jueves, 9 de octubre de 2014

Vida Perra


En cierta ocasión, leí a un filósofo asegurar que tendemos a sobrevalorar la vida. Cualquier organismo tiene derecho a vivir del mismo modo que nosotros, es lo que pensamos. 
Incluso aunque se crea en el más allá, la íntima intuición es que esta existencia es la única posible. Cuando desaparecemos, sólo queda la oscuridad. Y no se puede condenar a nadie ni nada a esa oscuridad. 
Así observamos la vida. Eso que debemos proteger a toda costa.


Nuestra existencia es una casualidad y nuestra supervivencia no está escrita. Ni una ni otra se libran de la muerte. No nos libramos de morir, no nos libramos de ver morir a los demás, ni nos libramos de toda la muerte que tenemos que infringir para seguir adelante.
Hay vidas que no son posibles, muertes que son justificables. Embarazos que no se prognostican viables, animales que serán comidos por otros, forestas que desaparecerán para que construyamos nuestras casas en ellas y hormigas que no se marcharán hasta que no las rociemos con una buena ración de flis. 
El mundo está lleno de peligros para la vida de las especies. Si suben muy alto, morirán. Si caen muy bajo, también. Si superan los límites establecidos por sus constituciones físicas, enfermarán y, a veces, fallecerán. Y si se contagian de una enfermedad conflictiva con su organismo, es probable que no la cuenten.


Se dice que los seres humanos somos los únicos vivientes que tenemos conciencia de serlos. Sabemos que vamos a morir, aunque no entendamos un carajo para qué ni por qué. Sabemos el daño que hacemos. Sabemos el que hacen otros. Nos conmueve lo ajeno tanto como lo propio. 
La evolución de nuestros cerebros fue la evolución de nuestras almas, según contaban las viejas historias. 
Muy viejas historias, porque las almas no se sintieron muy evolucionadas cuando se abrió la puerta de Auschwitz. Creíase que el progreso era el último capítulo de la llamada humanidad y, en 1945, fue como volver a la casilla de salida.
Las sociedades siempre vuelven a la casilla de salida. Aprenden poco de sus errores y la verdad es tan incómoda para seguir viviendo que suelen echarle la culpa a otros. Cuando llega la rabia, lo mejor es sacrificar al chucho. 
Así reza el ablativo absoluto: muerto el perro, se acabó la rabia. Alguien ha muerto a tiros en el patio, nosotros estamos vivos, habrá que seguir existiendo, será cuestión de olvidar.


La vida se sobrevalora un día, sí, pero se desprecia al siguiente. La historia del ser humano es la historia de la destrucción sistemática por egoísmo, ansia de riqueza y pereza para mantener ambas cosas. 
El progreso no lo ha hecho más racional, lo ha vuelto más demandante desde su sala de estar. Tiene la conciencia del daño que hace, pero no la ejercita. Come, come, come, come.
El ecologismo nació para parar lo que ya es inevitable. Se puso de moda cuando yo crecía y ahí veías a los de Greenpeace armando el jaleo frente a los petroleros. La prensa, como siempre, retrataba el asunto de una manera escandalosa y grotesca. No se dilucidaban tanto las razones como el espectáculo devenido. Los verdes sobrevaloraban la vida, no le echaban flis a las hormigas, estaban locos.
En cualquier caso, las ideas del desarrollo sostenible se han tropezado con los planes de los mandamases, que no han tenido ninguna intención de cambiar el modelo. El pescado está vendido y, si se derriten los glaciares y esto se acaba, no me enteraré porque será pasado mañana. 
La culpa es de otro, la culpa es de la sociedad, la culpa es del perro que no para de ladrar y me está empezando a tocar los cojones.


A los perros se les llama los mejores amigos del hombre, aunque sólo en ocasiones se da la operación contraria. 
Los animales en general son entendidos como esos esclavos después de la esclavitud. 
Los puedes llevar a tu casa y amar desesperadamente. Los puedes hacer parte de tu familia y llorar por ellos más que por muchos humanos. Les puedes dar una patada si el día te ha ido mal. Los puedes preñar y que te provean de otros para venderlos. Los puedes regalar, abandonar, prestar, intercambiar. Experimentar con ellos, forzarlos a luchar, darles una paliza, cazarlos, torturarlos, matarlos. Quizá te libres de la multa. 
En este país, hasta puedes aplaudir su agonía en plaza pública, puedes tirarlos del campanario, puedes correr delante de ellos, puedes decir que todo esto es fiesta, tradición y cultura. 
Los animales no piensan, creemos, no entienden el sufrimiento, ni siquiera saben por qué están aquí. Son menos que nosotros. 
Sobrevaloramos la vida, así que, si representan un problema, ya sabes. Ablativo absoluto.


Llegó la rabia. Una cinta adhesiva y un biombo no pararon un virus de corte letal y alguien acabó contagiado. 
Es la historia de las epidemias. Me equivoqué, toqué el vaso que no era, dormí a su lado, me estornudó encima, tuvimos coito sin condón. Me infecté y mi vida se acabó por un error humano en un mundo veleidoso. 
Nadie sabe porqué las enfermedades aparecen de repente, porque algunas transmigran desde los simios a los humanos y otras no. Hay algunas que se han cargado a medio mundo y ni se entendió su expansión. Los que rezan dirán que fue la voluntad de Dios. Los que piensan dirán que quién lo sabe, porque, como los animales, ni siquiera sabemos por qué estamos aquí.


Ah, eso de la conciencia. 
Ahora llega el cuento.
La enfermera tenía fiebre y le rascó la cabecita a su perro, antes de marcharse al hospital. No regresó. Su marido dejó la comida y el agua suficiente. Cerró la puerta y tampoco regresó. El perro se quedó allí, como solía hacer, cuando se quedaba solo. Pasó mucho tiempo. Salió al balcón. Aulló. Volvió a entrar. Apoyó el hocico sobre sus patas. Cuando oyó la puerta, se levantó rápidamente. Comenzó a ladrar, porque no distinguía el olor de sus dueños. Murió allí mismo. Se acabó la rabia.
Muerto el perro, se acabó la rabia, dicen los cuentos, sí, reza la escena más inolvidable de "Matar A Un Ruiseñor". El perro loco, al que el padre descerraja dos tiros en presencia de sus hijos. Dejarlo vivo era una locura. Había que matarlo, dicen los cuentos.
Pero ese perro que murió en Madrid no es un mártir, no es un héroe, ni el fruto de un sacrificio, ni el destinatario de una eutanasia. No lo han matado para curarnos en salud. Es la víctima que se escogió para salvar el día. 
La muerte de ese perro no es sólo la muerte de un perro. Es la prueba de que nuestras vidas no valen un céntimo si se trata de arreglar una situación completamente ajena. No es una muerte para el bien común, es un asesinato por encubrir el mal ajeno. Es la auténtica faz de la injusticia, el dedo arbitrario que mañana te señalará a ti y no respetará nada, el saldo que resta cuando un país se convierte en la vergüenza del mundo por un biombo y una cinta adhesiva. 
Por un misionero al que se trajo porque Dios así lo manda, por unos recortes sanitarios que se hicieron porque unos robaron, roban y robarán.
¿Será que sobrevaloramos la vida porque tenemos la impresión de que, en este mundo que recorremos, no vale un céntimo?
¿Será que yo esperaba que el hijo de puta del Presidente y los hijos de puta que lo asesoran hicieran todo lo posible por salvar una vida y no el día? 
Oh, sí, esperé al héroe como aquel perro esperaba a sus dueños cuando se abrió la puerta. Soy tan perro, soy tan bobo.


Esta mañana, caminé delante de una clínica veterinaria. Desde la calle se puede ver perfectamente la sala de espera, con los dueños y sus mascotas, sentados. 
Un chucho apoyaba su cabecita aburrido, quizá como el perro muerto del Ébola. Al verme pasar, arqueó la ceja y me siguió con la mirada.
Quien busque a Dios, quien quiera descifrar lo que es la vida, que aprecie esa mirada, que la entienda. Que sepa que existir significa que otro ser te perciba, te descubra, te reconozca, sea consciente de ti. Y, además, que quiera estar cerca de ti, libre de daño y perjuicio, para vivir hasta que llegue la oscuridad.
Es esa vida la que protejo, por la que yo quiero luchar, por la que removería cielo y tierra antes de que las evidencias me obligaran a terminarla. 
Es la vida de esa mirada la que me hace fuerte, la que me tiene en contacto con la humanidad, con las palabras, con todo lo que es válido y hermoso en el mundo. Es esa la vida que sobrevaloro, porque soy así de bobo. 
Porque sigo contemplando esa puerta con la más grande de las esperanzas.

miércoles, 8 de octubre de 2014

Resucitando a "Twin Peaks"


Los tiempos cambian, pero una barbaridad.
Imagínese. "Twin Peaks" se emitió en España más de un año después su cancelación en la televisión norteamericana. Sucedió en los albores de las cadenas privadas y la serie también se puso de moda, como había sucedido en Estados Unidos: un bombazo rápido, poco duradero, difícilmente olvidable.
Yo era demasiado niño y asustadizo para ver "Twin Peaks" entonces, aunque estaba al corriente de muchas de sus ocurrencias. Recuerdo oír a una compañera de colegio cómo su hermana mayor había leído el muy fuerte "Diario de Laura Palmer"; en realidad, una noveleta de merchandising publicada a los efectos.
Yo tardaría más de diez años en ver "Twin Peaks". Me consta que ninguna cadena generalista de este país la repuso jamás en ese tiempo.
La debí cazar, alrededor del año 2000, y sé que fue en la cadena vía satélite Calle 13. Me encantó, sí, aunque, sinceramente, no la llegué a ver completa hasta que un amigo me la pasó pirateada, cuatro años después.
Cómo cambian los tiempos. Hoy es impensable que cualquiera tarde catorce años en ver lo que se emitió anoche en Estados Unidos. Y, más aún, una cosa tan impactante como "Twin Peaks".


Elogiar a esta serie es práctica muy recurrente si se habla de Catodia, de los años noventa y, en general, de esas cosas que hay que ver, te guste o no la televisión.
Se la suele considerar la primera serie "moderna", probablemente porque superaba la condición de producto y se firmaba personal desde el minuto uno, quizá también porque ha conectado con ese público que no suele disfrutar con las series.
"Twin Peaks" es un mito, sin ninguna duda, pero un mito que se sostiene sobre unas bases sólidas y un estilo inmarchitable.
Si se cuenta toda la verdad y se exploran los lindes televisivos, aunque bien es cierto que fue la serie más llamativa jamás emitida hasta entonces, no fue ese islote de calidad en una Catodia desierta, tal y como sostienen muchos desinformados.


En realidad, por aquel tiempo se designó - por enésima, que no úiltima vez - que se vivía una "edad de oro de la televisión", al pairo de la apuesta de las cadenas generalistas por series que abrieron brechas desde finales de los ochenta.
"Twin Peaks" fue la más espectacular, porque era cinematográfica, surrealista, inquietante y, a la vez, encantadora. Pero también aquella fue la época de "Aquellos Maravillosos Años", "Treinta y Tantos", "Playa de China", "Seinfeld", "Murphy Brown", "Los Simpson", todas rompedoras, todas influyentes.
"Twin Peaks" se dijo más interesante de entrada por su complejidad estética y narrativa, con la firma de David Lynch, uno de los directores revelación de la década previa.


El primer episodio se abre con la imagen de Joan Chen en el espejo. No es la protagonista, pero sí quien primero oye que algo sucede. A continuación, descubrimos que ese algo es el descubrimiento del cádaver de la beauty queen Laura Palmer, envuelta en plástico. Sí, "Twin Peaks" se cuenta como una novela.
La imaginación desbocada de la serie, su sentido del humor y su atmósfera la hicieron tan inconfundible como parodiable. Sacaba partido de un tema preferido de la ficción norteamericana: la pequeña localidad y sus veleidosos secretos.
David Lynch tomaba prestado el mood de otras direcciones de la América profunda, bien sabidas de morbo y cortinas cerradas, fueran "Kings Row", "Peyton Place" o "Knots Landing", y lo contaminaba con lo ejercitado en su "Terciopelo Azul".
El piloto es una de sus obras maestras - y, si me apuras, la más maestra de todas -, y abre la rotunda primera temporada.


Dicha primera temporada duró apenas ocho episodios, suficientes para convertir a "Twin Peaks" en un fenómeno. 
Era la serie de la que todos hablaban y su tagline "¿Quién mató a Laura Palmer" se consagró como la más galvanizante pregunta catódica desde "¿Quién disparó a J.R.?", planteada diez años antes en "Dallas".


"Twin Peaks" parodiaba los culebrones y las intrigas detectivescas, mientras explotaba sus recursos a placer. Como pionera, presentaba algo muy habitual en las series de ahora: la mezcolanza de géneros a la busca de lo inclasificable.
Lo más ejemplar de la serie es su subterraneidad: la turbia y triste historia de incesto y autoinmolación que cuenta se desliza bajo una encantada fachada sobrenatural, sumamente fascinante. La verdadera explicación del asesinato queda en una sutileza jamás vista en Catodia y, al menos con esa fuerza expresiva, nunca repetida.


La incógnita del asesino de Laura Palmer no iba a ser desvelada de manera tan temprana - entre los planes de los creadores, estaba aplazarla a un hipotético final -, pero los jerarcas de la ABC presionaron para que su nueva gallina soltara el huevo de oro cuanto antes.
A la vuelta, la identidad del asesino se desvela en cuestión de ocho episodios de su segunda temporada y, a partir de ahí, la serie se atomiza en tramas de interés variable. Se vuelve más convencional dentro de su locura y muchos de sus personajes estrella desaparecen, al ritmo que sus creadores se desinteresaron por los nuevos rumbos. La serie se torna en un spin-off de sí misma.
No deja de ser original ni dar sopas con ondas a la mayoría, pero, vista hoy, la cosa es extremadamente irregular a partir de ese punto, tanto en el dispar talento de los actores como en la distinta realización de cada episodio.
Los espectadores que la descubran por primera vez apreciarán más que nadie que, en conjunto, "Twin Peaks" fue un experimento antes que una obra redonda.


La audiencia tampoco acompañó el sendero de la serie tras saber quién se cargó a la Palmer.
La ABC la cambió de día de emisión varias veces y le impuso un hiatus, que sólo fue el aviso de una cancelación irrevocable. Los últimos cuatro episodios fueron emitidos como quien se los quita de encima, poco antes del verano.
El último, "Beyond Life and Death", supuso el regreso de Lynch a la dirección de la serie y se alínea entre lo más bizarro jamás emitido en televisión.
Hay que tener en cuenta además que entonces ni televisión por cable ni porras; en primetime generalista, under the sicomore tree y el enano bailando.


El final, concebido como un cliffhanger, ha obsesionado a los fans de la serie desde entonces. Esa característica de incompleta es uno de los fundamentos del culto por "Twin Peaks", también una de las primeras series debatidas en los foros de las arcanas conexiones a Internet.
Aunque ese episodio es un cliffhanger irresuelto, yo siempre lo he considerado una conclusión perfecta y netamente lynchiana. El racional e ingenuo Agente Cooper acaba rodeado, cautivado y seducido por el Mal. Me vale como final.
Sin embargo, tanto sus creadores como los seguidores han pedido y soñado con más desde 1991, año en que la serie dejó de emitirse.


Aunque "Twin Peaks" duró muy poco, su paso por la pequeña pantalla fue un camino de no regreso. Muchas series de los noventa sacaron partido de todos los frentes que se abrieron, en cuanto a géneros y posibilidades. "Doctor en Alaska" también extrajo espectáculo de lo raro y lo paleto; "Expediente X" bailó con el furor por lo sobrenatural y así sigue contando series, series y más series hasta llegar a la actualidad. 
Todas deben su misma razón de ser a "Twin Peaks".


Ahora bien, el estruendo de su desembarco en la televisión no ha sido un camino de rosas para David Lynch, su relación con la serie y sus proyectos con Catodia.
A Lynch, la tele le ha dicho que no muchas veces. De hecho, "Mulholland Drive" era originalmente un  piloto que no pudo vender.
En 1992, el spin off "Little Nicky" no arraigó, mientras el regreso cinematográfico al universo de las cortinas rojas recibió un abucheo en Cannes y un sonoro fracaso comercial en Norteamérica.
Aunque interesante en muchos aspectos, la propuesta de "Twin Peaks: Fuego Camina Conmigo" es aguafiestas. Es una precuela, que funciona como contar "Rebeca" con Rebeca. Lo que quedaba emplazado a la sutil incógnita se pone en primera plana, mientras se le encarga a una actriz tan poco lucida como Sheryl Lee que lleve ella sola el peso de la película.


La debacle en taquilla de "Twin Peaks: Fuego Camina Conmigo" no estaba tanto en su calidad como en una verdad: las cosas pasaban de moda de una manera cada vez más rápida. En cuestión de dos años, el fenómeno se había extinguido.
La mitificación fue posterior y, como todas las mitificaciones, ha tenido que ver con el factor nostalgia. Si unes paso del tiempo con Internet y el DVD, voilá!
Es dicha nostalgia lo que trae de vuelta a la serie para una tercera temporada, que se emitirá en Showtime en 2016, más de veinticinco años después de su cancelación.
La emoción por el regreso se incrementa con una de las frases que pronuncia Laura Palmer en la Habitación Roja: "Agente Cooper, lo volveré a ver en veintinco años".
Como Lynch volvió a Twin Peaks" al año siguiente, dudo que eso esté plantado de manera tan intencionada cual plan maestro para revivir la serie en ese plazo. De hecho, ha intentado ser revivida en muchas ocasiones durante esa década y media.
Recordemos hace unos años cuando Kyle MacLachlan aseguraba que planeaba resucitar la serie con Mark Frost a golpe de webisodios, aunque sin la participación de Lynch, por entonces enfrascado en la meditación trascendental.
Sucede ahora, quizá por hacer honor a la frase de Laura, pero también para aprovechar el filón del revival. 


Curioso que la noticia de la vuelta de "Twin Peaks" coincidiera con la cancelación del revival de "Dallas". Bien merecida, porque no valía un duro, aunque la experiencia nos cuenta que las cosas terminaron en su momento por un motivo; volver a ver a Larry Hagman y Ken Kercheval haciéndose la puñeta, esta vez casi sin poder levantarse del sofá, sólo ha sido coto de un efímero placer perverso.
Obviamente, nadie compara la antigua "Dallas" ni la nueva "Dallas" con la original o la venidera "Twin Peaks", pero la manera de resucitarlas ha sido similar y sus expectativas se dicen parecidas, en cuanto se pide al reparto original y se espera la misma sensación. "Twin Peaks" vuelve porque es posible: hay una televisión por cable que la acoge y un mercado que la recuerda y la exige.
Queremos más "Twin Peaks", sí, porque siempre queremos más Lynch y ha prometido que va a dirigir todos los episodios. Incluso si es la mayor de las decepciones, será la más hipnótica de todas ellas.
Pero leía por ahí un artículo muy bueno que aseveraba que realmente queremos esa tercera temporada de "Twin Peaks" que debió emitirse en 1993.
Ha pasado mucho tiempo. "Twin Peaks" fue el maravilloso capítulo primero de unos vertiginosos veinticinco años de televisión. Y, desde entonces, las cosas han cambiado. Muchísimo.
Esperemos ciertamente que algo de aquella vieja magia llegue intacto.

lunes, 6 de octubre de 2014

Rubén Cortada


El caballero más guapo nivel avasallamiento que han conocido las pantallas españolas en muchos años, Rubén Cortada viene de Cuba y, con esa pinta y esa mirada, es obvio que fue modelo antes que actor.
Aunque definitivamente no es Laurence Olivier ni la distancia más corta entre dos puntos, Rubén ha conquistado a todo el personal incorporando a los villanísimos de las series "El Tiempo Entre Costuras" y "El Príncipe". En esta última, se le ha visto más ligerito de ropa y muy capo; se dijo primera vez que sentimos verdadera necesidad de fichar por la mafia marroquí.
Mejor con esa barba de infarto, siempre con esos sobrecogedores ojos verdes, recomiendo buscar un vídeo de Youtube donde se le ve bailando salsa. Eso es un meneo, señoras y señores.
Valga la anécdota. En las últimas elecciones, una de las papeletas más graciosas era una foto de Rubén Cortada en "El Príncipe" con el texto: "Si me tienen que joder, que me joda este corrupto". 
Amén.












sábado, 4 de octubre de 2014

33


En medicina, y para aprovechar las erres de su pronunciación, el número treinta y tres se usa en la auscultación de las vibraciones vocales transmitidas. Así lo dice textualmente la Wikipedia.
"Diga treinta y tres" y usted, mentalmente, repite "treinta y tres". No es una sugerencia. Para el cerebro, es una orden, porque lo dice el señor médico.
Diga treinta y tres, me ordenaré yo mañana, cuando cumpla esa edad. 
Oh, sí, ya está aquí, lo que el año pasado ya anunciaba. Cuando cumplí los treinta y dos, un pobre bobín me dijo: "¡ay, casi la edad de Cristo!".


Me quedé tan en shock con la gilipollez que recordarás le dediqué un post completo a ese "casi" y a la insufrible muletilla en general, para arribar a la conclusión de que es una de tantas cosas que se dicen cuando no se tiene nada que decir.
33, la edad de Cristo. Ok, me van a crucificar. Ah, no. Asegura también la Wikipedia que es el número que sigue al 32 y precede al 34. No hay gran misterio, no habrá más Dios.


Micrófono en mano y mirada de presentador audaz, me hago la pregunta a mí mismo:
- ¿Qué siente usted al cumplir 33 años? ¿Algún clavo en la mano?
Y respondería:
- Nada de particular. Un poco de meaditis, porque siempre cumplir años con el tercer digíto requiere un enorme estrés, aunque, si le soy sincero, me siento mucho más spirited y animoso que cuando tenía 28, 15 ó 9.


Hacerse viejo da mucho miedo, nadie lo puede negar, pero la edad es un privilegio.
Lo peor de la juventud es que no se tiene la suficiente madurez para aprovecharla, valga la paradoja. Y, como aseguré el otro día, el pasado sí que da miedo. Tendemos a sacralizarlo, pero basta echarle un verdadero vistazo para comprobar cómo era un páramo dificultoso, donde no se poseían las suficientes armas para andar por la vida, para relativizar las cosas, para tener un poco de paciencia, para saber exactamente qué queremos y qué detestamos.


Las líneas de la amargura cuentan que crecer conlleva un alto grado de resignación, porque hay cosas que, con toda probabilidad, no sucederán o no volverán a suceder. Yo soy tan tonto que no me resigno. Será que no he crecido aún. Será que he crecido lo suficiente para saber que no lo voy a hacer nunca. 
Siempre esperaré por ti, siempre querré más tarta, siempre me emocionaré por ver otra película, siempre confiaré en que, al final, ganarán los buenos.


Vivimos pendientes de los números como si nuestra existencia fuera un bingo - donde, en cualquier momento, te pueden echar -, y se disfruta poco del juego.
No sé si la vida es un banquete, tal y como decía la Tía Mame, pero sí es un regalo. Un regalo tremendo y frágil, que se deposita en nuestras manos con el mensaje de que no habrá otro ni se podrá cambiar. Demasiada responsabilidad, nadie sabe bien qué hacer con esa bomba.
Este año leí un libro imprescindible llamado "Una breve historia de casi todo", escrito por el inquieto Bill Bryson, y, entre muchísimos temas, se aludía a nuestra insignificancia. O más bien a nuestra ridícula minusculinidad en el Universo.
A la vez, también se cuenta cómo la existencia humana es el fruto de una serie de azares. A falta de uno de ellos, no hubiesémos sido posibles. 
Estar aquí ha sido una conjunción de factores, nivel milagro, que nadie puede explicar. Nos preocupa - y me preocupa - desaparecer, cuando olvidamos continuamente la suerte de haber aparecido. De haber despertado a la luz en el ascensor de la plena oscuridad.
No somos nada y lo somos todo. Para llorar de alegría y cagarse de miedo.


Mañana cumpliré años y será otro día más de mi supervivencia. De cómo esquivé a la tragedia, de cómo permanecí sano, de cómo me di una trigésima tercera oportunidad, de cómo escribí que todavía quedaba muchísimo por hacer. 
Esta noche, me visto de verde y lo celebro a lo grande. Mañana la Winslet - que también cumple - y yo sacaremos el silbato para que todos sepan que:
- ¡Estoy vivo, estoy vivo!

miércoles, 1 de octubre de 2014

Para Volverse Loco


La historia de nuestras vidas es la historia de cómo nos volvimos locos.
Sí, me estoy volviendo loco. Y tú también. Día a día, a diferentes velocidades, quizá yo resista más a la locura que tú o cederé antes, tal vez. 
La locura es una escalera y todos la recorremos. Si se suceden los accidentes y las tragedias, si la sensibilidad es mayor, si algo deja de funcionar correctamente en la sesera, la ascensión se acelera. El tiempo decide y sentencia, en todo caso. Mira a los viejos. Todos como cabras.
La cordura es como la gente que no tiene Facebook. No sé si existe, no la conozco. No conozco a nadie que esté cuerdo. Conozco a gente con locuritas adorables, con manías inaguantables, con desesperaciones más o menos razonables. También conozco a otros que no paran de disparatar desde que se levantan hasta que se acuestan. Y he conocido a más de uno que necesitaba urgentemente las cuatro paredes acolchadas. 
O tengo mala suerte o el mundo es el reino de los locos. Porque el mundo está loco, loco, loco. 
¿Cuál es la definición precisa de la locura? Hacer la misma cosa una y otra vez esperando un resultado distinto.
Ay, qué locos estamos.


Sí, la vida te vuelve loco. Sus imperfecciones, sus trampas, sus ensayos-error y sus malditas tragedias.
Nuestra pretendida serenidad, nuestra necesidad de racionalizar, nuestra urgencia por la esperanza; esa es la barrera que nos separa del completo disparate.
Esa barrera es sólo la civilización, algo que nuestros antepasados colocaron en sus mentes, escribieron en sus leyes, para salvarse de sí mismos. 
Como cualquier tabla de salvación en medio del furioso océano, se tambalea. Hay quien se aburre y se deja deslizar hasta el maremagnum de la loquinaria existencia.


Por locura se ha entendido casi todo lo que se salga del orden establecido. Cuando alguien dice una chorrada, se le llama loco. Cuando se enfada más de la cuenta, cuando enseña el culo, cuando bebe mucho, cuando hace ruidos raros, cuando se droga, cuando sostiene una opinión decididamente extravagante, cuando, de repente, se ensimisma, se emociona o pega un grito. 


Ancestralmente, el loco era un paria, el que vivía en los márgenes, prefería la soledad, hacía menjunjes con hierbas en su casa, se acostaba con personas de su mismo sexo o se echaba a llorar porque sí. 
A la mayoría los ajusticiaron. No queremos locos en este pueblo.
La locura está a la orden del día, pero molesta. Porque ya lo dije: la locura es una escalera - siempre puedes estar más loco, nunca menos - y se propaga por contagio.
A las mujeres las llaman locas de manera tradicional. Eso de la histeria se inventó para definir sus arrebatos emocionales. Callan, callan y, de repente, un día, estallan. Estás histérica, tía. Tendrá uno de esos días, será una bruja, está chiflada, no hay quien la aguante, Loca, loca, loca. 
No hay investigación de motivos, sólo exposición de pruebas. Se ha puesto hecha un basilisco y ha salido a la calle a dar voces. Nadie le preguntó exactamente porqué, pero los muchachos del barrio la llamaron loca.


A los homosexuales nos llaman locas cuando más parecemos mujeres. lo que viene a sostener mi idea de que la locura es una definición tan general que se aplica a todo lo que molesta o perturba. No te pongas demasiado subido de tono, señor gayer. Afina o te llamarán loca. 
Desde aquí, permíteme saludar al compañero de clase que, dábame yo la vuelta, me llamaba loca. No hacía falta que me diera la vuelta, pobre infeliz, me hubiese hasta hecho gracia.


De tanto desafinar, muchos locos acaban en el manicomio. La enfermedad mental, que es mucho más que la locurita de andar por casa, es tan triste e importante como cualquier otro padecimiento. Y nunca se ha encontrado su efectiva curación. 
Desde las manías exacerbadas hasta las psicopatologías más devoradoras, el mal funcionamiento del cerebro no se entiende, porque no se comprende la misma masa gris. Es una realidad física, pero nadie sabe qué la mueve ni exactamente cómo funciona. Quizá saberlo sea peor que desconocerlo. Usted no querrá abrir esa caja de Pandora donde se guarda nuestra (sin)razón de ser. Eso sí que sería para volverse loco.
Ante el misterio, se impuso el tratamiento.
La historia de los manicomios es una cosa loca y, pese a que sigan siendo un lugar poco recomendable al que parar, debe usted dar gracias a los dioses de vivir en esta época y no en otras.
Si estaba turuleta a tope, no sólo se quedaba en un lugar infecto y sórdido para toda la vida, sino que incluso recibía malos tratos y hasta podía servir como atracción turística. 
En el infame Bedlam londinense, los visitantes se reían con los arrebatos de los locos internados, a los que veían tras el cristal, cual animales de zoo.


La tristeza de la locura, contada en tantas buenas historias y películas, vivida en la biografía de tan enormes artistas, es el drama de tener una personalidad enemiga de uno mismo y de la sociedad. ¿Quién cura ser de una manera? ¿Una descarga de electroshock, una reeducación desde las manías o una cantidad indiscriminada de pastillas, terapias, horas muertas, días perdidos? A la enfermedad mental sólo se le puede dar tiempo, curiosamente eso que vuelve loco.
Sí, el tiempo nos vuelve loco. Oye las manillas del reloj, no las superarás. Como decían en cierta serie: es el tiempo de tu vida acabándose. 
Por la muerte la gente se vuelve loca de manera tradicional. Algunos la aceleran, para descubrir su secreto, porque el dolor es insoportable, para jugar a Dios. La desaparición de nosotros mismos, la luz apagada de nuestras conciencias, la imposibilidad de saber qué pasará en este mundo cuando hayamos muerto. Sigue pensando en ella y te volverás loco. 
La gente que conozco se torna majara por las cosas que debe amar, por las que tiene más cercanas. Es decir, la familia y las relaciones sentimentales. 
Las madres y los padres vuelven loco al personal desde el principio de los tiempos y todos los mayores y más violentos pirados de la Historia tienen una explicación perfectamente freudiana. 
Y, claro, el amor. Estoy loco de amor, dicen las canciones, pregonan los cursis. 
Cuando uno se enamora, salta la susodicha barrera de la serenidad y, con el impulso, unas cuantas más. Así, la locura de amor, que servía para diagnosticar muchas melancolías y depresiones. A Juana La Loca la encerraron en Tordesillas por locura de amor, dijo el mito.
Se escribe, se cuenta, se rumorea que, cuando te has enamorado, nunca volverás a ser el mismo. Estarás un poco más loco. Decide tú el grado.
Sí, me estoy volviendo loco y tú también. Me vuelve loco la vida, mi muerte y la de los demás, lo que leo en las noticias, lo que veo por la calle. 
Me vuelve loco el gimnasio, de verdad. Me tiene trastornado la idea de que en diciembre estaré como para un lunes maromial.
Me vuelve loco la autoescuela y el momento en que agarre un coche por primera vez y desaparezca el sueño de conducir de todos mis sueños. 
Me vuelven loco los libros que me quedan por leer, las cosas pendientes que restan por hacer, las incertidumbres, las certezas y la distancia que las separa. 
Me vuelve loco conseguirlo y, más aún, morir en el intento. Me vuelven loco las mañanas que anuncia el despertador y las noches que marcan los relojes. Me vuelven loco las luces que parpadean y las que no lo hacen más.
Me vuelve loco todas las películas que veo. Rebotan en mi cabeza, pienso demasiado en ellas. Son la locura, son lo que nos separa de la realidad, son el espejo de nuestra insania. 
Oh, me vuelve loco el cine, pero eso no es nuevo.


Este 2014 casi me vuelve majareta, haciendo maletas y deshaciéndolas, corriendo entre tres ciudades, con quimeras en la cabeza y realidades a la vista. Me vuelvo loco yo mismo y las cosas que se me ocurren. Me vuelven loco las buenas intenciones y sus extraños resultados.
Me vuelve loco haber vuelto a casa. Me vuelve loco pensar que he hecho lo correcto. Me vuelve loco sentirlo. Me vuelve loco estar bien, tranquilo, en paz. 
Me vuelve loco esta felicidad, porque, joder, no hay quien se la crea.