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jueves, 7 de marzo de 2013

Aaron Johnson

 

El encantador nene de "Kick-Ass" se nos hace mayor a golpe de películas y sorpresas.
En el último año, hemos visto a Aaron Johnson en lo más reciente de Oliver Stone y Joe Wright: "Savages" y "Anna Karenina", dos films que no deberían dejan indiferente a nadie. 
Y, tras verlas y disfrutarlas, no hay duda de que gran parte del atractivo de sendas entregas de voluntario kitsch es culpa de la belleza de Aaron.
Todo sea por esos ojos maravillosos y ese pelo que le envidio a muerte.


Aaron empezó en la profesión a la tierna edad de seis años. Ahora tiene veintidós, si bien es cierto que aparenta muchos más. 
En el camino, ha encontrado muchas oportunidades de lucimiento y, en 2010, conseguía un primer y decisivo papel blockbuster: Dave Lizewski, el geek que quiere ser un súperheroe.


En "Kick-Ass", se calcularon las coordenadas del encanto Aaron, dentro de una de esas interpretaciones que convierten en estrella al más pintado.
Los ojos brillaron y los morritos sobresalieron entre la máscara del Kick-Ass, y la película se vistió de culto inmediato tanto como Aaron.


Nacía así otro motivo para suspirar por los chicos ingleses, mientras se labraba la carrera y la mayoría de edad para el enérgico muchacho.
En la ardiente, un tanto incomprendida, "Savages", formaba parte del trío protagonista que se ve envuelto en una delirante intriga de narcotráfico. 
Sus picantes escenas con Taylor Kitsch y Blake Lively nos contaron, más que nunca, que Aaron ya es un hombre. 
Y además, nos enseñaba un culo de lo más óptimo.
Con Taylor Kitsch en "Savages"

A continuación y sin casi tomar aliento, se imbuía de época y se teñía de rubio para ser el Conde Vronsky ideal para la operística revisitación de "Anna Karenina".
Todo fatal adulterio quedó justificado si entraba Aaron Johnson en la ecuación. Desearlo ya es obligación.

Como Vronsky en "Anna Karenina" (2012)

En "Anna Karenina", aparece por primera vez acreditado como Aaron Taylor-Johnson y las cejas ajenas ante su curiosa vida privada han vuelto a levantarse.


Todo comenzó en el rodaje de "Nowhere Boy", título indie en el que Aaron interpretó a John Lennon.
Allí se enamoró de la directora, Sam Taylor-Wood. Un amor poco común, dado que Sam es veinte años mayor que Aaron. 
De hecho, podría ser perfectamente su madre.


Ahora no sólo están casados, sino que tienen dos hijas, y Aaron ha adoptado legalmente a los anteriores retoños de Sam. 
Sam y Aaron ratifican su amor ante el mundo y los dos firman ahora como Taylor-Johnson.


Los comentarios son floridos, tanto en los foros internaúticos como en los mentideros hollywoodienses.
Hay quienes llaman Edipo a Aaron y otros se refieren a Sam como una pieza de señora, mientras muchos fans de Johnson corren a defender la relación, alegando que resulta chocante sólo porque Sam no es una mujer especialmente atractiva.
Yo me inclino por pedirle a la pareja que protagonice urgentemente un remake de "Sólo el Cielo lo Sabe". Aaron sería un sueño de jardinero.


Él prefiere desoír, atusarse ese magnífico cabello y darnos más motivos cinematográficos para caer en sus redes.
El próximo año lo veremos en la inevitable secuela de "Kick-Ass" y también como el protagonista de un revival de "Godzilla".
Independientemente del éxito que despierten, ya se erigen como dos muestras claras de que la súper industria confía plenamente en este bombón.


El placer será nuestro, y muchos los motivos para continuar soñando con el guapísimo Aaron Johnson.
O con el guapísimo Aaron Taylor-Johnson, tal y como hay que invocarlo ahora.

lunes, 4 de marzo de 2013

Multipantalla y Pastiche


El sueño de la Ilustración fue la Enciclopedia. El deseo del posmodernismo, convertir al ser humano en una enciclopedia andante.
En el mundo de la multipantalla, el Internet Movie Database y el clic decisivo, aparecimos nosotros. Los que miramos, recibimos datos y sabemos más que nadie de todo. 
Podría decirse que conformamos la sociedad que mayor cantidad de estímulos sensoriales ha recibido en la Historia de la Humanidad. Y a toda velocidad y en el menor espacio.
Internet, el mundo smartphone y las televisiones son quienes nos multiplican la ilusión de la información y la provocación del saber; sin embargo, resta la verdad de que la desproporción sólo propicia empacho neuronal.
Discriminar, distinguir, depurar y quedarse con lo valioso entre todo ese marasmo de datos, noticias y vídeos sería esa utopía de paz para nuestros cerebros.


Los horizontes marcados por la sociedad de la información fueron precisamente derribar cualquier horizonte. No hay límite más que el propio decoro en la búsqueda y la recopilación, ya sea la filmografía completa de Orson Welles o los papeles del Departamento de Estado. 
Finalmente, somos enciclopedias andantes.
Hoy podríamos averiguar a golpe de clic quién fue Lucille Bremer y porqué se retiró del cine en 1948. Podríamos tener una imagen de Hollywood en 1948. Podríamos saber lo qué ocurrió ese año. 
Podríamos escribir un relato sobre Lucille Bremer caminando por Hollywood, abandonando la Metro Goldwyn Mayer. Tenemos las herramientas para que la imagen sea la más exacta. 
Y ya no hace falta ir a ninguna biblioteca, ni preguntarle a sus familiares, ni siquiera poner el pie en los lugares del suceso. Todo está en Google.

Hollywood, 1948

Significa poder hacer Historia desde nuestra antihistoria. Somos la sociedad que bebe de otras, que mezcla, depura y construye pastiches. 
El cine, la televisión y demás pantallas son el ejemplo perfecto de nuestra sed de popurrí. 
Esta noche, podremos ver un episodio de "The Good Wife", una película de Bertolucci, un musical con Doris Day, poner una playlist de música ochentera en el Spotify o buscar imágenes de yacimientos arqueológicos en los buscadores. O contemplar lo que postean nuestros amigos en el Facebook y seguir los caminos donde nos lleven sus publicaciones.
Nuestra experiencia vital reside en contrariarla, en robar la de otros o, en todo caso, reversionarla. Mezclarla a antojo, descontextualizarla, parodiarla.
Como decía, el cine es calibrador de estas modas y sensaciones.

Tira cómica, estilo siglo XXI

Como nunca te acostarás sin saber algo nuevo - y menos hoy en día - te explicaré, muy ligeramente, los tres estadios en los que suele separarse históricamente el cine universal y, por extensión, las tendencias audiovisuales.
En líneas generales, podría hablarse de clasicismo, modernismo y posmodernismo.
El clásico se resume en el Hollywood de los años treinta, cuarenta y cincuenta, y la palabra que lo podría definir es la armonía, tanto de fondo como de forma. 

Carole Lombard y Clark Gable

Por su parte, el modernismo encuentra su mayor ejemplo en los cines europeos vividos y elogiados después de la Segunda Guerra Mundial. 
Es el cine del compromiso, intelectual y emocionalmente ambicioso y, para muchos, el único con algo de verdad.

"Los 400 Golpes"

Y, por último, el cine posmoderno, que nace de la imposibilidad de ser original. 
Si no puedes cantar, rapea; si no tienes ninguna idea nueva, haz cine por el cine. Su eclosión se vivió en los años ochenta y es rey indiscutible en la actualidad.

"Carrie" vs. "Kill Bill"

Es el cine de la imitación, el homenaje y el plagio. En realidad, es un callejón sin salida, porque cuanto más posmodernas han sido las películas, menos alternativas ha habido de ser otra cosa. 
Pretendiendo ser clásico o moderno hoy en día, serás igualmente posmoderno, porque estarás imitando a otros.
Todos los directores contemporáneos lo saben. 
Ahí está Joe Wright, que la ha emprendido con enésima adaptación de "Anna Karenina". 
Wright debió entender a priori que no existía ninguna causa razonable para resucitar cinematográficamente a la heroína de Tolstoi en 2012.

Keira Knightley en "Anna Karenina" (2012)

Así, ha desplegado un pastiche con el faro del amaneramiento. 
Teatraliza la obra para hacerla más claustrofóbica y refuerza el artificio para entonar la fatalidad de la historia. 
El problema principal es que se queda a medio camino. Esa "Anna Karenina" es una intentona de Powell y Pressburger que se revela como un Luhrmann flojo.
A la película le faltan unas décimas de fiebre y un brote más de locura. Si quería verdaderamente convertir a la Karenina en novela rosa, Wright debería haber apretado el acelerador y llegar hasta el final. 
Porque ahora el posmodernismo no es revolución fílmica, sino requisito indispensable. 
Hay que ser paródico, kitsch y autoreferencial. Y, cuanto más aberrante y amariconado, más éxito tendrá la empresa artística. Las medias tintas nunca fueron menos tintas.


Sam Mendes también lo sabe y "Skyfall" reconvierte a un personaje tan sujeto a fritos y refritos como James Bond en el héroe de un popurrí hitchcockiano. 
En "Skyfall", la película más sorprendente de la saga Bond, hay homenajes declarados a casi todas las películas de Alfred e incluso se sustituye la tradicional historia de amor fatal de 007 por un conflicto freudiano con M.
Es una película netamente posmoderna, en el sentido de que se asume incapaz de aportar algo nuevo desde el primer minuto. 
El estilo y la estilización son las herramientas básicas para enmascararlo.

Daniel Craig en "Skyfall"

Y, cuando la acción de esa "Skyfall" baja al metro de Londres, el homenaje va más allá y llega a Brian de Palma, genuino cineasta posmoderno.
Es la ironía. Ahora se copia a los que ya copiaban. 
Sucedía, de manera descarada, con la irrupción de Lady Gaga en la escena musical: decíase imitadora de artistas que, en su día, fueron hijos putativos y/o réplicas confesas de otros.

Martine Carol en "Lola Montes"

Del arte por el arte se deviene a la copia por la copia. El placer por la recolección de cosas, no sólo vistas con anterioridad, sino mil veces imitadas. 
Tócala otra vez, Sam: esa ventana indiscreta nos gustó en 1954, en 1981 y en 2013. 
Y no hay engaño, porque el espectador ha visto tanto que es consciente de que está consumiendo una imitación. 
Probablemente, hasta se haga una sesión doble de "Camille" y "Moulin Rouge!" cuando llegue a casa.

Nicole Kidman y Ewan McGregor en "Moulin Rouge!"

¿A dónde llegaremos?, diríamos con la aflicción de la gente temerosa del futuro. 
Una gloriosa página del Facebook se llama "Tanto posmodernismo y tanta hostia ya", pregonando la necesidad de superar una corriente incorrecta que gobierna desde hace cuatro décadas. 
¿Estaremos condenados al pastiche para siempre? ¿O acaso la originalidad no ha existido jamás? 
¿No era "El Nacimiento de una Nación", en esencia, un popurrí novelesco? ¿No era la "Anna Karenina" de Greta Garbo tan kitsch como la de Keira Knightley?
Las líneas fueron difusas desde el primer día. Las generalizaciones se dicen peligrosas como inevitables las derivaciones.
Como siempre, yo me inclino por elogiar el gran cine de los setenta. 

Al Pacino en "El Padrino II"

Quizá, porque era el encuentro de lo clásico, lo moderno y lo posmoderno, de la armonía, la materia gris y el homenaje. 
Otra mezcla, sí, pero con la distinción de una aleación perfecta y, tal vez, irrepetible, como cualquier momento de equilibrio en tiempos de exceso. 
No hay que preocuparse. Si sucede otra vez, serás el primero en saberlo. El milagro aparecerá inmediatamente en tu multipantalla existencial.