martes, 23 de abril de 2013

Miradas de Marlene Dietrich


Entre los mil y un milagros de su fotogenia, apareció esa mirada, ensimismada, pensando en vete a saber qué. 
Y también se contaron nuestros ojos, los que todavía no pueden apartarse de Marlene Dietrich, o ese poder de fascinación irrepetible.
Por el rostro, por el cuerpo, por el mito, por la mujer, desfilaron amantes, películas, años del siglo XX y una vida sin imitación.
Al final, la Dietrich fue Historia, fue cultura, fue folclore de los mil novecientos. Era el entretenimiento al viejo estilo, la seducción en tiempos de represión, la victoria de la belleza en mundos de dolor y sufrimiento.
Contada desde la odisea de la Europa nazi hasta la América triunfante, Marlene simbolizó el éxodo y, como seña de identidad, se reinventó para seguir siendo la misma. 
Era distante e imposible, elegante y erótica, de piernas largas, voz sensual y boquilla humeante, apéndice del acento que recordaba el país que dejó atrás.
Hollywood fue corona pasajera, mientras los micrófonos de medio mundo, el reinado perpetuo. Se retiraría como las grandes divas: porque ya no se veía bella.


Sus detractores decían que no había nada verdaderamente único en Marlene Dietrich, sólo era una creída. 
En cualquier caso, para mistificarse, lo primero fue convencerse de la propia importancia.
Y, entre pieles, pantallas plateadas y vestidos que reverberaban en la imaginación, la Dietrich fue todo lo que estaba destinada a ser: una estrella del cine, un símbolo sexual, un icono gay, un mito lésbico, una diosa de los pies a la cabeza.
Su mirada felina, su sonrisa casi vampírica y su gesto de duermevela la devuelven curiosamente inasequible al paso del tiempo, indudablemente genial. Sí, había algo humoroso, irónico, único en Marlene. 
Era la sensación del peligro desde el confort del glamour. Era sexo, puro sexo. Y, como decía Jean Cocteau, su nombre empezaba como una caricia y terminaba como un látigo.


En la Alemania de los años veinte, crecía y gestaba Marie Magdalene Dietrich, una niña sin demasiada suerte laboral, pero muy proclive a subirse a los escenarios de los antros bisexuales que pintaban el Berlín de entreguerras.
Desde la decadencia, encontraba los pequeños papeles en las tablas de Viena y en los decorados berlineses de la UFA. 
Fue Josef Von Sternberg quien la señaló para la gloria. Marlene, su Marlene, diría para siempre el director.
La llamó Lola-Lola, el nombre que repetían los estudiantes de "El Ángel Azul". 
Un respetable y reprimido profesor va al cabaret a por el motivo del revuelo, y ahí aparecía la vulgar de las medias, el barril y el liguero, la que lo llevará a la perdición desde una simple sonrisa.

"El Ángel Azul"

El éxito internacional de esa obra maestra del horror, perfecta síntesis de la ruina moral de Alemania en aquella época, llevó a la Paramount a interesarse por la joven Dietrich.
En competición con la Garbo de la Metro, la Paramount se apresuró a dar una respuesta alemana. 
Así, Marlene llegó a Hollywood. Entre el estudio y Von Sternberg la cambiaron, la adelgazaron, la maquillaron, le pusieron los focos. 
Cuando se estrenó "Marruecos", el público ni la reconoció.

"Marruecos"

Verla fue amarla, de nuevo. Se enamoraba de Gary Cooper, quién no. Pero, como novedad, aparecía vestida de smoking y besaba a una mujer, desde esa provocación bisexual que se haría sello dietrichiano.
Por el desierto, seguía descalza a Cooper. Por el plató, no le hacía falta perseguirlo. Vivieron un romance, que no sorprendió a nadie. 

Con Gary Cooper en "Marruecos"

Marlene en Hollywood fue cosa de von Sternberg, que se confesaba loco por ella. 
La inmortalizó en una sucesión de bizarrías, que se encuentran entre las películas más delirantes y exquisitas jamás firmadas en el cine norteamericano. 
Serían papeles clásicos como la romántica prostituta de "El Expreso de Shanghai" o la aún más romántica espía de "Fatalidad", que se pinta los labios en el reflejo de una bayoneta antes de ser fusilada.
En "The Scarlet Empress", incorporaría a Catalina de Rusia en un espectáculo alucinante y adelantado a su tiempo, que sólo devolvió una severa decepción comercial. 
Tras el descalabro de "The Devil Is A Woman", la Paramount despidió al director y se quedó con la estrella.

"The Scarlet Empress"

Éxitos como "Deseo" hablaron de una Marlene que podía nadar sola, pero no fue verdad. De hecho, nunca sería la misma sin Von Sternberg y el éxito cinematográfico se dijo esporádico. 
Los retornos, siempre espectaculares; la continuidad, nula. Ella decidió que no le importaba y aseguró que jamás había tenido ningún plan artístico.

Con James Stewart en "Destry Rides Again"

Estallaba la Segunda Guerra Mundial y los intereses de Marlene estaban en lo que sucedía en Europa. 
"Hitler es un idiota", aseguró, rechazando las voces nazis que querían seducirla con una gloria cinematográfica en el Tercer Reich.
Se naturalizó estadounidense, cantó para las tropas aliadas y los alemanes se sintieron traicionados. Hasta la madre de Marlene habló pestes de su hija.
Cuando terminó la tragedia, volvió, recuperó a su familia de entre los escombros y dijo que, cuando vio la guerra, dejó de creer en Dios.



En los barracones de uno y otro lado, todos habían llorado por "Lili Marleen". Cuando acabó la guerra, lo apropiado fue clamar por "La Vie En Rose".
Entre las películas contadas, Marlene nació para los cabarets y las giras, donde su voz era más personal que versátil. 
La iluminación, los vestidos que simulaban desnudez, las expresiones rígidas y cierto halo de tristeza por la Europa arruinada; decían que Marlene hacía inmortales a canciones que nunca lo fueron.


Como mujer del deseo, Marlene reventó todas las camas y siempre se confesó bisexual. Bromeaba como nadie lo hacía entonces. "En el fondo, soy todo un caballero", decía.
Y asumía que afrontar el sexo libremente era una cuestión europea. "En América, el sexo es una obsesión. En otras partes del mundo, es un hecho".
Antes de "El Ángel Azul", en Alemania, se había casado con Rudolf Sieber, marido y asistente durante toda su vida, con quien tuvo su única hija, Maria. 
Marlene y Rudolf vivieron un matrimonio bastante curioso, por cuanto él le hacía llegar la correspondencia de sus corazones rotos, y ella aseguraría económicamente a Rudolf y su amante en los últimos años.
Entre los incontables compañeros de dormitorio de la Dietrich, se encuentran Gary Cooper, John Wayne, Jean Gabin, James Stewart, Kirk Douglas, Erich Maria Remarque, George Bernard Shaw, Mercedes Acosta, Yul Brynner.
Se enorgullecía de haber estado con tres hombres de la familia Kennedy: el abuelo, el padre y el hijo presidente. Éste último, en la Costa Azul, tan joven, siguiendo los pasos de Marlene, escalera arriba hasta su apartamento.
Los años pasaban por Marlene Dietrich y ella hacía milagros para disimularlo, en aquella era previa a la cirugía plástica. 
El alcoholismo, los tranquilizantes y varias fracturas la condenaron a resumirse en escena, entre una salud deteriorada y un cáncer que pudo combatir con éxito.
Al final, dijo que no quería más luces. 
Maximilian Schell se acercó a ella para rendirle homenaje en un documental. Marlene sólo prestó la voz. 
Era 1984, y su país de origen la había perdonado, casi la había entendido.


Su última década la pasó en cama, pero mantuvo contacto con sus amigos y correspondencia con sus aliados, siempre inquieta hasta desde la quietud, sobre todo misteriosa en su interés por la política.
Rondaba los noventa años cuando amaneció 1992, y la vieja Marlene se echó a dormir en París, entre cartas por contestar, teléfonos a los que llamar, películas que había olvidado, cosas que no había tomado en serio, recuerdos que dolían y otros que calentaban el corazón de la gran diva. No despertó más.
Empezó como un látigo y terminó como una caricia.

Como Shanghai Lily en "El Expreso de Shanghai"

A los pocos años, su hija Maria Riva se cobró la esperada venganza, a golpe de inevitable biografía.
Escribió que Marlene era una mujer solitaria, y más que bisexual, fue una gran asexual, que nunca amó a nadie, para la que el sexo era sólo un instrumento de su vanidad, una manera de agarrar a las personas a su alrededor para luego soltarlas.
Maria Riva no echaba de menos a su madre, confesó, porque nunca había tenido una. Sólo había conocido a la misma Marlene Dietrich que el resto del mundo. La diosa inalcanzable, atrapada en su magnificencia otorgada.


En ese sentido, el retrato más impecable de la hipocresía tras la belleza podría ser aquel que Marlene había dado en "Testigo de Cargo", donde los colmillos parecían más afilados que nunca y decía aquello de "Nunca me desmayo, porque no estoy segura de caer con elegancia".

"Testigo de Cargo"

Quizá sucedía lo mismo para Marlene. Una mujer tan endurecida por la vida, tan superviviente de todo, que nunca se dejó de querer porque no estaba segura de nada.
Como todas las estrellas sometidas al descrédito posterior a sus fallecimientos, su estatus ha permanecido, curiosamente intacto, recuperado por las generaciones.
Ahí sigue el poder de la Dietrich, desde sus mejores apariciones. Irresistible, bellísima, una mujer perdida en un pasado incierto, donde los actores de cine se entendían como dioses y la calidez se encontraba en desconocer que había personas detrás de esas máscaras.
En el caso de Marlene, una máscara sencillamente fabulosa.

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