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miércoles, 18 de diciembre de 2013

El Futuro y El Cine


En otros tiempos, el futuro lo representaba el cine, esas imágenes que se movían como por arte de magia, otro invento más de la revolución tecnológica. 
Cual expresión artística, el cine también contaría nuestras miradas futuristas, nuestro profundo temor al mañana, nuestra necesidad de saber qué pasará.
En la propia esencia de la ficción, está la curiosidad por el capítulo siguiente y el cine basa sus argucias en el suspense dramático. Ver una película es estar en esa oscuridad misma de la vida, donde lo predecible es tan doloroso como lo inesperado. 
Desconocer el porvenir es ese enigma del ser humano, que se contagia al espectador, precisamente en una sala oscura, indefenso, con dos horas por delante, donde todo - o nada - puede pasar. 
El futuro preocupa un día, se olvida al otro. Como los personajes de las películas, hacemos planes e improvisamos por el camino.
Esa manera de pensar es la manera de pensar del cine, que se cuenta en presente y proporciona la ilusión de que lo sucede en la pantalla está ocurriendo en la vida real.


Pero, ¿qué ha pensado el cine sobre el futuro? 
Como cualquier manifestación artística o reflexión humana, ha visto el mañana con ojos de presente. Toda entrega de lo futurible está mediatizada por las épocas, las modas, los hechos históricos más recientes y los fenómenos culturales imperantes. 
Aunque, si hay otra constante en los cuentos futuristas y la ciencia ficción, es el temor al mañana. El futuro, de manera casi insorteable, se narra como un paraje desagradable, una distopía, esa sociedad indeseable que nos merecemos.

"Alphaville"

El futuro es un castigo divino, entendemos.
Ni el cine ni nosotros lo predecimos como un lugar mejor, sino como el latigazo a nuestra soberbia, donde el espíritu humano, la cultura y la Naturaleza sucumbirán al imperio de la máquina. ¿De dónde surge esa visión?

"Blade Runner"

En primer lugar, de la propia incertidumbre, de la visión trágica de la existencia y de la misma estructura de nuestras vidas, esas que acaban necesariamente en muerte. 
La caída de la humanidad como el final del mundo está en todas las tradiciones y culturas. 
En la Edad Media, se entendía el Apocalipsis como el tiempo donde caerían todos los pecados mortales bajo el rayo de un Dios-señor atronador, que se encargaba de que pagaran pecadores por justos. 
El Juicio Final podía consolar a muchas almas en pena, pero daba mucho miedo a todos. El futuro, ya por entonces, consistía en ajustar las cuentas.


Las narraciones futuristas y especulativas que el cine heredaría estaban en sintonía con los avances tecnológicos de la centuria anterior.
En el siglo XIX, se pusieron de moda las historias más famosas sobre la evolución posible del ser humano, donde los inventos, los viajes espaciales o las migraciones temporales entraban en juego.
Como decíamos, el cine fue uno de esos inventos y una de sus primeras y más divulgadas imágenes fue un viaje a la Luna.


¿Hasta dónde podía llegar el ser humano?, se preguntaban narradores y filosófos. Y la siguiente pregunta era, ¿estaba preparado?
El cine deseaba ser visionario y contó el futuro con decorados excéntricos y robots sexuales. Es decir, con "Metrópolis". 
Esa ciudad aglomerada, congestionada y fatalmente deshumanizada, que ha olvidado los viejos valores en función de los vanos placeres es el ejemplo de que, en toda ciencia ficción, hay cuento moral y escepticismo sobre los avances del progreso.

"Metrópolis"

La deshumanización pasaba curiosamente por la entrega carnal, como simboliza la falsa Maria, que, a la manera de un personaje biblico, se viste de ramera peligrosa y vuelve locos a los hombres. ¿Es acaso la ciencia ficción un género conservador? 
Los nazis adoraron el sentimentalismo de la película, mientras la Historia del Cine quedó impresa de esa visión fabulosa y fastuosa del tiempo del mañana.
Herbert George Wells llamó a "Metrópolis" la más tonta de las películas, quizá por la ingenua conclusión de que cualquier conflicto se soluciona en el corazón de los pueblos.

"Metrópolis"

Más escépticas eran las historias de Wells sobre hombres invisibles y guerras de los mundos. 
Orson Welles retransmitió su invasión alienígena cual noticiario en 1938 y el país entero se llenó de paranoia. Fue esa clara ocasión donde se evidenció la inseguridad de la sociedad ante los azares de la vida, incluso aunque vinieran anunciados al descabellado ritmo de marcianitos verdes.
El futuro como un decorado palacial, a la manera de "Metrópolis", reaparecería muchas veces.
Entre ellas, en la película dirigida por el precisamente decorador William Cameron Menzies, "Things To Come", obra de culto basada en texto de Wells sobre futuros donde se suceden guerras ultradestructivas y sistemas indeseables.

"Things To Come"

La mirada del futuro como una crónica anunciada, que se remarcaba en grandes letras e improbables escenarios, dio paso a la ciencia ficción entendida como subgénero.
Durante muchos años, mirar al futuro en el cine fue asunto de la parodia y la serie B, de aspecto inofensivo, aunque rica simbología.
En los años cincuenta, la ciencia ficción estadounidense cuenta, debajo de su camp, el temor atómico, la paranoia anticomunista, la obsesión por la estabilidad y la represión sexual.
Los robots tiene el mismo componente erótico que la María de "Metrópolis", mientras las oscuras amenazas extranjeras se entienden como desintegradoras de un estilo de vida pacífico y ordenado.

"Planeta Prohibido"

En los años sesenta, se labró el camino para entender la ciencia ficción cinematográfica con el mismo nivel que la literaria.
Con "1984" bien aprendida, el temor al futuro era el temor al Estado policial, de pensamiento único, ese que arrasara con la cultura y la disensión.
Temas que aparecen en cineastas de la Nouvelle Vague, como Godard y su iconoclasta "Alphaville",  o Truffaut y "Fahrenheit 451", adaptación del relato de Ray Bradbury acerca de un mañana donde todos los libros se queman por orden sumarísima.
A nivel comercial, dos éxitos librarían a la ciencia ficción de los márgenes del bajo presupuesto.
Por un lado, "El Planeta de los Simios", otra pesimista visión de un mañana donde la humanidad vive subyugada por unos monos que han heredado todas sus vanidades y las han multiplicado por mil.

"El Planeta de los Simios"

Y, por otro, "2001, una Odisea del Espacio", de Stanley Kubrick. Como buen paranoico, el señor Kubrick siempre observó el mañana con preocupación y ya contó el pavor por la guerra nuclear en la sátira "Dr. Strangelove".
Según relato de Arthur C. Clarke, con "2001", aparecía la visión definitiva del mañana, como ese lugar lacónico de puro silencioso, perdido en larguísimos viajes a través del espacio, en busca de aliviar nuestra soledad de terrestres.
Como en todo viaje al futuro, la verdadera odisea se vivía hacia nuestro interior, hasta los resortes de nuestro pensamiento, hasta las telas de nuestra angustia. 
"2001" era ese inquietante caminar por el filo de lo incognoscible, de aquello que nunca seremos capaces de entender.

Keir Dullea en "2001, Una Odisea del Espacio"

Desde entonces, la ciencia ficción ha sido el género predilecto de aquellos que se preguntan nuestro porqué, mientras se desarrollan argumentalmente como pugnas por recuperar lo perdido en el tiempo. Muchos de esos viajes al futuro concluyen con un necesario regreso al presente, al hogar, a nuestra "pax romana".
De manera innovadora, Steven Spielberg confió en el futuro. 
Como cineasta optimista y adorador del progreso, sus "Encuentros en la Tercera Fase" fueron pioneros en observar el mañana y lo desconocido con ojos de fe. 
Antes que una decadencia de nuestros valores, quizá llegue la solución a nuestras tristezas, más que nunca en aquellos años setenta del desencanto.

François Truffaut en "Encuentros en la Tercera Fase"

Películas que predicen el futuro no necesitan art-decó ni robots. Y ahí está "Network", que en 1976, vio la televisión y la globalización como las definitivas fuerzas del mañana. La entidad visionaria de esa película es escalofriante; como pocas, adivinó lo que iba a suceder.
En 1982, la deshumanización y la reaparición de la vil metrópolis reapareció, y de qué manera, en "Blade Runner".
Su diseño de producción predijo con claridad el inevitable panorama sórdido y azotado por la lluvia ácida que presentarían muchas grandes ciudades en cuestión de años.
Pero su discursiva se centra en el significado de la humanidad atrapada en mundos sofisticados; replicantes, yuppies, "Blade Runner" cuenta, sobre todo, los años ochenta.

Rutger Hauer en "Blade Runner"

En esa misma década, Terry Gilliam también se apuntaría otro tanto en cuestión de grandes obras distópicas con "Brazil".
Bajo el faro orwelliano, nos contó un futuro espantoso, burocrático, tubular, carcomido por la frivolidad y la indiferencia social, y estrictamente vigilado. Es la sociedad con déficit de atención, atontada por la televisión, estúpidamente romántica y conformista.
"Brazil" es otra película realmente visionaria, donde su excentricidad original aparece hoy como dolorosa actualidad en muchas de sus conclusiones.

Jonathan Pryce en "Brazil"

El genio del cómic Alan Moore también insistiría en esa idea de la televisión conjugada con el neofascismo en dolorosas advertencias como "V de Vendetta", donde, a la manera de "Brazil", el terrorismo parece la única respuesta posible del individuo para defenderse y vengarse.
La preocupación por las pantallas ha insistido en los últimos años en sus capacidades amoralizantes. 
Ya estaba apuntado, un tanto puerilmente, por Kubrick en "La Naranja Mecánica", donde la juventud es gamberra por aburrimiento y estética y cualquier culpa pasa por el frío sistema en el que se desarrollan.

Malcom McDowell en "La Naranja Mecánica"

Episodios como la matanza de Columbine asemejaban esa clase de distopías, donde el cerebro sobreexpuesto se anula de piedad y compasión, e imita el mundo imaginario y visceral de los videojuegos de destrucción; éstos, a menudo, situados en futuros destruidos, oscuros y belicosos, antitesís completa del mundo en el que viven sus consumidores.
Por el momento, no hay nada científicamente demostrado, aunque el hecho de que Hollywood prefiera su violencia bien glamourosa tampoco debe ayudar mucho.
Más allá del siglo XX, las predicciones tremendistas sobre el mañana no han dejado de estar en boga. 
Se temía el cambio de siglo, espantaba el Apocalipsis maya y las ficciones cinematográficas ilustraron cataclismos, fallos técnicos y el brutalísimo colapso de un planeta que no puede estar más alambicado.
Como siempre, con ese punto de contar el caos al espectador para devolverlo a la estabilidad en el último minuto y/o con la indicación moralista de lo que vendrá si seguimos malgastando agua, obviando el reciclaje o relativizando el amor de nuestros familiares.


Después de tanto cuento de terror sobre los mañanas del mundo, habría ahora que plantearse el futuro no como esa noche oscura donde nos aventuramos, sino como el lugar que superamos una y otra vez, día a día, año a año. 
Hablar del futuro con tristeza es lo mismo que callar sobre la muerte: se les hace un favor, se permite que nos conquisten.
En palabras de Patrick Dixon, tomemos las riendas del futuro o el futuro tomará las nuestras.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Los Nazis y Las Películas


El cine creció en el mejor y el peor de los tiempos, parafraseando a Dickens.
En los años veinte y treinta del siglo pasado, fue cuando el invento de feria se transformaba en el poderoso medio de comunicación que hoy conocemos.
Y, en aquellas décadas, irrumpían las vanguardias artísticas y el glamour de las formas, quienes ribetearan de imaginería y cultura a las imágenes del cine. 
Pero bien lo sabemos: también fue la era del fascismo y la inevitable llegada de otro colapso bélico internacional.
El cine encontró su mayoría de edad frente a los nazis y la Segunda Guerra Mundial, que se convertirían en temas recurrentes, para entender lo que había sucedido, para contarlo al público, para adornar dramas y, en definitiva, para servir de trastienda y contrapunto a muchas de las películas más aclamadas.

Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en "Casablanca"

El cine demostró su poder durante ese proceso histórico y encontró tres de sus valías: el escapismo, la propaganda y la capacidad testimonial. 
Las mejores películas alemanas de los años veinte contaron la pavorosa situación del país, a golpe de expresionismo. 
Las grandes obras de Murnau, Lang o Pabst nos traen la decadencia en todos los estratos de un país sacudido por la humillación y la crisis económica, donde los valores se hundían en el sumidero, mientras surgían las ideas totalitarias como terrible respuesta.

"El Último"

Ya en los años treinta se consideró que el aparato de las imágenes en movimiento era mucho más que entretenimiento; podía influir en los espectadores y era capaz de cambiar la opinión pública. ¿Era posible que el cine también declarase la guerra?
Alemania, ya bien ribeteada de nazismo, señaló con el dedo a "Sin Novedad en el Frente" como la película de Hollywood a detestar, esa que osaba retratar la Primera Guerra Mundial desde el punto de vista de los alemanes y además se preciaba en lanzar un sentido discurso pacifista.
Hitler la colocó en su lista de películas prohibidas y Hollywood, como imperio económico, decidió andar con cautela en torno a lo que ocurría en Europa Central. 
Se ha publicado recientemente un libro que habla de ese tácito colaboracionismo, que sacrificó ataques directos contra Hitler por un estreno en condiciones y una taquilla saneada en Alemania y países simpatizantes.
A Hitler le encantaba el cine y, cuando vio "Metrópolis", la llamó su película favorita. 
Era una producción fastuosa, hoy convertida en la obra icónica del cine mudo, que expresaba una ingenua apuesta por la reconciliación interclasista, asunto que deleitaba a los nazis. 

"Metrópolis"

La producción de "Metrópolis" también expresó la separación de la sociedad alemana en cuanto a sus nuevos dirigentes: la guionista Thea Von Harbou era una nazi entusiasta, mientras el director Fritz Lang no tardaría en hacer las maletas.
La UFA, productora del cine germánico, devino en campo de operaciones de la propaganda del Partido Nazi y el mismo Goebbels supervisaría colorines como "Munchausen", que reconvertía la historia del loco viajero en el periplo de un súperhombre inasequible al desaliento.

"Munchausen"

El documental conocía obras maestras de la manipulación, gracias a Leni Riefenstahl. 
Títulos como "El Triunfo de la Voluntad" y "Olympia" son bellezas estéticas de ideología aberrante, que tienen hoy una valía nunca antes encontrada en la Historia hasta el invento del cine: la posibilidad de ver las crónicas de los vencidos.

Leni Riefenstahl

Hollywood se posicionó en el conflicto del bando aliado cuando las cosas empezaron a ponerse feas, aunque aun en una película de 1940 como "Tormenta Mortal" se observa cierta timidez. 
Aunque trata la persecución étnica de los nazis y éstos son tratados como villanos, se evita utilizar la palabra "judíos", diciendo "no arios".

James Stewart y Margaret Sullavan en "Tormenta Mortal"

Tras Pearl Harbor, se acabaron las medias tintas y el nazi vivió su camino a la consagración como el villano definitivo en las películas norteamericanas. 
En principio, con clara vocación propagandística; con el tiempo, como un recurso dramático.
Como la sociedad, el cine norteamericano se fue enterando de los trapos sucios del nazismo de manera paulatina a lo largo de los años cuarenta. Desde ser el enigmático enemigo en la sombra a revelar como el cerdo psicópata y gasificador, sólo fue cuestión de desmantelar los campos de concentración.
Cuando las cámaras de gas de Auswitchz ocuparon primera plana, ya vencidos los nazis, Orson Welles se interesó por comprender las derivaciones del asunto y dirigió "El Extraño", la única película suya que fue un éxito de taquilla.
En ella, se habla por primera vez del nazismo como un cáncer arraigado, que no se solventaría con un armisticio y había que seguir tratando. 
Orson interpreta a un dirigente alemán huido, enmascarado tras la plácida fachada de un maestro de pueblecito yanqui. 

Orson Welles en "El Extraño"

"El Extraño" se hacía todo un clásico de la paranoia, a medida que se descubrían nazis en sitios insospechados y se imponía el juicio de Nuremberg para ajustar debidas cuentas.
Fue "Roma, Ciudad Abierta" la obra cinematográfica que hizo sacudir al mundo, porque hablaba de las víctimas a pie de calle del fascismo, ese brazo ejecutor y depravado que disparaba primero y no preguntaba nunca. 

Anna Magnani en "Roma, Ciudad Abierta"

Hollywood calcó ese esquema a su gusto; el nazi quedaba aislado de la realidad, sólo se entendía como el villano supremo e irredimible, cuya maldad moría cuando él lo hacía. Esa visión del fascismo tiene una considerable vigencia, la de entender al nazi como un alien.
Serían los directores europeos de izquierda de los años setenta quienes hablaran de las múltiples aristas del fascismo, que tuvo muchos responsables, que pervive en muchas políticas, que puede repetirse, que quizá resida dentro de nuestra más oscura naturaleza.

Ingrid Thulin y Dirk Bogarde en "La Caída de los Dioses"

En la operística "La Caída de los Dioses", Visconti señalaba a la burguesía aristocrática como la culpable del florecimiento del nazismo en los años treinta, entre su sed de poder y su decadencia moral. Se los retrata como pervertidos sexuales y depravados tiburones, que entendieron a los nazis como los ideales perros de presa hasta que éstos los devoraron.
Vittorio de Sica articuló otra responsabilidad, más inquietante: no hacer nada. 
Una acaudalada familia judío-italiana es incapaz de reaccionar frente a lo que ocurre y su idílico jardín, antes infranqueable, será sólo el testigo de su espantosa abulia, que los condenará a los campos de concentración, sin que su estatus social pueda evitarlo. 
Sucedía en la brillante "El Jardín de los Finzi-Contini".

Dominique Sanda en "El Jardín de los Finzi-Contini"

Bernardo Bertolucci ofrecía "El Conformista", una de las películas más hermosas de la Historia del Cine, donde se entiende el fascismo como la espantosa moda de una era, a la que se apuntaron muchos al considerarla como "normalidad".
Para un protagonista con un grave conflicto psicosexual, hacerse brazo armado de la política en boga será la manera de ocultarse y ser aceptado.

Stefania Sandrelli y Jean-Louis Trintignan en "El Conformista"

En el cine norteamericano, se tomó nota y brindó "Cabaret", donde se imitaba el estilo de "La Caída de los Dioses", entendiendo la sociedad alemana de los años treinta como un paraje de desolación económica, gamberrismo institucional, disparate estético y disipación moral.
La sexualidad bizarra y sin límites atribuida al nazismo reaparecía en "El Portero de Noche", donde la parafernalia nazi quedó asociada al sadomasoquismo. 
Lo fascista se hacía fetiche y muchos clásicos del cine erótico han jugado con esa fría violencia como recurso explotativo.

"El Portero de Noche"

Si el nazismo ha servido para fustigar la sensibilidad del público - "Marathon Man", "La Decisión de Sophie" -, escasas son las miradas a una realidad incómoda: el colaboracionismo.
La colaboración puede ser activa, pero triunfa cuando es por omisión. La ascensión de líderes tan terribles fue posible sólo porque alguien cerró la ventana y se desentendió de lo que ocurría.
Así nos los contó "Lacombe, Lucien", de Louis Malle, donde un adolescente francés se convierte en perro de los nazis como modo de crecer; la película retrata la idea fascista como un instinto ancestral del ser humano, la necesidad de poder, de cazar, de aprehender un mundo que no entiende.

"Lacombe, Lucien"

Y "El Tambor de Hojalata" nos ilustra el nazismo como parte decisiva de la vida de toda una generación, que llegó incluso hasta el umbral de las personas que se negaron a madurar y saber exactamente qué narices estaba ocurriendo.

"El Tambor de Hojalata"

Existen tantas películas sobre el nazismo y los nazis que puede entenderse su problemática como en el mejor libro de Historia.
Y, todavía, las miradas suelen ser superficiales o maniqueas, como en el caso de "La Lista de Schindler", una película cinematográficamente impecable, si bien depositada en manos de un director ingenuo que sólo es capaz de retratar lo sucedido como una dicotomía entre buenos y malos, entre brazos ejecutores y cuerpos desnudos que corren. 
"La Lista de Schindler" da una imagen escrupulosa del Holocausto, aunque no expresa nada: cambia la verdad de su personaje principal para hacerlo un héroe - Spielberg no podría abordarlo de otra manera - y se apoya en los colores y las trompetas para rematar la obra. 
Es curioso que una película tan buena sea, por otra parte, tan equivocada.

Liam Neeson en "La Lista de Schindler"

La frivolización del nazismo, el fascismo y el Holocausto pasa precisamente por opinar mucho y no saber gran cosa. 
Su insistencia en las imágenes y los argumentos de películas, series y documentales no ha sido siempre garantía de verdadera intención testimonial, sino más bien aval de su confirmación como un accesorio más de la cultura de masas.
Es quizá lo que expresa Tarantino con "Malditos Bastardos": el nazismo en pantalla popular no es más que un pulp fiction
El avispado Quentin hasta le cambia el final al asunto para dejar KO a esas audiencias que se creen muy cultas por saber que Hitler no murió así.

"Malditos Bastardos"

Cualquiera que piense un poco debiera saber que el nazismo es mucho más que la estrategia narrativa para que se odie automáticamente a un personaje. 
Es la gran advertencia de la Historia, que no nació con Hitler ni murió con él. Amaneció de una crisis económica, se nutrió de la vanidad humana y creció con la connivencia de los más poderosos.


En cualquier caso, acertada o erróneamente, las películas contaron el mayor desastre del espíritu humano desde todos los puntos de vista y la sociedad se enteró de lo que había sucedido.
Por ello, el cine, que una vez fue parte decisiva de la Historia, tendría que serlo otra vez y narrar con la misma energía y denuncia lo que pasó después, lo que vino más allá, lo que ocurre hoy. Lo que sabemos y lo que ignoramos de nuestros días y nuestras existencias.
Una imagen vale más que mil palabras, mil imágenes cambian el mundo.