miércoles, 10 de abril de 2013

Historias Al Este del Edén


El amor es más fuerte que Trystan Bull, pero el odio es más poderoso que yo, que nosotros.
Tenemos que odiar esta tarde, tengo que odiar esta noche. 
Es la conclusión que acaricié cuando no quedaba nada por hacer, ni por planear ni por contar. ¿Cuándo sucedió? No importa. Fue cuestión de detestar. Fue cuando dejé de preocuparme y amé el odio.
Odiamos continuamente, hemos odiado toda la vida, yo odio. Pero lo he escondido, lo he desaprobado en los otros, como si hubiese aprendido la lección de los padres:
- No odies. Pasa de ellos. Crece - me decían con toda su buena voluntad.
Hará un mes, hacía footing por la calle y unos adolescentes se burlaron de mí. 
Han pasado muchos años desde el instituto, pero fue como sentirlo otra vez: esa mierda de la impotencia, de seguir adelante, de hacerse fuerte ante la gilipollez ajena.
La puta verdad es que sólo pienso en destruirlos. Darme la vuelta, sacar el rifle y acabar con sus risas. Calmarme para siempre y hacerle un favor al mundo.


Somos los que fuimos, y odiamos hoy lo que odiamos ayer. Por siempre, odiando a los jodidos gilipollas, de cualquier edad o condición.
El odio es malo y me hará malvado, vengativo, y todos podrán decir: odia por sus problemas, odia por sus complejos, odia por sus inseguridades. Sí, y también te odio a ti.
Te odio, porque me calienta decirlo. Y necesito calor. Amo mi odio porque es la prueba de que sigo vivo, de que no me he rendido, de que soy más que ese espectador de la vida de los otros.
Miro tras los cristales de tristes ventanales y mi mano barre el vaho, deslizando así la envidia, fulminando aquellos que se dicen felices, ocupados. 
- Estúpidos, no durará, ¡no durará! 
No tengo una quijada a mano, pero ahí va mi simbólico puñetazo, de parte de Caín, esta noche, para todos vosotros.


¿Puedes soportar a la gente? Para mí, es imposible. Debería echar de menos aquella época en que todo el mundo me caía bien, pero valoro mucho esta clarividencia presente. Los veo venir y los detesto desde que abren la boca. ¿Qué pretenden demostrar al mundo?
Sí, amo las personas, amo la vida, pero detesto los modos de proceder de la sociedad, su estúpida complicación, su escasa síntesis, su maldita condescendencia. 
Odio cuando encuentran la mejor manera de resultar odiosos, desde sus sonrisas falsas hasta su descomunal indiferencia. 
Odio el cinismo, odio la brutalidad, odio la excesiva finura, odio las palabras de consuelo, odio los que pretenden reinventar el mundo sin haber abierto un libro en su vida, odio los que piensan que lo saben todo, odio los que nunca piensan. Pero, en general, odio más a los listos que a los ignorantes. Aquellos son más sintomáticos, más peligrosos, más decadentes y, cada día, son peores. Listeza e inteligencia, ese divorcio.
Hablo con la gente, intento acercarme a mis amigos, y me responden con su envidia. Digo "El cielo es azul" y me replican: "Perdona, y con nubes blancas". 
Se les ve en la cara sus medios de defensa y ofensa, como buscando desestabilizarme, explotando la verdad que no me voy a saber expresarme verbalmente si me retan. Porque me desconcierta su hostilidad, todavía me pilla desprevenido. No entiendo la puta necesidad que tiene el personal de llevar la contraria.
Que se jodan, malditos tramposos. Me buscaré otros amigos, o no me buscaré a nadie. 
Odio a los que consideran que me conocen y se permiten decirme lo que me falta, lo que me sobra, lo que tengo que hacer y lo que debo dejar de hacer. Maldita condescendencia, maldita condescendencia.


Odio a los hombres que nunca me llamaron, odio a los que no eran lo suficientemente buenos para llamarlos yo. 
No odio el amor, pero odio su excepcionalidad. Me voy a pudrir de esperarlo, me voy a volver alcohólico de buscarlo, lo voy a odiar si nunca llega y, al final, sólo amaré el inminente retorno de Trystan Bull al porno gay.
Hoy y ayer, detesto a mis vecinos, a su maldita música de mierda, que está sonando ahora mientras escribo este post. Odio este post, porque quizá te sientas más identificado con él que ningún otro. 
Lo odio todo, odio a la crisis, a sus mentiras, a la escasa satisfacción que empiezan a darme las cosas. Detesto las redes sociales, porque me devoran el tiempo y me hipnotizan con sus mensajes, y empiezo a aborrecer las series de televisión y su pesimismo de diseño. Jodido pesimismo de diseño; no tiene huevos y es sólo lloriqueo.
Odio el lloriqueo, así que también odiaré este post cuando lo lea mañana.


Mi mano, el cristal, los otros. 
Los otros son los que dicen cambiar, los que leen esto y continúan sus vidas, los que tienen algo más. O eso dicen, los muy detestables.
Odio el último viernes, porque no fue como el anterior. 
Al final, sólo quiero follar y ver buenas películas. Es lo único imposible de odiar para mí en este momento de mi existencia, porque son placeres y no significan nada más que sí mismos. 
Lo demás, odio, odio, odio. Los protocolos, el futuro, las cuentas pendientes del pasado, los rencores. 
 ¿Acaso puede alguien dejar de odiar lo que te hacen sentir los jefes en los trabajos? ¿Dónde se canaliza esa furia? ¿Se perdona alguna vez? ¿Cómo se vive? 
A veces, me pregunto porqué la gente no es más violenta o está más loca con todo lo que soportan día a día. O es más dura de lo que parecen o, simplemente, necesitan el dinero.
Odio el trabajo, odio no tenerlo, odio esta ciudad y odio tener que pensar en otra. Odio tener que esperar, ¿por qué siempre tengo que esperar? Y, esta vez, aún más, porque no sé exactamente a qué.


El odio me calienta en la espera, mientras, a través del cristal, del vaho, mi mano se desliza por la vida de los otros, que se dicen felices, tontos, odiosos, que se levantan de la silla, que apagan el ordenador, que viven, que mueren, que aseguran cambiar.
Mientras, yo, tú, la pantalla, inmóviles. Pasan los años, cae el mundo y parece que todo pasó ayer. 
El tiempo es odioso, odio la manera en la que transcurre. Tan despacio y tan deprisa, tan inexorable y tan inútilmente. 
Odio el escaso significado que tiene nuestra vida. Odio la mortalidad y la imperfección, porque nadie te prepara para ellas. 
Odio los sueños, o más bien, lo que implican, lo que suponen. La frustración, la maldita frustración, la sensación de no ser más nada de lo que soy. Sólo atributos, días mejores, quizá algún aplauso, pero, al final, el mismo sinsentido odioso, la semejante incertidumbre. Y la condescendencia ajena, y la imbecilidad crónica de un planeta demasiado complicado para redimirse.
Odio, odio, odio. Es como poner las manos heladas en una chimenea crepitante de leña y fuego. Amo mi odio, ¿no amas el tuyo?
Como todas las pasiones, repetirla, recrearla, escribirla se considera escupirla. Como todo escupitajo, saldrá fuera, se quedará en el suelo y, tarde o temprano, desaparecerá. 
Estaré tranquilo, sin odio ni tristes ventanales. Al Este del Edén, la calma.
Si hay algo que nunca he odiado es la paz. Oh, la paz, ¿dónde está? ¿Dónde está?

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