escaleras, balaustradas y barbacanas de lo que sabemos de nosotros mismos y de los que no queda por conocer.
Nos envió las cartas para ser contestadas. Casi ninguno de mis compañeros respondió. Yo no lo hice. Lo intenté, sí.
Lo dejé para más tarde.
Lo dejé para más tarde.
Ayer me enteré de su fallecimiento, señor Lamet. Usted, que era fan del todo corazón, se lleva la ironía de que el suyo le fallaba. Hace dos semanas, fulminante y para siempre.
Adorará esta escalofriante coincidencia: pensaba en usted por los días circundantes a su muerte.
¿Me sentía acaso visitado por su fantasma, cual padre de Hamlet y yo, príncipe danés, asediado por la oscuridad y la indecisión?
- Dime algo, Juan Miguel.
- Mñé - profiriría como acostumbraba, gesto torcido y dedo apuntado al teclado del ordenador para que hiciera lo que tengo que hacer.
Oh, me quedará para siempre una carta pendiente que contestar, sí, aunque la esté escribiendo ahora mismo.
Aunque lamente decirle que el tema guionistísico está en unos boxes perpetuos, espero que aprecie que escribo todos los días, que miro por todas las ventanas y que lo recuerdo como un maestro magnífico e inolvidable, de esos que despiertan la sensibilidad, animan a trascender y remueven esa fe que los artistas jamás debemos perder.
Lo suyo - vuelvo a lo shakespeariano - era un trabajo de amor, aunque nunca se ha perdido. Marcaba con el dedo, enseñaba el camino, disentía un poquito.
Espléndido homenaje, muchas gracias. Saludos
ResponderEliminarBeatriz
PD: yo acabo de publicar uno en mi blog Cartas-sin-sellos