miércoles, 17 de abril de 2013

La Reina de Las Nieves


Mi semana se miró con otra luz y después de tanto odiar, apareció la reconciliación con el mundo. Llegó el buen tiempo y volví a amar la ciudad. Volví a buscar las historias.
Y, según dicta mi orientación sexual, yo encuentro las historias en un sitio en concreto: lo llaman el bar gay.
Fue una de tantas noches. ¿Cuántos días habrán pasado? Las cosas después de la doce se difuminan, a veces, no parecen ni reales. Son como un rayo, del que se dudará haberlo visto en la oscuridad del cielo.
Aparecí yo en el bar gay. Serio, tímido, desde la distancia, como una Reina de las Nieves entre el bullicio.
Ahora la gente sale poco y mal, el mismo día, todos apretados en el mismo bar. Es horrible. 
Pero no hay otros días. La crisis y no hay ganas. Quién tiene ganas de salir ahora. Yo, de manera intermitente. 
Dicen que si dejas de buscar el amor, lo encontrarás. Pero me consta que, a mi casa, no va a llegar, salvo que el hombre de mi vida sea el cartero. O, quizá, alguno de mis lectores. Sí, soy como Sara Montiel: acabaré casado con un fan.
De momento, a ponerse guapo y a la calle.


En un bar como al que voy, buscar el amor no es tan decisivo como encontrar un sitio donde no me aplasten. 
Camino y me encuentro con el dueño. Me mira, abre mucho los ojos y me dice:
- Josito, oh, Josito.
Me abraza como no me ha abrazado nunca, me da dos besos con toda su barba y me huele el cuello como si ya fuera suyo. 
- ¿Qué colonia llevas?
Se lo voy a decir, pero asegura que prefiere adivinarlo.
- Luego te encontraré y te lo diré - me avisa.
No sé qué pensar de él, como tampoco él sabe qué pensar de mí. No nos conocemos demasiado. Me cae bien. 
Es un Obélix de la vida, imponente, glotón, casi baronial. Debe gustarme más de lo que quiero reconocer, porque me pongo nervioso en su presencia, no acierto muy bien sobre qué decirle. A veces, noto que a él le pasa lo mismo.


Encuentro un lugar en su bar, donde apoyarme aunque me aplasten, mientras la música entra restallante, pasan los chicos, miles de chicos, la mayoría, más bien hombres, muchos gordísimos, alguno que nunca se baña, otros en grupos. 
Los que van en grupos son muy irritantes, porque se hacen dueños del bar sólo por tener amigos y nunca miran a los lados, si no es para mirarte sin verte. 
Muchos de ellos se comportan como niñas bobas. No me molesta el grado de afeminamiento, sino la estupidización aceptada, en esa especie de teatro, donde la más petarda es la más guay. Está claro que hay muchos hombres homosexuales que confunden su liberación con un pasaporte a la gilipollez.
Los oigo hablar y no sé si estoy en un bar o en la clase de unas niñas de un colegio de monjas, en pleno subidón hormonal.
- Holaaaa, hoy no me has dicho nada nada nada... Sí, me has saludado, pero no me has dado un beso... Será porque eres de Cáceres - todo esto al camarero, que sonríe, sonríe, los besa y les dice qué quieren de beber.
Ellos beben, entre sus barbitas y sus treinta años, que se sienten como quince. Si me miraran, si me preguntaran mi opinión, probablemente me dirían:
- ¡Envidiosa! ¡Snob! ¡Antisocial! ¡Reina de las Nieves!
¿Tendrían razón? Quizá sí, quizá no. Ha pasado tanto tiempo, que ya no sé qué opinar de los bares de ambiente. Cuando era joven, los odiaba, porque el primer contacto que tuve con ellos fue en mi patria chica, y allí eran una cosa horrible y barriobajera. Yo, con esta pose que me traigo de escritor maldito y actriz glamourosa, no me sentía particularmente cómodo en aquellos lugares. Los evitaba.


Chueca no está mal. Hay variedad dentro de la uniformidad y, si bien nunca he logrado sentirme en Tierra Prometida al cien por cien, ni he conseguido tener muchos amigos, sí me lo he pasado muy bien. A veces, muy requetebién.
No sé porqué no tengo muchos amigos gays. Podría decir porque pienso que la amistad no debe ser forzada o interesada, y muchas amistades de ese tipo lo son. He tenido algunos amigos gays con los que salía, pero no debí tener mucha suerte, porque eran un auténtico coñazo. Aquello de "mejor solo que mal acompañado" me lo apliqué. ¿Con acierto? Probablemente.
Allí, yo, la Reina de las Nieves, desconectando, intentando permanecer despierto. Todo con moderación, mirando a los lados, viendo a los chicos. Qué incomodidad, qué cantidad de gente.
-  Holaaaa, hoy no me has dicho nada nada nada... Sí, me has saludado, pero no me has dado un beso... Será porque eres de Cáceres.
Entre el grupo de estos barbudos, miraba con especial atención a uno de ellos. El verano pasado, nos acostamos en una noche como esa. Por entonces, él iba de serio y salía solo, como yo.
Me dijo que hacía muy poco que salía por el ambiente, nadie de su familia lo sabía y el ambiente gay le atemorizaba. No lo entendía bien.
Ahora es novio de uno de los habituales y, de ponerse todo machote, ahora es una pava más. Y fue el que dijo lo de "será porque eres de Cáceres".
Si algo nos caracteriza a los homosexuales - y nos ha caracterizado siempre - es el exceso. Así somos. Demasiado para todo. Para el sexo, para el amor, para la masculinidad, para la femineidad. Para ser demasiado intelectuales o demasiado petardas, para ser demasiado dolientes o demasiado cínicos, para ser demasiado tímidos o para ser demasiado extrovertidos, para ser Apolos o para convertirnos en Obélix. Todos los pelos o ninguno, todos los músculos o ninguno. En lo que hacemos, en lo que sentimos, aparece la afectación, hasta por omisión.
El exceso es nuestro modo de imponernos frente al mundo, será lo que recen nuestras lápidas, es lo que nos hace vulnerables y especiales, al mismo tiempo.


Muchos se integran en un grupo de amigos, de los que no miran para los lados, quizá porque les han hecho daño en esos lados, tal vez porque ya no los necesitan. Ahora pertenecen.
Mi exceso está en la distancia. 
Y, mientras me planteo si deseo un bar gay perdido en la memoria donde sonaran los Carpenters antes que Mónica Naranjo, me sorprendo y lo que más me llega esa noche es la letra de "Sobreviviré". Sí, quiero elevarme como el humo azul y no sufrir más, amor.
Amor, amor, palabras, palabras. ¿Lo encontraré si demuestro mayor simpatía? Suele suceder que muchos se me acercan y me dicen: ¡Estás muy serio! La mayoría me lo dicen como manera de entrar e iniciar conversación, pero a todos les sonrío. Yo sonrío, siempre sonrío. 
¿Quién teme a los bares gays? ¿Me gustan o no me gustan? A veces, fantaseo con que llega un hombre maravilloso, me pide en matrimonio y me dice: "Pero nunca pisaremos un bar de ambiente". Y yo le contesto: "¿Dónde hay que firmar?".
Pero, como muchas cosas de este mundo que nunca fueron perfectas ni mucho menos ideales, forman parte de mi vida. 
Sobreviví y creo que, al final, echaría de menos lo que, a veces, me resulta un poco insoportable. Y, en el fondo, creo que la respuesta siempre ha estado en el camino intermedio entre mi timidez y mi pereza.


El dueño del bar nunca llegó a decirme el nombre de mi colonia. Hay tanta gente en su local que dudo que hasta se acuerde de mí. 
Han volado las horas.
En el exterior, fumando un cigarrillo, un tipo me empieza a hablar. No me preguntes cómo, pero nos estamos besando. No sé porqué ni de qué hemos hablado para llegar a ese momento. Tal vez sólo cruzamos las miradas, media sonrisa y arre. 
Entre el morreo, sí soy consciente de que no sé su nombre, ni él el mío. Mal asunto.
Cuando me dice: "¿En tu casa o en la mía?", me subo al trono de hielo, el de los confines de la Tierra, donde se cuenta la leyenda de la Reina de las Nieves.


No hay historia si no hay nombre. Y yo busco historias, con dirección, con sentido. Sobre todo, busco las de un final menos evidente. En otros tiempos, le hubiese dicho que sí. Por prudencia, por verle la cara a la nada, por frialdad, le digo:
- Quizá otro día.
El invierno se termina con los besos, llegará el deshielo, la edad no perdona. Así dice la leyenda. 
Vuelvo caminando y, desde un coche, un chico, entre tantos, me dice:
- Eh, chulo, te vas a casa todo chulón, ¿eh?
Y yo, sonrío, por supuesto. Siempre sonrío.

1 comentario:

  1. Palabras como homo o ambiente cogen profundidad después de leer esta entrada.

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