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martes, 7 de mayo de 2013

Ava del Señor


La niña que andaba descalza por alguna granja olvidada de Carolina del Norte creció un buen día y se hizo tan bella que sólo pudo convertirse en una de las más celebradas diosas del cine. 
En sus años de gloria, la llamaron el animal más hermoso del mundo, mientras otros aún sostienen que Ava Gardner es la mujer más guapa que ha registrado cámara cinematográfica. 
Se la recuerda y recupera en imágenes como esa mezcla deseada entre ternura y fiereza, entre niña y Afrodita, entre vulnerable y poderosa.
La Gardner fue una cuestión de erotismo, de despertar plateas con la sola irrupción de su rostro, aún más delicioso en Technicolor. 
Los talentos, si los tuvo, se ignoraron frente a su apabullante belleza.
"No sabe hablar, no sabe actuar, ¡es maravillosa!", dijeron en la Metro Goldwyn Mayer entre aplausos, cuando la descubrieron y le firmaron un contrato en exclusiva.


Ella era, ante todo, Ava, el Angel de Sinatra, Pandora, la Condesa Descalza, la que se zambulló en la piscina de Ernest Hemingway, para que éste dijera que no se cambiaría el agua jamás.
Viajera, inquieta, agitada, se cuenta que la verdadera Ava fue una señora más interesante, ingeniosa y divertida que la máscara de sexualidad y distancia que le puso Hollywood. 
Se evidencia en sus comentarios sobre lo que vio del mundo, de la profesión, de la gente que conoció. 


Quizá en el sentido del humor se hallara la respuesta a su supervivencia frente a los inevitables ataques, después de los tormentosos amores, en el momento en que los focos se apagaron, cuando la suprema belleza ya no fue tal belleza.
Los años pasaron para Ava, pero su imagen de esplendor resiste al tiempo y todavía sobrecoge.


Como gran historia de Hollywood, empezó muy lejos de allí, caminando por la plantación de su padre, en pleno Sur, sin zapatos, tan rural Ava Lavinia Gardner.
La menor de siete hermanos, la niña Ava contempló muchas veces la ruina de la familia, que se movió itinerante, entre la prematura muerte del patriarca y la urgencia de seguir adelante. 


Ava, destinada a ser una secretaria, tenía 18 años cuando fue fotografiada por su cuñado. 
Éste expuso la foto en el escaparate de su estudio y la leyenda cuenta que alguien pasó por allí, acreditándose como agente de la Metro Goldwyn Mayer.
Cuando Ava Gardner llegó a su primera prueba en el estudio, no tenía experiencia artística ni tampoco ninguna aspiración por el medio. 
La prueba fue un completo desastre, pero no importó. Muchos que estaban allí aseguraban que no habían visto una mujer tan hermosa en toda su vida.
Como muchos hermosos sin talento dramático discernible, Ava Gardner se construyó como una creación de estudio, que la esculpía mientras la colocaba en pequeños papeles. 
Sucedía a lo largo de la década de los cuarenta, donde el principal caballo de batalla de la Metro fue librarla del cerrado acento sureño, que la hacía prácticamente indescifrable.
Si aún no era conocida en el cine durante esa etapa de formación, la farándula ya la empezaba a señalar como starlet de ambición cuando se casó con el astro juvenil Mickey Rooney, que sonreía como nunca al lado de semejante hembra. 
"Tal vez él disfrutó del sexo conmigo. Yo, desde luego, no", diría ella con el tiempo.

Con Mickey Rooney

Después de Rooney, las cámaras de cotilleo volvieron a fotografiarla al lado de Artie Shaw, conocido bandleader de la época, que se haría su segundo marido.
Su vida amorosa se dijo veleidosa desde que puso el pie en los nightclubs de Nueva York y los saraos de Hollywood, y esos dos maridos sólo fueron dos nombres entre la lista de corazones rotos de Ava Gardner, esa que comenzaría a llenarse con el toque de lo legendario.
Ella sonrió ante las preguntas sobre sus amores, se quedó con los mejores recuerdos y procuró mantener buena relación con todos sus ex.
Pero el amor para el que estaba señalada Ava era el público, que casi se vuelve loco por ella cuando la vio en la primera película de importancia. 
Era una mujer fatal de tomo y lomo, que seduce y destruye a Burt Lancaster, en el señor clásico del noir, "The Killers".
El sedoso y largo pelo negro, las facciones, los labios, la voz, el cuerpo, las piernas. Y los ojos verdes, llenos de voracidad y, a la vez, tranquilos, cual conscientes de su magnificencia animal.
Ava se decía perfecta, la superación de las sex-symbols anteriores, la tía buena de bandera y la auténtica reivindicación de la mujer morena.

Con Burt Lancaster en "The Killers"

La Metro no la quiso soltar jamás y la colocó en muchas películas donde el cartel recogía la escultura de sus curvas como principal reclamo publicitario. 
"Esa Ava Gardner me quita el sueño", dice un personaje de "The Band Wagon".  
Y dicho insomnio se hizo general durante la década de los cincuenta.

En "Mogambo"

Sus propias noches de desvelo se lo propiciaría Frank Sinatra, al que largamente recordaría como el hombre de su vida. 
Frank y Ava conformaron una de esas parejas emblemáticas de la constelación show-business, por todo lo que se amaron y por lo muy imposible que se hicieron las vidas el uno al otro.
Fue una apuesta arriesgada desde el principio. 
Sinatra se divorciaba de su mujer y corría en pos de la Gardner, asunto que repugnó a la Iglesia Católica y a las periodistas de Hollywood, que la escribieron como si fuese igual que la zorra que había incorporado en "The Killers". 


Ava y Frank se casaron para dar alas a una relación pasional, marcada por los celos y las discusiones. 
Cuando ella rodaba "Mogambo", se le ocurrió mirar dentro del taparrabos de uno de los extra africanos. 
- Bah, Frankie la tiene más grande.
Con el tiempo, comentarían que eran compatibles en el lecho, para que las broncas comenzaran en el camino al bidé. 
Dos abortos se sintieron obligados como demandas de la Metro, pero también como diagnósticos de una pareja condenada más a la borrasca que al hogar. 
- No podíamos ocuparnos ni de nosotros mismos - afirmaría Ava para intentar explicarse. 
Con todo, Ava y Frank jamás se olvidaron y fueron amigos hasta el último día.


El corazón roto y convertida finalmente en una estrella de Hollywood. Ava Gardner miró a todos lados y dijo que no.
Nunca se sintió segura frente a las luces, bajo los focos, cercada por el escrutinio.
"El estrellato me dio todo lo que no quería", diría la confesa tímida.
Ava se descubría a sí misma con la necesidad constante de aventura, mientras encadenaba amantes y se asentaba durante temporadas en España.


Se amistó fuertemente con Hemingway, con quien acudía a los toros, y le guiñaba el ojo a Dominguín, el mismo que, según cuenta el mito, se puso los pantalones tras acostarse con ella para ir corriendo a contarlo.
Muchos hombres besaron a Ava, que recordaría toda esa época como una locura absoluta, vivida a canalla contracorriente de la España franquista, desde las plazas de toros hasta los sofás del Museo Chicote.
Como muchas personalidades de la época, la contradicción estuvo servida. 
Mientras era la más fiestera y libertina, en casa se proclamaba conservadora, apoyaba a los candidatos republicanos de su país y se decía aún con valores de la niña de campo que nunca había dejado de ser.
- Debo haber visto más amaneceres que ninguna otra actriz de Hollywood - todavía aseguraría la muy simpática.
Para el cine, daría su último papel de importancia en "La Noche de la Iguana", por el que recibiría las mejores críticas de su vida. 

Como Maxine en "La Noche de La Iguana"

Regresaría en contadas ocasiones y con la sombra de la inseguridad en cada plató que pisaba. 
A finales de los setenta, a ritmo de cine de catástrofes, Ava ya no era tan bella ni tan joven, pero la pusieron como mujer de Charlton Heston en "Terremoto", donde lució como la garantía de lo inapropiado.
Los excesos pasaban debida factura, especialmente el tabaquismo que trajo el enfisema, cada vez más devorador. 
Sus puntuales reapariciones se vivieron en televisión durante los años ochenta, para finalmente dejar paso y confinarse en su apartamento londinense.


Los últimos años los pasó en cama, acompañada de su criada favorita y su perro, con el teléfono al lado, recibiendo noticias de sus amigos de siempre, sobre todo, los hombres que no podían olvidarla.
Con la certeza de haber vivido y viajado más de lo que Ava Lavinia hubiera imaginado nunca, la Gardner dijo aquello de "Estoy muy cansada" y se quedó dormida en 1990. 
Tenía 67 años y una neumonía que se la llevó discreta, en silencio, descalza. Siempre descalza.


Debido a su irregular relación con Hollywood y la prevalencia de su imagen antes que cualquier otra consideración, las películas realmente memorables de Ava Gardner en Hollywood son menos de las que se piensan, aunque ella está para comérsela en todas y cada una.
En esencia, Ava como figura fue una cuestión de aura, de caché, de look
Pero qué look.


Esta bella del Señor era ese peligro que nadie quería evitar, era la hembra que dejaba a los machos besándole el tacón de pura desesperación y, para colmo de emociones, todavía sonreía como si acabase de salir de aquella granja de Carolina del Norte.
Con Ava Gardner, hasta los espejos debían romperse de la envidia.

martes, 2 de abril de 2013

El Rey Clark


Clark Gable se ganó la corona de rey de Hollywood entre el furor que despertó su imagen y la afortunada sucesión de un puñado de títulos que lo inmortalizaron en retinas y celuloides.
Como los grandes galanes, tenía el sello de la durabilidad escénica emplazado a la misma altura que su dureza personal. 
En su época de gloria, Clark fue el hombre deseado por ellos, que querían ser como él, y por ellas, que se derretían por su sonrisa.
Cuando intentaron etiquetarlo en los estudios, alguien dio con la clave: Clark Gable es como un leñador en traje de noche.


El bigote remarcó sus labios, matizó su sonrisa chulesca y favoreció su estatus de hombre macho. Era el más macho, decían públicos y expertos, cuando lo veían mangoneando a las actrices glamourosas. No había nada más sexy que Clark, más real, más cercano y, a la vez, más ideal. 
Fumaba, miraba de soslayo, era canalla, y de su ceño fruncido, volvía a surgir una sonrisa tierna. Era la calidez nacida de la masculinidad, era la bondad venida de la fuerza.
Clark Gable, el bello de las orejotas, suponía combinación explosiva y, por tanto, sólo pudo entenderse como el rey.
"No soy actor ni lo he sido nunca. Lo que ve la gente en la pantalla es a mí", diría, consciente de que lo suyo fue una cuestión de estrellato.


William Clark Gable nació en algún lugar de Ohio y su tozudo padre lo inculcaría pronto en trabajos y aficiones masculinas, mientras, inesperadamente, surgían inquietudes artísticas entre pozos de petróleo y partidas de caza.
Teatros, rutas itinerantes y clases de dicción se sucedieron para convertir al afónico Clark en el sensual Gable. 
Muchos años pasaron hasta que llegó a Hollywood, junto a su profesora, representante y primera mujer, Josephine Dillon.
Breves intervenciones en el cine mudo no hicieron cuajar las promesas puestas en Gable, que volvería al teatro, donde se ganaría cierta reputación y el indispensable apoyo de Lionel Barrymore.
El cine sonoro vino acompañado de la Depresión y la sequía laboral, aunque una fructífera prueba para la Metro Goldwyn-Mayer lo puso de nuevo en la mira de las cámaras hollywoodienses.


Darryl Zanuck diría que "sus orejas son enormes y parece un mono". 
Las orejotas preocuparon en principio, pero, como Dumbo, Clark terminó por sacarlas al aire, dejarlas libres y convertirlas en su sello de identidad.
Se puso frente a Norma Shearer y al público le entró el calor. Cuando hizo arder a Jean Harlow en "Red Dust", Hollywood se incendió.

Con Jean Harlow en "Red Dust"

El incendiario Gable disparaba líbidos y parecía conseguirlo sin proponérselo; el hombre había llegado para quedarse y la Metro ya no tuvo ninguna duda de quién iba a ser su galán de cabecera.
Los años treinta se dijeron espectaculares para Clark Gable, que se convertiría en uno de los emblemas de la época. 
No es posible contar la Depresión sin los héroes de Clark, sin su fleco despeinado, sin su mirada de desconcierto, sin sus inconfundibles mohínes, sin su imprescindible mostacho.

En "San Francisco"

Prestado a la Columbia, Gable aceptó a regañadientes el papel de Peter Warne, el periodista acabado que se topa con una heredera a la fuga y, por supuesto, se enamoran.
La película se llamaba "Sucedió Una Noche" y de proyecto modesto se convirtió en señor clásico. 
Gable se descamisaba en una recordada escena y la leyenda cuenta que todos los chicos norteamericanos no pararon de quitarse la camiseta en 1934.

Con Claudette Colbert en "Sucedió Una Noche"

Clark perdió la camiseta, pero ganó el Oscar, validación a una carrera que no había hecho más que empezar y ya se decía impecable. 


Conquistador nato, Joan Crawford, amante y amiga de por vida, lo recordaría como el mejor en todos los sentidos. 
Pero Gable siempre tuvo ojos para Carole Lombard.
Por entonces, ella también se decía fulgurante. Carole, la bella, la comedianta. Lucharon por estar juntos, y, al final, lo consiguieron en 1939.

 
Sería un año muy especial para Clark, porque se estrenaba la película definitiva. 
Desde que la novela de Margaret Mitchell se hiciese best-seller, los lectores tenían claro que sólo Clark Gable podía ser Rhett Butler en la inminente traslación cinematográfica de aquel "Lo Que El Viento Se Llevó".


David O. Selznick también lo sabía, aunque le costó convencer a la estrella.
Clark se mostraba reacio a participar en lo que consideraba "una película para mujeres". 
Finalmente, dijo que sí, con la promesa de que Selznick y Mayer hiciesen lo posible por agilizar el divorcio de su segunda esposa y así poder casarse con Carole Lombard.
Gable aterrizó como el intrépido, fresco, enternecedor canalla que da besos y lo que no son besos a Vivien Leigh. 
En el rodaje, dijo que no a George Cukor, demandó a Victor Fleming y, cuando le revelaron que tenía que llorar por Bonnie Blue, protestó un día para finalmente soltar las lágrimas que nunca había derramado ningún otro galán de su estatura.

Con Vivien Leigh en "Lo Que El Viento Se Llevó"

"Lo Que El Viento se Llevó" se vistió de anticipación, ganó todo lo que tenía que ganar y Gable se casó con Carole Lombard, con lo más parecido a la felicidad entre las manos. 
Las revistas retrataban su vida juntos. Ella había conseguido que él votase a Roosevelt, él le había enseñado a ella a pescar.
Irrumpía la Segunda Guerra Mundial y, cuando Estados Unidos intervino en el conflicto, Carole Lombard inició una gira por el país para vender bonos de guerra. 
Una aciaga jornada, de vuelta de uno de sus destinos, el avión en el que viajaba Carole estalló contra una montaña.
Era 1942. Clark fue a reconocer los restos de su esposa, organizó el funeral, volvió a casa. Condujo a toda velocidad por carreteras desiertas, buscando suicidarse.
Meses después, apareció en el rodaje de "Somewhere I'll Find You", para darle la réplica a Lana Turner. Estaba delgado y destrozado, pero quiso trabajar. 
Pasó el tiempo, pero todos en Hollywood lo sabían y lo dijeron siempre: tras la trágica muerte de Carole Lombard, Clark no volvió a ser el mismo.


Se alistó en la aviación, quizá para aplacar el inconsolable luto y llegó a formar parte de misiones ofensivas en Europa. Hitler lo adoraba y ofreció recompensa para quien se lo trajese vivo y bien atado.
Terminada la guerra y a su regreso a Hollywood, Clark se sintió insatisfecho con las películas que le ofrecía la Metro Goldwyn Mayer. Cuando acabó su contrato, no quiso renovarlo.
En su vida privada, volvió muchas veces a los brazos de Joan Crawford, llegó a casarse con la socialité Lady Ashley y tuvo rumoreados romances con muchas compañeras de reparto.
Entre ellas, Grace Kelly, de edad suficiente para ser su hija, mientras rodaban "Mogambo" en África, remake de "Red Dust". 
Clark, entendido como perenne, hizo el mismo papel, veinte años despues, con actrices mucho más jóvenes, recurrente fórmula de la época. 

Con Grace Kelly en "Mogambo"

Se hizo más esporádico y exquisito con el tiempo y hasta llegó a crear una productora propia, mientras, entre matrimonios, confesaba que quería ser padre.
"The Misfits", a las órdenes de John Huston, se reveló como una ordalía insuperable. El rodaje, eternizado por los caprichos y ausencias de Marilyn Monroe, fue un infierno desde el primer momento y, además, Clark se demandó unas exigencias físicas impropias para su edad y estado de salud.
Sufrió un infarto como colofón, pero sostuvo que "The Misfits" era la mejor película que había hecho y la única que le había dado la oportunidad de actuar de verdad.

Con Marilyn Monroe en "The Misfits"

La deteriorada salud, incrementada por el tabaquismo y una brutal dieta de adelgazamiento, le cobraron la factura y el corazón.
Era 1960, y Clark Gable moría a los 59 años. 
Su funeral fue silencioso, aunque abarrotado de todos los compañeros de profesión y firmamento, que lo atesoraron como la gran estrella que había sido.
Sus restos quedaron por siempre colocados al lado de ella: su nunca olvidada Carole Lombard.


Al poco tiempo de morir, nacía su hijo, John Gable. ¿Su único retoño biológico?
Allá por 1934, en su año de gloria, Clark Gable protagonizaba "Call Of The Wild", junto a Loretta Young.
Clark y Loretta mantuvieron una relación sentimental bastante ardiente durante el rodaje. 

Con Loretta Young en "Call Of The Wild"

Tras el final de la producción, Loretta huía del país en dirección a Europa, sin aparente motivo.
Regresó al año siguiente y traía consigo un bebé, de nombre Judy, de quien dijo haber adoptado durante su largo viaje.
Cuando le veían las orejas a Judy, los rumores empezaban en Hollywood y terminaban en el patio de la escuela; la niña creció entre la suspicacia y la negativa de Loretta Young a contarle nada.
Cinco años después de la muerte de Clark Gable, Judy se enfrentó a su madre y le exigió la verdad de una vez por todas. 
Entre sollozos, Loretta confesó: Judy era la hija biológica de Clark Gable y Loretta Young, cuyo nacimiento fue escondido en algún lugar de Europa.
Loretta también le recordó a su hija que se iría a la tumba sin confesar la verdad públicamente, porque aquello había sido un pecado mortal.
Judy recordaría entonces una tarde perdida cuando, siendo niña, recibió una visita. Era un hombre a quien sólo había visto en la pantalla de cine. 
Aquel hombre pasó el día con ella, le preguntó por su vida, se interesó por sus juegos y, antes de marcharse para no volver nunca, le dio un beso en la frente.


"Doy a cada papel todo lo que soy, todo lo que fui y todo lo que espero ser", dijo el señor Clark Gable, adorado y repetido.
Nunca hasta la saciedad, porque nunca hay suficiente si el caballero sonríe, si calienta el corazón, si hace mejores a todas las películas, si pone de moda el descamisamiento, si sigue brillando, robando la escena, volviendo la mirada, besando a la O'Hara, besándolas a todas, para besar así al público que quiso coronarlo tantas veces.


Le cantaba Judy Garland aquello de Mr. Gable, you've made me love you. 
Ante el amor, él, por supuesto, sonrió. Sonrió hasta el último momento.