sábado, 4 de octubre de 2014

33


En medicina, y para aprovechar las erres de su pronunciación, el número treinta y tres se usa en la auscultación de las vibraciones vocales transmitidas. Así lo dice textualmente la Wikipedia.
"Diga treinta y tres" y usted, mentalmente, repite "treinta y tres". No es una sugerencia. Para el cerebro, es una orden, porque lo dice el señor médico.
Diga treinta y tres, me ordenaré yo mañana, cuando cumpla esa edad. 
Oh, sí, ya está aquí, lo que el año pasado ya anunciaba. Cuando cumplí los treinta y dos, un pobre bobín me dijo: "¡ay, casi la edad de Cristo!".


Me quedé tan en shock con la gilipollez que recordarás le dediqué un post completo a ese "casi" y a la insufrible muletilla en general, para arribar a la conclusión de que es una de tantas cosas que se dicen cuando no se tiene nada que decir.
33, la edad de Cristo. Ok, me van a crucificar. Ah, no. Asegura también la Wikipedia que es el número que sigue al 32 y precede al 34. No hay gran misterio, no habrá más Dios.


Micrófono en mano y mirada de presentador audaz, me hago la pregunta a mí mismo:
- ¿Qué siente usted al cumplir 33 años? ¿Algún clavo en la mano?
Y respondería:
- Nada de particular. Un poco de meaditis, porque siempre cumplir años con el tercer digíto requiere un enorme estrés, aunque, si le soy sincero, me siento mucho más spirited y animoso que cuando tenía 28, 15 ó 9.


Hacerse viejo da mucho miedo, nadie lo puede negar, pero la edad es un privilegio.
Lo peor de la juventud es que no se tiene la suficiente madurez para aprovecharla, valga la paradoja. Y, como aseguré el otro día, el pasado sí que da miedo. Tendemos a sacralizarlo, pero basta echarle un verdadero vistazo para comprobar cómo era un páramo dificultoso, donde no se poseían las suficientes armas para andar por la vida, para relativizar las cosas, para tener un poco de paciencia, para saber exactamente qué queremos y qué detestamos.


Las líneas de la amargura cuentan que crecer conlleva un alto grado de resignación, porque hay cosas que, con toda probabilidad, no sucederán o no volverán a suceder. Yo soy tan tonto que no me resigno. Será que no he crecido aún. Será que he crecido lo suficiente para saber que no lo voy a hacer nunca. 
Siempre esperaré por ti, siempre querré más tarta, siempre me emocionaré por ver otra película, siempre confiaré en que, al final, ganarán los buenos.


Vivimos pendientes de los números como si nuestra existencia fuera un bingo - donde, en cualquier momento, te pueden echar -, y se disfruta poco del juego.
No sé si la vida es un banquete, tal y como decía la Tía Mame, pero sí es un regalo. Un regalo tremendo y frágil, que se deposita en nuestras manos con el mensaje de que no habrá otro ni se podrá cambiar. Demasiada responsabilidad, nadie sabe bien qué hacer con esa bomba.
Este año leí un libro imprescindible llamado "Una breve historia de casi todo", escrito por el inquieto Bill Bryson, y, entre muchísimos temas, se aludía a nuestra insignificancia. O más bien a nuestra ridícula minusculinidad en el Universo.
A la vez, también se cuenta cómo la existencia humana es el fruto de una serie de azares. A falta de uno de ellos, no hubiesémos sido posibles. 
Estar aquí ha sido una conjunción de factores, nivel milagro, que nadie puede explicar. Nos preocupa - y me preocupa - desaparecer, cuando olvidamos continuamente la suerte de haber aparecido. De haber despertado a la luz en el ascensor de la plena oscuridad.
No somos nada y lo somos todo. Para llorar de alegría y cagarse de miedo.


Mañana cumpliré años y será otro día más de mi supervivencia. De cómo esquivé a la tragedia, de cómo permanecí sano, de cómo me di una trigésima tercera oportunidad, de cómo escribí que todavía quedaba muchísimo por hacer. 
Esta noche, me visto de verde y lo celebro a lo grande. Mañana la Winslet - que también cumple - y yo sacaremos el silbato para que todos sepan que:
- ¡Estoy vivo, estoy vivo!

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