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jueves, 23 de enero de 2014

La Ducha Divina


Nueve días hace que el termo del agua caliente hizo plof y se rompió.
No me dio explicación ni aviso, aunque llevaba soltando una gota de ruido insufrible desde que volví de vacaciones.
En plena tarde, me dijo: adiós, amigo, ahí te quedas con enero y duchas frías, que te vendrán bien, con tanto polaco y tanto porno.
Tres años hace que sucedió lo mismo, así que cundió la preocupación, explicable si vives en un edificio viejísimo como el mío. Cuando se rompe algo, sólo puedo pensar en obras complicadísimas y dilatadas en el tiempo, durante el cual vagaría entre hoteles y casas de amigos, que me permitiesen usar sus cuartos de baño, sus lavadoras y sus hombros para llorar por el agua que paró de fluir una vez en un sueño.
Además de la muerte del calentador, el agua salía toda llena de óxido, con un tono marrón ideal para morirse del asco. Así que llamadas a casero, fontanero y paciencia, mucha paciencia española. 
Los cazos de agua hervida fueron solución durante los cinco días que estuve sin termo funcional y preguntábame yo cómo era posible la vida otrora, con semejante agonía de frío/calor que proporciona bañarse gatunamente. En fin, fue cuestión de acostumbrarse y también de joderse.
Viajaba al pasado cuando me metía en la ducha, pero me actualicé más que nunca, cuando esa misma tarde llegaba, por primera vez a mis manos, un smartphone.
Oh, gran paradoja. Cazo de agua y Whatsapp. 


Tras años de resistirme a cambiar de terminal - el anterior tenía teclas y sólo servía para llamar y enviar sms -, por fin, caí. Y he de reconocer que me gusta, me sirve. Si por servir, entendemos una utilidad estilo "consultar algo en Internet sin levantarse del sofá".
¿Por qué ahora?, preguntaría el avezado guionista. ¿Por qué ahora el teléfono si te negabas tantísimo a actualizarlo, si el anterior aún funcionaba?
Daría la respuesta, más o menos verdadera, de que es un regalo de Reyes de mi madre, que me quiere consumista y wasappeador. Y el hecho de que ella, que nunca supo utilizar ni un VHS, le dé al smartphone con una destreza que ni Tom Cruise en "Minority Report", también influiría.
Ya era hora, dirá cualquier curioso preguntado al respecto por la calle, ¡que no hay mayor señal de vejez que repudiar los artefactos del mañana!
Pero, si me colocan bajo una luz cegadora estilo interrogatorio policial y me inquieren porque aceleré los trámites la última semana para adquirir un móvil nuevo, subiría la ceja cual actriz de los ayeres y mi silencio administrativo sería elocuente como para decir:
- Por ese chico de Polonia.


Si leíste el blog hace dos semanas, el suspense quedó en aquel mensaje que mandaría el viernes a un chaval que había conocido previo a las Navidades, muy tímido, muy mono, muy poco despierto a la hora de reanudar la comunicación conmigo.
Le envié ese sms, sí, y contestó con el desinterés suficiente para entender que muchas ganas no tenía de tercera cita. Tengo mocos, aseguró.
Aplacé hasta el domingo la idea de empezar a olvidarlo. Y el domingo, sin noticias, le di un cero al asunto. Al día siguiente, se rompió el termo. Al otro, llegó el smartphone. Quizá sí me veía en Whatsapp, lo mismo se animaba, cocía mi subconsciente.
Días de duchas infernales y ahí aparecieron en la lista de Whatsapp, no sólo el polaco, sino unos cuantos ligues de hace tiempo, de noches perdidas, uno detrás de otro.
Parece que me miraban, como esperando por una respuesta, o quizá pendientes de hacer ellos una pregunta. Era una sensación extraña. No recordar sus caras en un primer momento y, al ver las fotos, volver inmediatamente a la noche que estuve con cada uno, lo que decían, lo que hacían, lo que sentí cuando se acabó. 
El polaco no tenía foto y el estado era una flecha, sobre la que se colocaba enigmáticamente la palabra "Soon" (Pronto, en inglés). 
El viernes me escribió un Whatsapp, ¿o fue el domingo? Da igual, todavía no había llegado el calentador del agua, pero leí la notificación y pareciera como si lo hubiera hecho. Tan poco elocuente como siempre y a fuerza de mi habitual tarea de arrancarle las palabras a este sosoman por excelencia, entendí que quería que nos viésemos un día.
Pensé que, durante ese tiempo de desinterés, quizá había estado liado con otro. Era para ponerse celoso y cagarse en él, pero lo comprendía. Es lo que hay que hacer. No centrarse en un maromo, sino conocer varios, diversificar el foco. Te gustará más el primero a priori, pero el tercero puede ser el que buscas.
Buen consejo, ¿verdad? Yo no me lo aplico nunca.


El lunes llegó el fontanero y me instaló el nuevo termo. Cuando me metí bajo la ducha y cayó el agua, en su perfecta y cálida temperatura, suspiré de alivio, mientras me abrazaba con tranquilidad. Si existe Dios, ese día lo sentí en la puta agua caliente.
Cuando me secaba, comprendí que había mejorado el ánimo. No había problemas en casa, todo funcionaba, y el chico que me gustaba volvería. Algún día, a la cama, quizá también a la ducha. 
Christian Bale era el post de aquel día y, tras una sesión de footing, volví a casa y el polaco me pedía en Whatsapp que nos viéramos esa noche.
- Sólo por un momento, que mañana tengo que trabajar - escribió, con ese desapasionamiento kubrickiano.
Me recorté la barba para que no le picase cuando nos besáramos. Cené rápido. Doblé la ropa. Me alegré de que hubiese vuelto el agua caliente ese mismo día. Y él llegó, a la hora indicada.
Desde que entró por la puerta, empecé a sentirme incómodo. Este caballero es exactamente lo opuesto a una persona entusiasta. Si se alegró de verme después de casi un mes, no sabría decir, porque no lo demostró en absoluto. Pensaba que tenía que ver algo con sus gélidas latitudes de origen, pero, según me dijo esa misma noche, él es así porque es así.
Como en las ocasiones anteriores, era también difícil saber qué quería hacer. Le dije que, si tenía prisa, entráramos en la habitación.
Intuía yo que, si alguien queda con un tío el lunes por la noche, será porque no ha ligado el fin de semana y está loco por echar un polvo.
Me fui a la habitación para que me siguiera, y apareció en el vano, con esa cara de nada y me dijo:
- No, mejor volvamos al salón.
Toda conversación era arrancada por mí, hasta que le pregunté que quería hacer. Y entonces a los cinco minutos de silencio dubitativo, soltó la frase:
- Prefiero que seamos amigos, porque no quiero que te enamores de mí.


En ese instante, podría haber jurado que el termo se había roto de nuevo y toda el agua fría del mundo había caido sobre mí.
No entendía nada.
- ¿Peeeerdona? - respondí.
Y, entrecortado, con la expresión pasiva-agresiva, desarrolló algo como que no le gusta follar con desconocidos ni con amigos. Que prefiere conocer antes a las personas y sólo acceder al lecho si se enamora.
Cosa muy respetable, si no fuera porque se ha acostado en dos ocasiones conmigo y, al menos, en la primera ocasión, me lo tuve que quitar de encima porque no paraba de montarse en mi muy dolorida polla.
- No sé, surgió - dijo, para explicar esas dos noches. Ese verbo "surgir", ay, Dios mío.
Lo único en lo que podía refugiarme en ese momento era el hecho de que se iría en cuestión de media hora.
La tensión se sofocó con conversaciones banales sobre smartphones y nuevas series de gays en la HBO. Le dije que ya lo llamaría para quedar en plan amigos, aunque no tenía ninguna intención de verlo otra vez.
En primer lugar, por puro orgullo. En segundo, porque el pobre es demasiado aburrido para trascender como excitante amistad. Y, en último y vinculante, porque le veo los pelos del pecho asomando desde la camisa y ese chip no se cambia tan fácilmente.


Se fue y la casa me esperaba. 
La cama hecha. El armario cerrado, con su ropa doblada dentro. La encimera de la cocina limpia y callada. La televisión apagada, con el disco duro conectado, lleno de películas y series por ver. El ordenador con el Facebook a la vista y todos los amigos conectados. El smartphone. El maldito smartphone me miraba, preguntándome si ahora lo quería para algo.
En otras decepciones, me he sentido triste y vacío, pero contenido siempre. En esta, estaba a dos segundos de echarme a llorar.
Sería por la montaña rusa que había significado toda la historia. Ahora no quiere, ahora sí quiere, ahora no quiere. Sí, no, sí, no, frío, calor, frío, calor. 
Dos segundos e iba a llorar, tras oír la verdad. Esa verdad dolorosa y humillante, inesperada, que se podría haber ahorrado. ¿Para qué había venido? ¿Para qué había vuelto? ¿Por qué no desapareció como hacen los otros?
Dos segundos e iba a llorar. Quería una pizarra para escribir con tiza: "Parece que aprendo, pero no". Idealizarlo, platonizarme tanto con un chico, ¿otra vez? ¿A estas alturas de la película?
Dos segundos e iba a llorar. Entonces, la casa me respondió y me metí en la ducha. Así no lloraría. Y no lo hice. 
Si existe Dios, esa noche lo sentí en el agua caliente. 


Lo cierto llegó al día siguiente, cuando desperté y me encontré increíblemente mejor. 
Quizá decírmelo así no estuvo mal - aunque la elección de palabras fue lamentable -, y he debido vivirlo como cuando depilan los pelos de un solo tirón. Te cagas en todo, pero ya pasó. Se cerró, adiós, ahí me quedé, con enero y mis duchas divinas.
He dejado de pensar en lo que él quería, lo que no quería, lo que dejó de interesarle o lo qué pretendía exactamente con la visita del lunes, porque ya sé que no necesito la respuesta para nada.
Sí he concluido que paso demasiado tiempo preguntándome qué desean ellos, qué les gustará de mí, qué les dejará de gustar, qué debo hacer para atraerlos. Y siempre se expresan con sus respuestas sinceritas o sus silencios vinculantes. Yo me quedo con la boca cerrada y las ganas de follármelos una última vez.
Si alguno me tocara en el hombro y me preguntara:
- ¿Y tú? ¿Qué quieres tú?
Quizá, me volvería con cara de loca y le diría:
- No quiero realismo. Quiero magia. ¡Magia!


O mejor le explicaría que quiero fluir, sin óxido, libre, cálido, y deseo que alguien lo haga conmigo. Sin preguntarnos qué queremos o qué esperamos el uno del otro, sino todo lo que estamos dispuestos a improvisar por el camino. 
Como decían en "Grey Gardens":
- Todo lo quiero en esta vida es un compañero de baile.


Y un termo que funcione, of course.

jueves, 9 de enero de 2014

Ese Chico de Polonia


He viajado al extranjero en dos ocasiones. Es decir, nada. Entre lo procrastinador y lo arruinado, me excusaría por mi escandalosa escasez de pasajes a través del mundo.
Supongo que, cuando has nacido en una isla como la mía, sólo saltar hasta la península y caer de pie es suficiente viaje. ¿Tontería? Es un salto mortal y bien cansado para los que nacen y crecen apartados, aislados, tan lejos del centro de las cosas. Se diría que ya hubiera hecho toda la odisea que tenía que protagonizar.
Y Madrid es el mundo. He viajado poco, pero he visitado países de la mejor manera. Es decir, acostándome con extranjeros. Juro que es una magnífica manera de conocer otras culturas, otras gentes y otras naciones, y sin moverse de la cama. 
Como dicen que parezco muy español, muchas veces he sido ese sexual comité de bienvenida que esperan los intrépidos viajeros o los recién inmigrados. 
- You look very Spanish - dijo cierto irlandés, antes de morrearme una noche.
Al hablar con ellos e interesarme por sus existencias, he estado en París, Belgrado, San Diego, Transilvania, Maracaibo, Buenos Aires, Monterrey, Londres, Oslo, Seattle. 


Conocer los países de verdad es conocer a sus personas. Cómo son, lo que cuentan, lo que esperan de la vida, lo que buscan en España - risas, fiestas, risas, fiestas - y la manera de expresarse, más decisiva en un encuentro íntimo.
Mi último viaje golfante ha sido dirección Polonia y todavía no he regresado. Ahí estoy, en un estado mental polaco, ensoñado con el oriundo de un país del que no sabía nada antes de conocerlo, sólo que lo invadieron los nazis en 1939 y se armó la gorda. 


Sucedió una noche, hace varias semanas, antes de la Navidad. Yo estaba a punto de largarme, porque apenas quedaba nadie en el bar.
Ahí que se me acercó el caballerete. Venció la timidez, me saludó y preguntó el nombre. El suyo, Lukasz.
Quise saber de de dónde era y me dijo "Polonia". Pero lo pronunció "Polonya", que suena "Poloña", y yo, atontadito a esas horas, le entendí que era de La Coruña. Me pasé media noche pensando que hablaba con un gallego tartamudo con sospechosa pinta de extranjero.
- ¿No te han dicho que pareces de otro país?
- Sí, español me han dicho que no parezco - contestó él, en plena dialéctica del absurdo.
Si soy sincero, en esos momentos no me gustaba mucho el falso coruñés y pensaba escaparme a la mínima oportunidad. 
Tampoco estaba seguro de qué quería de mí y si estaba a mi lado porque era nuevo en la ciudad y deseaba compañía durante un rato. Y tímido, muy tímido. Yo iniciaba todas las conversaciones y él contestaba educado, sin pasión, mientras se le veía el esfuerzo por replicar con una segunda pregunta.
Cuando me enteré que era de Polonia y no de La Coruña, entendí que el pobre fuera tan soso. Cuestión de latitudes. Ya debía de gustarme por entonces, aunque todavía no sabía qué buscaba. No me miraba con la atención libidinosa de los que quieren rollo ni hacía ningún ademán reconocible en esa dirección.
Le dije que me marchaba y él me acompañó en silencio. Cuando vi que seguía caminando conmigo hasta mi casa, comprendí que sí, que quizá subiera a mi apartamento, que tal vez se sentaría en el sofá con esa cara de serio, que pasaría al baño, que respondería que sí cuando le sugiriera que fuéramos a dormir. 
Que yo le besaría, que él me besaría. 


Había que tirar del hilo con Lukasz, pero la respuesta era maravillosa y ahí en la cama descubrí no sólo que yo le gustaba mucho, sino que él a mí también. 
Lukasz sabe bien, es calentito para venir de un lugar de frío y su piel es tan blanca que parece todo de mármol. Cuando le cayó la luz del día, no daba crédito:
- ¿Eres pelirrojo?
- Sí, un poco.
Casi me muero.
Lukasz vive en Madrid, porque siempre soñó con España. Con un lugar más cálido y mejor que Polonia, "lleno de chicos guapos y gente más abierta", me dijo. Por lo visto, tampoco la cosa gay está bien vista en su país, y cuando acabó Económicas, buscó hacer las prácticas en la embajada polaca de España. Ahí es donde trabaja ahora y ahí es donde lo verán todos los días sus afortunados compañeros de trabajo.
Al día siguiente, el muchacho no se iba y yo le sugerí que era tiempo de ir recogiendo. 
Yo estaba agotado de la resaca y del sexo y, cuando me sucede una cosa así, quiero contemplarla desde lo lejos enseguida y analizarla, tal vez para entenderla. 
Lukasz se fue a las seis de la tarde con cara de penita y, a la media hora, yo ya deseaba que volviera.


Pasaron los días de la semana y sin noticias. La esperanza se iba deshaciendo, pendiente del viernes, día donde yo cedería y sería quien le enviara un mensaje para volver a vernos. Se lo escribí a las cinco y no me llamó hasta las nueve y media, el muy cabrón. 
Como dije hace varios jueves, hablar por teléfono me resulta un horror y no te digo nada con un polaco soso que responde con monosílabos. Fui capaz de descifrar que estaba cansado, que otro día. 
Frustración y nuevas quimeras. Tres días pasaron, para que la fe se perdiera por quintuagésima vez. Finalmente, llamó y nos vimos otra vez. Oh, aún mejor..
No habla mucho, pero enternece. Me gusta cómo me mira. El deseo, la necesidad de saber más. Lo justo que quieres ver y sentir cuando un muchacho te interesa.
¿Qué pensar? ¿Seré para él uno más dentro del suculento bufé de hombres que le ofrece la vida gay en Madrid o un firme candidato? 
Te podría contar todo lo que he pensado para mal y todo lo que he fantaseado para bien y no acabaríamos hoy. Eso sí, espero poder invitarte algún día al enlace entre el economista polaco y el escritor canario. Nunca conocióse unión más explosiva. 
Si no, me pondré triste y buscaré otro. Hay costumbre, sí.


El día que nos vimos por segunda y última vez era el 23 de diciembre y, a la mañana siguiente, yo tenía que viajar. Esta vez, de verdad. A Canarias, a ver a mi familia por Navidad. 
Volvería el 9 de enero, le dije. Es decir, hoy. 
La cosa quedó en un suspense de película, aún más por su mutismo a lo largo de todas las vacaciones.
Las mismas vacaciones en las que me he aferrado a su recuerdo como quien aguanta tras la trinchera.
Difícil batalla, en las fiestas escandalosas del compromiso, esas donde debes prestar atención y simular que te importan todos los dramas y alegrías que suceden en familia hasta el día que dejas de fingir y te hundes en la apatía. 
El ambiente familiar obliga a convertirse en niño otra vez. Lo que tengo que hacer, lo que debo escuchar, lo que he de presenciar. Es agotador.
Como dijo no sé quién, "la familia es ese veneno que se toma a pequeños sorbos". Las Navidades son una garrafa de cianuro para todo el año. Son un asco y cada vez más. Interrumpen la existencia de la manera más tonta y son aval de misantropías.
En Canarias, los días son semanas, las semanas son meses. El tiempo te devasta, te hace olvidar todo.
El 9 de enero no llegaba nunca. El 26 de diciembre ya estaba desesperado. Lukasz no llamó. Será que no quiere nada más. Será que simplemente es Lukasz.
Sólo sé que hoy no llegaba nunca.


El último sábado por la noche, las horas se resistían a sí mismas y me asfixiaban en la habitación de casa de mis padres. Decidí vestirme y acudir al cumpleaños de una amiga.
Borrachera, tertulia seriéfila, risas y uno de sus colegas, al que no había prestado atención en toda la noche, me preguntó a las tres de la madrugadas eso de:
- ¿Activo, pasivo o versátil?
Tres respuestas posibles sobre qué es lo que te gusta más: follar, que te follen o las dos cosas. Yo siempre digo lo último y salgo del paso, porque la preguntita no me hace precisamente ningún tilín.
En esta ocasión, no sólo aseguré versatilidad, sino también contesté que a él que le importaba. A todas vistas, era heterosexual. Es decir, es de esos tipos a los que llaman por el apellido.
Entonces el caballero me dijo que también era versátil y bisexual.
Primera sorpresa, estilo giro argumental, de este 2014, del que ya soy consciente que no voy a salir vivo. 


El caballero de apellido y yo nos besamos en pleno bar hetero para luego salir pitando a buscar sitio. Estábamos muy borrachos y sin casa en la que albergar nuestras homosexuales pasiones. No se nos ocurrió mejor idea que escalar unas rejas y meternos en el campus de la Universidad. 
Ahí, en plena floresta, cual amantes de épocas galantes, se hizo lo que se pudo. Fue suficiente. La obsesión por el polaco perdido, tan lejano, se apaciguó, se guardó, se relativizó. Dejé de gritar por dentro un segundo. Fue relajante y triste al mismo tiempo.
Por fin, me había rendido a Canarias, a la isla, a un hombre distinto, a una noche efímera, a todo lo que no quería cuando dejé a Lukasz aquella mañana del 24 de diciembre.
Porque hoy no llegaba nunca.


Hoy. Sí, hoy. 
Ya estoy en Madrid, en mi casa. Mañana, el mensaje a ese chico de Polonia. ¿Han sido tres semanas o un desolador océano de tiempo?  Todo ha cambiado, nada ha cambiado.
¿Qué sucederá, queridos amantes del suspense?
Sólo sé que si me pide la dirección del blog, le diré con mucha amabilidad que nanay.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Regreso a la Habitación de Hotel


Dicen los sabios que toda historia merece una conclusión. 
Tantas noches, buscaba esta segunda parte, este regreso, este final. Lo buscaba a él, sin querer, sin atreverme a confesarlo. 
Oh, Dios, sí que lo buscaba. Y, cuando había perdido la esperanza - ¿se pierde alguna vez? -, en el momento en que me había resignado a otra noche de copas, de bares, de empujones, de mirarlos a todos, de no mirar a ninguno, allí reapareció. 
El chico de la habitación de hotel, casi un mes después de conocerlo.
- Hola, Jose - me dijo.
Si lees con suficiente atención este blog, sabrás quién es el chico de la habitación de hotel. Si no, podría hacerte un rapídisimo Previously, on Montez' Anatomy
Tenía su vida en tres o cuatro maletas, venía de Panamá, pero era español. En realidad, no se consideraba de ningún sitio, porque jamás había vivido demasiado tiempo en algún lugar para considerarse de allí. Qué triste, ahora que lo pienso.
Nos conocimos, nos gustamos, nos besamos, fui a su habitación de hotel en Gran Vía. 
Nos acostamos, me mordió la oreja para desayunar y yo no le di el teléfono con la intención de darle un final redondo a la historia, sin una segunda parte que desbaratase el encanto. 
Pero las historias de la vida se resisten a que uno las escriba con la destreza de un autor.
Y yo, que había decidido no ir más allá de aquella mañana, me encontré pensando en él a la semana siguiente, dónde estaría, qué tal andaría por Madrid, si querría volver a verme.
Esa historia merecía una conclusión. Merecía otra conclusión.


Pasó un mes, decaída la esperanza, invadida la resignación, y las noches se sucedían sin ton ni son. Negaré que lo buscaba con la mirada y mentiría. Mentiría como un bellaco.
Y, de repente, va el tío y aparece.
Cuando cruzamos las miradas, cuando me dijo "Hola, Jose", disimulamos la alegría, quizá la satisfacción. Él olvidó con quién estaba hablando en ese momento. Yo no supe de nadie más, sólo él, él, él. Por fin, por fin, joder, por fin.
- Estoy en otro hotel ahora - me contó - Pero mañana me mudo a un piso.
Dijo que apenas había salido de noche, que se estaba habituando a Madrid y no le era fácil. Problemas, estrés, la búsqueda de casa, toda la mierda cuando aterrizas en un lugar extraño.
Él me contaba, yo preguntaba, pero sólo pensaba en si podía besarlo o era muy pronto. Las distancias de la educación agotan la vida.


El bar cerró a eso de las tres y caminamos en busca de otro. Paseamos, fumamos y me preguntó porqué me fui la otra mañana sin darle mi número de teléfono.
Todas las veces que me imaginé el reencuentro, había pensado en responderle a esa pregunta con una media sonrisa, decirle que nunca daba mi número. Vestirme así de conquistador de bellos donceles, nada fácil de conseguir y ponerse de reto, que es lo que les gusta a los hombres, lo que les despierta interés. 
En cambio, me rendí, fui sincero y le confesé que me arrepentí en el instante en que salí por la puerta. 
Llegamos a la entrada de un local abierto, pero prefirió mirarme y me preguntó si quería ver su nueva habitación de hotel. Ahí sí le respondí con una media sonrisa.
Nos subimos a su coche, puso el último de The Killers en la disquetera y todo era un a pedir de boca de los que bajan del Cielo. 
Motivado y tranquilo me sentía. Dejarse llevar, nada que preocuparse. A disfrutar.
El vestíbulo del hotel se recorría a sí mismo con recepciones, sofás de una pieza y ascensores que brillaban como si fueran la plata que mueven esos ejecutivos que lo pisan una y mil veces. Allá en Azca se erigía, donde están los negocios y el entretenimiento de los trajeados.
Me miré de reojo en el espejo del ascensor, mientras nos besábamos. Calma, Josito, estás delgado, estás radiante, estás guapo. 
Y también pensé: De hecho, eres mucho más guapo que él.


En la habitación, él se desabrochaba los puños de la camisa con pulcritud. Doblaba la camisa tras quitársela y la ponía con sumo cuidado sobre la cómoda. 
Entonces pensé que haría ese proceso suave y lento también para peinarse. 
- Pocos chicos se peinan con tanto ahínco y les queda tan mal, mi pobre - me dije.
La habitación era el doble que la anterior, como dobles eran las esperanzas. 
La cortina cubría el gran ventanal, que daba a un triste aparcamiento. Mejor no descorrer la cortina, sólo la habitación. 
Mientras él estaba en el baño, me tendí en la cama como si fuese mía.
Regresó desnudo, se puso encima y los caballeros de verdad no dan detalles de lo que pasó a continuación. 


Él terminó, yo no tanto.
Me quedé en la cama, mirando a algún punto impreciso de la habitación, mientras oía el agua corriendo en el váter. 
La música de fondo se arrancaba por Adele. 
"¿Adele? ¿En serio?", pensé, "Esto parece una película sobre Josito Montez, más que mi vida de verdad".
Yació a mi lado y, tal como lo recordaba, se quedó dormido como un tronco, mientras una chispa de duda mordió mis labios. 
No podía conciliar el sueño, y en el duermevela, lo busqué entre las sábanas y las horas para refutarlo como aquel quien había reimaginado durante un mes.
- Quiero dormir un poco más - me dijo.
- Eres un aburrido - le contesté.
Y me dormí, en plena mañana. Dormí y soñé. Soñé tan profundamente que soñé que estaba en una cama. 
Pero la cama de mi casa, sobre la que sonaba una música como un sonsonete lejano, repetitivo, acechante. Un latido extraño.


A mi izquierda, mi amiga Lidia, sentada, como velando mi sueño, tecleaba en su Iphone y me decía y repetía:
- Tarjetas de visita, Josito.
Me enseñaba sus tarjetas, pero no podía leerlas bien. Escudriñé los ojos.
- Creí que tu negocio era otro.
- ¡Es este! ¡Es este! - insistía ella, para volver a despistarse en su Iphone.
El hombre de la izquierda se desesperezó y dio la vuelta. No era el chico de la habitación de hotel. Era Woody Fox, que hizo un ronroneo, balbucéo algo en acento australiano y me besó.
- Eres tan, tan, tan guapo - le dije con desesperación, como si me quitara un peso de encima - No sé si es por el pelo. O por la manera en que cierras los ojos cuando besas. Besas como si, de verdad, lo sintieras.
El teléfono sonó como una alarma y me sobresaltó.


Me incorporé de la cama. Todavía soñaba.
Caminaba por el largo pasillo, mientras atendía la llamada. Era un señor que quería hablar conmigo, me llamaba por mi nombre completo.
- ¿Quién es usted?
- Ayer le fui a entregar un paquete a su domicilio - me decía - Y usted dudó de mis credenciales.
- Lo siento. Tenía que preguntar.
- Llevo muchos años en esta profesión para que duden de mí - reprochaba, imprecaba, demandaba mi atención.
Yo sólo quería volver a la cama.
- No le oigo bien. Lo siento.
No le oía bien, pero no lo sentía. Sólo oía la mañana, ya en el mediodía en la habitación de hotel. 
Desperté. La luz de una mañana gris, casi opaca, se presentaba de entre las cortinas. 
Una mañana fea. Y yo miré a mi compañero de cama, al chico de la habitación de hotel, tan recordado, tan añorado. 
Entonces fue cuando pude decirme a mí mismo lo que no había sido capaz durante toda la noche.
- Este tío no me gusta nada.


Me preocupé, intenté volver a enterrar la certeza, me eché la culpa a mí mismo, por ser demasiado friki, por mi dificultad de sorprenderme ante los hombres de la vida real, por ver demasiado porno, por la frialdad crónica, por desear lo que quizá no exista.
Pero no habia mayor verdad que mi imitación, que las ganas de volver a verlo, que la necesidad del final feliz.
No me paré a mirarlo para comprobar si me gustaba. En cambio, sí que me detuve en mi reflejo en el espejo para averiguar si podía encantarle a él. 
El error de siempre, la inseguridad del proverbio.
Me miré en el espejo también mientras me duchaba esa mañana, contemplando mi cuerpo con más atención de la que había prestado al suyo, casi enamorado de mí mismo. 
Seguía imitando a la vida cuando lo besé a los buenos días.
Esa pulcritud. Algún día me colocaría como una de sus camisas. Para después, para mañana, ahí, callado, quieto, limpio, donde te vea. 
Los hombres como él son un rollo. Sólo demuestran pasión en el mismo instante que van a calzártela. De resto, parece que nada les motiva lo suficiente, ni un plato de comida, ni un mísero partido de fútbol, nada. Sólo respiran, se peinan mal y doblan camisas.
Esa mañana era la prueba evidente, a mostrar en el juicio sumarísimo de mis existencias.
- Si era el hombre de mi vida, miembros del jurado, ¿por qué dormí hasta roncar cuando estaba a su lado? ¿Por qué me imaginé en otro sitio, con otro, en un hogar, lejos de allí, con el futuro impreso en tarjetas de visita, con el pasado sonado en llamadas por contestar?
El sueño me contó al oído que las habitaciones de hotel son imitaciones a las habitaciones. 
Nadie puede hacerlas suyas jamás. Son estancias de paso, que se resisten a sí mismas, que viven inasequibles a cualquier tentativa de hogar. Lejanas, frías, con cortinas que tapan vistas a aparcamientos, esos otros emblemáticos lugares de tránsito. 
La habitación del regreso era el doble de la anterior, más lujosa, más prometedora.  Una segunda parte, con mayor presupuesto. ¿El resultado de la secuela? Decepcionante.


Miré por la ventana y, a lo lejos, vivía y soñaba la parada de metro.
Él se preparaba para la mudanza, colocando la ropa con esa pulcritud irritante y ese pelo de cursi. 
Se acabó la habitación de hotel, pensé, mañana tendrá una casa, nunca volverá a ser el chico de la habitación de hotel.
Como la definitiva ironía, antes de irme, le doy mi número de teléfono. ¿Quién me entiende? Tal vez, fue por educación. Quizá, por vanidad, por mirarme al espejo una última vez.
El beso de la despedida y la puerta se cierra entre los dos para que él desaparezca. 


Entro en el ascensor y busco el modo de contarlo todo en un miércoles de blog.
El recibidor me dice adiós, la calle me presenta a la mañana indecisa, la parada de metro es el destino tangible, cercano, sin ninguna duda. A casa.
Camino y tarareo: Without love, you're only living an imitation, an imitation of life...
Imprímase The End sobre esa imagen de la película de mi vida, porque dicen los sabios que toda historia merece una conclusión.

miércoles, 3 de abril de 2013

La Habitación de Hotel


El sábado se decía santo, pero yo desperté en una habitación de hotel, junto a un caballerete al que había conocido unas horas antes, en algún bar de la ciudad.
La pesada cortina podía ocultar parte de la mañana y no había seguridad de la hora que era. No había seguridad de nada.
Cuánto habíamos dormido yo y mi compañero de lecho, en qué momento de los besos nos quedamos dormidos, entre el alcohol y el "mañana más", para despertar horas más tarde y mirarlo, pensar que es guapo, que espero que despierte, que espero que le guste tanto como anoche. Que no se arrepienta de mí, porque yo no me arrepiento de él.
- Vente conmigo - me había dicho para llevarme hasta allí.
- Hasta el fin del mundo - le contesté.


¿Qué buscamos cuando ligamos? Un momento de placer, un refrendo a nuestra vanidad, una dosis de autoestima, un poco de calor, la sensación de que no estamos solos en el mundo, una pasajera imitación al amor. Quizá todo eso, quizá nada de eso en particular. Quizá, simplemente lo hacemos.
Creo que yo busco una historia. 
Será por deformación profesional, pero a todos los hombres con los que he compartido más que un beso les he concedido una narración, positiva, negativa, moral, inmoral, para recordar o para no volver jamás. De tantas historias, uno se cansa de leer, especialmente porque no todas las novelas son buenas, no todos los hombres son buenos. Uno se cansa de leer, uno se cansa de ligar.
Hasta la mañana del sábado pasado, hacía bastante tiempo que no ponía mis labios sobre la anatomía de otra persona. Unos meses, los suficientes para que cuando viera un beso en la pantalla me desconsolara como quien ve una comida apetitosa, tan cerca y tan lejos, a través de un cristal.
Hice un esfuerzo por volver a las andadas, apagar la televisión y salí de fiesta el viernes por la noche.
Lo conocí como se suele conocer a los muchachos. Me miró, se colocó a mi lado, esperó unos instantes y ahí me entró la timidez. Dicen que es como montar en bicicleta. Sinceramente, si ahora me montara en una bicicleta, me caería. 
Él empezó a hablar, yo estaba nervioso, pero me enderecé en la bicicleta: sonreí - es lo que mejor se me da - y hablé, hablé.


Me dijo que acababa de volver a España. Era de algún lugar de Vitoria, pero llevaba toda la vida recorriendo el mundo, así que no podía decirse que fuera de ningún sitio. No era muy alto, llevaba el pelo demasiado peinado y una camisa horrible metida por dentro del pantalón. 
Pero era un chico mono, la cortesía de lo cute, de esos que dan ganas de besar y abrazar, de esos que gustan precisamente porque no son perfectos.
El cute me dijo que vivía en un hotel de Gran Vía, con todas sus pertenencias en cuatro maletas. Venía de Panamá, antes había estado en Florida, primero en Mallorca. En todos los lugares por donde le había llevado la empresa farmaceútica para la que trabajaba. Ahora, Madrid.
Estaba buscando piso en la ciudad, hablando conmigo aquella noche, haciendo amigos. Pocos días en el país y ya quería ser feliz.
Pensé que sólo quería un rato de charla o que yo no le había gustado mucho, porque tras un par de risas y conversaciones, se disculpó y marchó a hablar con otros chicos que había conocido durante la noche.
Como yo estaba de vuelta en la bicicleta, recordé la lección y me enderecé: ya vendría otro o volvería a casa solo. No hay dolor, aunque mañana volviera a morirme de envidia cuando viera besarse a Emily VanCamp y Barry Sloane.
Pero regresó el cute internacional, me presentó a sus amigos y la noche recobró sentido. 
Salimos afuera a fumar un cigarrillo, me dijo que tenía frío, yo le abracé para que entrara en calor. No tardamos ni dos segundos en besarnos.


Entre beso y beso, me dijo, con un tono entre súplica y deseo:
- Vente conmigo.
Y, yo, con la polla a reventar en los pantalones, le contesté:
- Hasta el fin del mundo.
Conocí su habitación de hotel, vi las cuatro maletas que contenían su vida y pude quitarle la camisa de hortera que llevaba.
Por entonces, me di cuenta que yo le gustaba mucho.  De hecho, estaba inseguro de que fuese recíproco. 
- Con esa sonrisa, los conquistas a todos, ¿eh? - me dijo.
Yo sonreí, que es lo que mejor se me da, mientras él me desvestía, me daba la vuelta y yo pensaba que habrá cosas más sublimes en el mundo que el folleteo, pero no se me ocurría ninguna.


Al día siguiente, cuando desperté en la habitación de hotel, él dormía profundamente. 
Yo quería darle un buen final a la historia, que nos siguiéramos gustando, que aquello fuera el principio de mi regreso a las andadas. 
Había tenido una noche con un chico guapo y agradable; todos los mierdas del año pasado se olvidarían aquella mañana y recuperaría la confianza. Dejaría de ser espectador para volver a ser actor de mis propias historias. Sin imitación posible.
Él dormía y no se despertaba el muy cabrón, por más que le hiciese monerías. Al final, abrió los ojos, me besó otra vez y me tranquilicé. 
Se inclinó sobre mi espalda y fue a por mi oreja. La mordió, mientras su respiración me ensordecía y me excitaba cada vez más. Apretaba sus dientes contra el cartílago, mordía el lóbulo y la habitación desaparecía para mí. Desaparecían las historias, desaparecía yo, nada importaba, sólo él y su sonido, sólo él y su mordisco.
Al rato, me vestí, con intenciones de marcharme, para que la historia tuviese ese buen final, para que no se deshiciese con la mañana, para que nada, ni nosotros, lo jodiera todo.
Él, demasiado silencioso, se quejó y me tumbó a su lado por última vez. Me desabrochó dos botones de la camisa, metió su mano en mi pecho, sujetándome el tórax. Descansamos, respiramos a la vez, tranquilos, con el corazón en paz, un poco menos solos en el mundo.
Cuando me fui, le dije que se cuidara. 
Él estaba triste, quizá esperaba un intercambio de teléfonos. 
Yo, que hace tiempo que no soy partidario, pensé lo que nunca le dije: si había que volver a verse, nos veríamos. Sin necesidad de artificios ni compromisos. Nos encontraríamos si realmente queríamos y sabríamos cómo.
Si no, aquel final podía ser un buen final.
Bajé las escaleras del hotel y salí a la Gran Vía. Eran las once de la mañana y tenía el pelo ideal para un walk of shame en condiciones. Volví a casa.


Aún no había llegado la ironía. 
Normalmente, si se pasa de un caballerete, se obsesionan; de hecho, es la mejor manera de engancharlos. 
En mi caso, he pasado de él y me he obsesionado yo. 
Saldré este viernes para intentar buscarlo, para poder verlo. Lo recuerdo todos los días y mi oreja lo echa mucho de menos. Me pregunto si pensará en mí, me pregunto si alguna vez leerá esto y dirá, a mi lado: "Es verdad, así nos conocimos, así empezamos".
Y será entonces cuando toda la historia tenga sentido y de la mañana de la habitación de hotel, haya días, noches y desvelos, muchas cosas que decirse y más botones que desabrochar.
- Vente conmigo.
- Hasta el fin del mundo.
Ese sería el segundo episodio. 
Aquella mañana, en plena Gran Vía, despelujado y con la ropa de la noche anterior, simplemente volvía a casa. Y lo hacía con una sonrisa. 
Es lo que mejor se me da.

miércoles, 23 de enero de 2013

Más Allá de Leo


- ¿Y de dónde eres, tío?
- De Rumanía - contestó Leonardo.
- Oh - pensé yo.
Le dije que tenía que ir al baño y no volví a su lado. 
Aquella había sido una de tantas noches en mi bar habitual. Esa noche, bebía mi copa, apoyado en la pared, y él estaba cerca, hablando con un amigo. 
Lo miré y me recordó a alguien. No me pareció demasiado guapo, pero, sin duda, era muy atractivo. 
Volví a fijarme en él y se dio cuenta. Me devolvió la mirada con anhelo y, cuando mis ojos regresaron a él, no perdió tiempo y me dijo:
- Hola.
Empezamos a hablar y parecía prometedor. Luego me dijo que era rumano y entonces me acordé de los vecinos de ese país que tuve que soportar durante varios años. 
Desconfiar era quizá oportuno, especialmente a esas horas y en ciertos lugares. Pero pasar de él desde que me dijo de dónde venía fue un señor acto de xenofobia.


A la semana siguiente, llegué al mismo bar. Leonardo estaba allí y me volvió a saludar a lo lejos. Con la mirada me pidió que me acercara. 
Quizá el alcohol me hizo olvidarme de mis prejuicios y hablamos, hablamos, hablamos. Al rato, nos besamos. 
Más tarde, acabamos en mi casa. Yo miraba de reojo la cartera y el ordenador entre beso y beso, por si Leonardo no fuera lo buen chico que parecía. Aún desconfiaba.
Recuerdo con mayor nitidez la mañana siguiente, cuando sentí por primera vez su calor. 
Ya habíamos follado, pero ese despertar, al volvernos a tocar, entre el sueño y nuestras erecciones, fue cuando empecé a sentir a Leonardo.
- Me lo he pasado muy bien.
- Yo también - contesté.
- Qué pena que no te gusten los chicos rumanos.
- He cambiado de opinión.
- ¿Quieres que nos veamos otro día? - me pidió, mientras se hundía en mi cuello.
- Claro.
 Me llamó esa misma noche, para preguntar qué tal estaba.
Al día siguiente, quedamos después de cenar en otro bar, más íntimo. Hicimos por conocernos, por caernos bien. 
Me dijo que era de Transilvania. Como el Conde Drácula, añadí. Él puso cara de "siempre me dicen lo mismo" y yo me reí.


La barra trasera del bar estaba cerrada y ahí pudimos estar solos. Nos besamos y magreamos como animales. Lo recuerdo como uno de los momentos más felices de mi vida. Leonardo y yo, y nadie más, ni siquiera el tiempo.
Más que rumano, físicamente parecía italiano. Tenía el pelo muy negro y fuerte, la nariz recta y distinguida. Los ojos, preciosos. 
Los rasgos de la cara le hacían una expresión muy melancólica. Cuando sonreía, cualquiera diría que le devolvía la fe al mundo.
No tenía cuerpazo, pero lo compensaba sobradamente con la polla... Oh, Dios, qué milagro de la Naturaleza. Qué calor.


Me contó cosas de su vida. En Rumanía, llegó a servir en el ejército. Emigró por trabajo, y también porque, según él, el asunto gay en su país no está muy aceptado. 
Había llegado a España hace un par de años, en autobús desde Rumanía. Viajó durante 48 horas.
- Pero vi toda Europa.
Cuando llegó a Madrid, sólo sabía decir "Hola". Ahora hablaba y escribía perfectamente castellano, sin haber acudido a ninguna clase de idiomas.
Le gustaba España. Allí tenía su familia, sí, y aquí estaba solo, pero tenía amigos y trabajo.
Leonardo trabajaba de pinche en la cocina de una pastelería. 
Yo le dije que, el día menos pensado, iría a esa pastelería, pediría dar las gracias personalmente al cocinero, entraría donde estaba él y le agarraría el paquete mientras trabajaba. 
No falla que les hagas imaginar una sexualización de su ambiente laboral. Se vuelven locos del morbo.
- ¡Feo!
- ¡Tú más! - le respondí.
Nos vimos varias veces más. Él llegaba cansado, porque venia de trabajar largas horas. Se iba después del sexo. Me dijo que no podía conciliar el sueño con alguien al lado.
Durante esas semanas, ambos estuvimos con otros chicos, pero, poco a poco, al menos por mi parte, sólo pensaba en Leonardo. 
Él me dijo que yo era su favorito. Yo no le dije que me gustaba muchísimo, que quería algo más con él.
- Tu nombre suena a DiCaprio.
- En realidad, me llamo Leonte. Lo de Leonardo era para hacerlo más español.
- Vale, Leo entonces.


Le confesé a mi mejor amigo que Leonardo/Leonte me tenía en sus manos. Era el mejor polvo del mundo y, además, era un chico decente, educado, nada petardo, de los que nunca se encuentran. 
Conocerlo coincidió con mi cumpleaños y yo sólo quería a Leo para celebrarlo. Se lo dije y él me dejó un mensaje en el buzón de voz, con aquel acento de Vlad Drakul:
- Hola, Jossse, soy Leo. No te prrrrrometo nada, pero prrrrocuraré pasarrrme.
Llegó y fue el mejor 5 de octubre posible. Me trajo una tarta de chocolate, me folló y me deseó que cumpliera muchos más. 
Cuando se marchó, vivía yo pletórico en mi cama, sin saber que aquella iba a ser la última noche que pasaría con Leo.


Le envié un mensaje noches más tarde y no me contestó. Me lo encontré horas después y se excusó, diciendo que lo acababa de mirar, que no me enfadara. Que yo era su favorito, que nos veíamos al día siguiente.
Dejé de esperar pronto, mientras pensaba en los motivos. ¿Fue por lo que yo era? ¿Fue por lo que no era? ¿Algo le había molestado? 
Le eché la culpa a aquel momento cuando nos estábamos besando y, de repente, la magia se rompió por un instante y quedó el vacío. 
Yo regresé de ese vacío. Me preguntaba si él no lo superó. Si lo notó y supo que no había nada más que decir entre nosotros.


¿Recuerdas las aplicaciones de los primeros tiempos del Facebook? Aquellas que te decían "¿Qué personaje de tal serie eres?" o "Pídele un consejo a tu madre". Yo encontré una que decía: "Pide la puta verdad".
Yo pedí la puta verdad a la aplicación y la respuesta fue como si me la diera Dios: "Él sólo te quiere por el sexo".
Leo nunca me mintió. Dijo que no buscaba nada serio, las relaciones se le hacían muy pesadas y le gustaba estar solo. Quizá, porque lo había estado muchas veces en su vida, viajando entre tantos países, aprendiendo idiomas de los que sólo conocía una palabra, caminando por calles muy lejos de casa, sin poder dormir en camas ajenas donde sólo buscaba un poco de calor de los extraños.
Nos tropezamos varias veces de casualidad y hablábamos más fríamente. 
Yo tenía que buscar el modo de odiarlo para poder olvidarlo. Y cuando lo vi ligando con un chico parecido a mí, decidí que ese sería el momento.
La última vez que nos acercamos fue unos meses después.
- ¿Y qué? ¿No tienes novio?
- No, ya sabes que no tengo suerte.
- ¿Y aquel chico con el que te vi aquella vez?
- Bah, ese me duró menos que tú.
- Vaya.
Nos miramos, nos sonreímos. Nos entrelazamos las manos. Nos dimos el último beso de nuestras vidas. Dijo que se tenía que marchar, como siempre. Y yo me olvidé del orgullo:
- Llámame cuando quieras.
Pasaron los años y lo vi en contadas ocasiones, cada vez menos. Nos saludábamos a lo lejos. A veces, dos besos, pero seguíamos nuestro camino. Desapareció, desaparecí.
Una noche del último verano, él salía cuando yo entraba. Del mismo bar donde nos habíamos conocido tres años antes. 
Se sorprendió al verme tras tanto tiempo y tardó en reaccionar.
- Hola. - le dije yo, recordándole la primera palabra que supo de nuestro idioma.
- Hola. - me contestó él, con esa sonrisa que devuelve la fe al mundo.


Creo que, cuando uno nunca ha encontrado el amor, tiene que recordar el calor. Y el de Leo puedo sentirlo ahora mismo.
Podré decir mil veces que lo odio, que él se lo perdió o que lo mío es un caso de fiebre transilvana. Pero sé que fui feliz durante unos instantes. Y siempre sonrío cuando recuerdo aquellos días y noches con Leo, como si fueran lo más cercano a vivir una vida de verdad, sin imitación posible.
Así que, guapo, si alguna vez lees esto, ya sabes: Llámame cuando quieras.