miércoles, 3 de abril de 2013

La Habitación de Hotel


El sábado se decía santo, pero yo desperté en una habitación de hotel, junto a un caballerete al que había conocido unas horas antes, en algún bar de la ciudad.
La pesada cortina podía ocultar parte de la mañana y no había seguridad de la hora que era. No había seguridad de nada.
Cuánto habíamos dormido yo y mi compañero de lecho, en qué momento de los besos nos quedamos dormidos, entre el alcohol y el "mañana más", para despertar horas más tarde y mirarlo, pensar que es guapo, que espero que despierte, que espero que le guste tanto como anoche. Que no se arrepienta de mí, porque yo no me arrepiento de él.
- Vente conmigo - me había dicho para llevarme hasta allí.
- Hasta el fin del mundo - le contesté.


¿Qué buscamos cuando ligamos? Un momento de placer, un refrendo a nuestra vanidad, una dosis de autoestima, un poco de calor, la sensación de que no estamos solos en el mundo, una pasajera imitación al amor. Quizá todo eso, quizá nada de eso en particular. Quizá, simplemente lo hacemos.
Creo que yo busco una historia. 
Será por deformación profesional, pero a todos los hombres con los que he compartido más que un beso les he concedido una narración, positiva, negativa, moral, inmoral, para recordar o para no volver jamás. De tantas historias, uno se cansa de leer, especialmente porque no todas las novelas son buenas, no todos los hombres son buenos. Uno se cansa de leer, uno se cansa de ligar.
Hasta la mañana del sábado pasado, hacía bastante tiempo que no ponía mis labios sobre la anatomía de otra persona. Unos meses, los suficientes para que cuando viera un beso en la pantalla me desconsolara como quien ve una comida apetitosa, tan cerca y tan lejos, a través de un cristal.
Hice un esfuerzo por volver a las andadas, apagar la televisión y salí de fiesta el viernes por la noche.
Lo conocí como se suele conocer a los muchachos. Me miró, se colocó a mi lado, esperó unos instantes y ahí me entró la timidez. Dicen que es como montar en bicicleta. Sinceramente, si ahora me montara en una bicicleta, me caería. 
Él empezó a hablar, yo estaba nervioso, pero me enderecé en la bicicleta: sonreí - es lo que mejor se me da - y hablé, hablé.


Me dijo que acababa de volver a España. Era de algún lugar de Vitoria, pero llevaba toda la vida recorriendo el mundo, así que no podía decirse que fuera de ningún sitio. No era muy alto, llevaba el pelo demasiado peinado y una camisa horrible metida por dentro del pantalón. 
Pero era un chico mono, la cortesía de lo cute, de esos que dan ganas de besar y abrazar, de esos que gustan precisamente porque no son perfectos.
El cute me dijo que vivía en un hotel de Gran Vía, con todas sus pertenencias en cuatro maletas. Venía de Panamá, antes había estado en Florida, primero en Mallorca. En todos los lugares por donde le había llevado la empresa farmaceútica para la que trabajaba. Ahora, Madrid.
Estaba buscando piso en la ciudad, hablando conmigo aquella noche, haciendo amigos. Pocos días en el país y ya quería ser feliz.
Pensé que sólo quería un rato de charla o que yo no le había gustado mucho, porque tras un par de risas y conversaciones, se disculpó y marchó a hablar con otros chicos que había conocido durante la noche.
Como yo estaba de vuelta en la bicicleta, recordé la lección y me enderecé: ya vendría otro o volvería a casa solo. No hay dolor, aunque mañana volviera a morirme de envidia cuando viera besarse a Emily VanCamp y Barry Sloane.
Pero regresó el cute internacional, me presentó a sus amigos y la noche recobró sentido. 
Salimos afuera a fumar un cigarrillo, me dijo que tenía frío, yo le abracé para que entrara en calor. No tardamos ni dos segundos en besarnos.


Entre beso y beso, me dijo, con un tono entre súplica y deseo:
- Vente conmigo.
Y, yo, con la polla a reventar en los pantalones, le contesté:
- Hasta el fin del mundo.
Conocí su habitación de hotel, vi las cuatro maletas que contenían su vida y pude quitarle la camisa de hortera que llevaba.
Por entonces, me di cuenta que yo le gustaba mucho.  De hecho, estaba inseguro de que fuese recíproco. 
- Con esa sonrisa, los conquistas a todos, ¿eh? - me dijo.
Yo sonreí, que es lo que mejor se me da, mientras él me desvestía, me daba la vuelta y yo pensaba que habrá cosas más sublimes en el mundo que el folleteo, pero no se me ocurría ninguna.


Al día siguiente, cuando desperté en la habitación de hotel, él dormía profundamente. 
Yo quería darle un buen final a la historia, que nos siguiéramos gustando, que aquello fuera el principio de mi regreso a las andadas. 
Había tenido una noche con un chico guapo y agradable; todos los mierdas del año pasado se olvidarían aquella mañana y recuperaría la confianza. Dejaría de ser espectador para volver a ser actor de mis propias historias. Sin imitación posible.
Él dormía y no se despertaba el muy cabrón, por más que le hiciese monerías. Al final, abrió los ojos, me besó otra vez y me tranquilicé. 
Se inclinó sobre mi espalda y fue a por mi oreja. La mordió, mientras su respiración me ensordecía y me excitaba cada vez más. Apretaba sus dientes contra el cartílago, mordía el lóbulo y la habitación desaparecía para mí. Desaparecían las historias, desaparecía yo, nada importaba, sólo él y su sonido, sólo él y su mordisco.
Al rato, me vestí, con intenciones de marcharme, para que la historia tuviese ese buen final, para que no se deshiciese con la mañana, para que nada, ni nosotros, lo jodiera todo.
Él, demasiado silencioso, se quejó y me tumbó a su lado por última vez. Me desabrochó dos botones de la camisa, metió su mano en mi pecho, sujetándome el tórax. Descansamos, respiramos a la vez, tranquilos, con el corazón en paz, un poco menos solos en el mundo.
Cuando me fui, le dije que se cuidara. 
Él estaba triste, quizá esperaba un intercambio de teléfonos. 
Yo, que hace tiempo que no soy partidario, pensé lo que nunca le dije: si había que volver a verse, nos veríamos. Sin necesidad de artificios ni compromisos. Nos encontraríamos si realmente queríamos y sabríamos cómo.
Si no, aquel final podía ser un buen final.
Bajé las escaleras del hotel y salí a la Gran Vía. Eran las once de la mañana y tenía el pelo ideal para un walk of shame en condiciones. Volví a casa.


Aún no había llegado la ironía. 
Normalmente, si se pasa de un caballerete, se obsesionan; de hecho, es la mejor manera de engancharlos. 
En mi caso, he pasado de él y me he obsesionado yo. 
Saldré este viernes para intentar buscarlo, para poder verlo. Lo recuerdo todos los días y mi oreja lo echa mucho de menos. Me pregunto si pensará en mí, me pregunto si alguna vez leerá esto y dirá, a mi lado: "Es verdad, así nos conocimos, así empezamos".
Y será entonces cuando toda la historia tenga sentido y de la mañana de la habitación de hotel, haya días, noches y desvelos, muchas cosas que decirse y más botones que desabrochar.
- Vente conmigo.
- Hasta el fin del mundo.
Ese sería el segundo episodio. 
Aquella mañana, en plena Gran Vía, despelujado y con la ropa de la noche anterior, simplemente volvía a casa. Y lo hacía con una sonrisa. 
Es lo que mejor se me da.

3 comentarios:

  1. ¡Bravo! ¡Bravísimo! Que buena entrada Josito. De las mejores de este mes, jeje.

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  2. Que buena entrada, te comprendo compañero!!! Haber y si nos muestras esa sonrisa que mejor se te da...

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