viernes, 19 de septiembre de 2014

Ese Viejo, Eterno "Grand Hotel"


Si usted desea hacerse un máster en divismo, tiene una parada inexcusable en la Greta Garbo de "Grand Hotel". 
No es su mejor interpretación - esa se encuentra en "Margarita Gautier" -, pero resume no sólo a la misma Greta, sino a todo lo que significa el estrellato cinematográfico. 
La Garbo irrumpe en "Grand Hotel" - "¡que traigan el coche de Madame Grusinskaya" - y cualquiera comprende el mito.
Apabulla, con sus gestos, con su respiración, con su visón, con sus ojos.


En "Grand Hotel", Greta Garbo pronuncia su fase emblema: "Quiero estar sola"  y también aquello de "Nunca había estado tan cansada en toda mi vida", con Rachmaninoff de fondo. 
La fotografía de su amado William Daniels se entrega a ella, a su ceño, a sus cejas, a su magia, a su enigma. Es la bailarina rusa infeliz y desesperada hasta que descubre a John Barrymore en su armario.


Greta siempre ha sido el mejor motivo para volver a ese viejo, eterno "Grand Hotel", pero la película es más que una estrella. De hecho, se diseñó como un evento all-star; uno de los primeros de Hollywood y el bombazo comercial que dio paso a parecidos platos combinados. 
En principio, era una estrategia económica. 
Irving Thalberg reunió a más de dos estrellas para que así compartieran película, tuvieran menos escenas, cobraran menos en proporción y la abundancia de brillo reportara buenos dividendos en taquilla. 
La jugada fue un acierto. "Grand Hotel" fue el título más taquillero de 1932, el refrendo del poder del star-system e incluso ganó el Oscar a la mejor película. 
"Grand Hotel" es el mejor ejemplo de cómo se hacía el cine americano en otros tiempos y, en muchos aspectos, de cómo se sigue haciendo.


"Grand Hotel" estaba basada en una noveleta de Vicki Baum, ambientada en un lujoso hotel berlinés, donde pasan las historias al ritmo de la llegada de los huéspedes y el trabajo de los empleados, con cierto trasfondo de los duros años veinte alemanes. 


La película toma prestado el microcosmos de Baum para efectuar una operación estética muy propia de los años treinta: el caleidoscopio.


La pionera dirección artística de Cedric Gibbons y la fotografía de Daniels consiguen efectos visuales aún sumamente hipnóticos que capturan el movimiento de los seres humanos desde lo alto o a lo lejos.
Se captura la vida que se desarrolla entre las puertas giratorias, en la sala de las operadoras, en el bullicioso vestíbulo y a lo largo de las escaleras concéntricas.


El hotel es el mejor lugar que permite una estructura narrativa en vidas cruzadas; personajes que se encuentran, se relacionan, coinciden y tienen importancia en la existencia de los otros aunque ni se rocen. 
Es lugar para que las estrellas, esas que tenían una película a su servicio, compartan ahora escenario y se potencien entre ellas.


El divismo detrás de las cámaras fue inevitable, pero esquivable. 
Los productores se cuidaron bien de que Greta Garbo y Joan Crawford no coincidieran en ninguna secuencia y montaron la película a espaldas de Joan, para que no supiese que tenía menos metraje que Garbo en el resultado final.


Como film de estrellas, éstos se imponen sobre cualquier otra consideración. Son los que construyen el encanto de "Grand Hotel" y los que lo mantienen. 
Quien se acerque a ella por primera vez, tal vez no entienda ni el Oscar ni la reputación. Es un clásico, pero no una gran película. 
Es demasiado esquemática, sus artilugios narrativos suenan a cosa vieja y el personaje de Lionel Barrymore no encuentra freno en el patetismo.


Pero también es ligera y fuertemente romántica, al estilo de muchas manufacturas del estudio que la diseñó, y las escenas de amor entre la Garbo y John Barrymore son formidables. La química es tan fuerte entre los dos que parece que se han enamorado de verdad y se respira la emoción en cada uno de sus encuentros.
Tras el impacto visual de su lujosa escenografía, ésta se vuelve tan sobria como efectiva cuando vemos el atáud que lleva al cádaver de uno de los personajes.
No se dice que está ahí dentro, pero la imagen está compuesta con tal callada elocuencia - herencia del cine mudo, sin ninguna duda - que se comprende. Conmueve de manera inmediata.


Si el terreno de este hotel es coto de Greta, hay también que decir something about Joan.
La Crawford, como Flaemmchen, la estenográfa, el personaje más picante de la historia, irrumpe jovencísima, bella y fresca como nunca después. 
Al contrario que la Garbo, no estaba aún subsumida en su divinidad; por entonces, era un placer privado, aquella flapper que se atrevía a ser actriz.


Los buenos números de "Grand Hotel" dieron paso a los inescapables remedos. 
Al año siguiente, la Metro reunía al triple de estrellas en la más perfecta "Cena A Las Ocho", aunque el grandhotelismo se ha dicho rastreable hasta el día de hoy. 
El plato combinado, el all-star, el microcosmos, las historias cruzadas; una manera de entretener como cualquier otra y altamente lucrativa para los negociantes cinematográficos. 
Existen remakes más o menos oficiales como "Weekend At The Waldorf's", que reciclaba la historia en plena Segunda Guerra Mundial, hasta la inesperada vuelta con las novelas de Arthur Hailey y el cine de catástrofes de los años setenta.
Todas las películas de catástrofes, desde "Aeropuerto" hasta "La Aventura del Poseidón", son remozados oficiosos de la estructura de "Grand Hotel". Puñado de estrellas y historias mínimas entrelazadas, mientras la novedad era que pocos quedarán en pie antes de terminar la película.


Estructura bien heredada por la televisión, sin ninguna duda. Es la posibilidad de tener muchos personajes, algunos anécdoticos, otros más prevalecientes, todos tocándose de un modo a otro, bajo una premisa común, en una atmósfera compartida. 
Dígase sin equivocarse que todas las series son "Grand Hotel".
Existía una en los años ochenta que era idéntica, basada en una novela de Arthur Hailey - llevada primero al cine en 1967 - y llamada, claro está, "Hotel".


"Grand Hotel" fue una de las primeras películas de Hollywood intensamente parodiadas en las viñetas de cómic y en la animación de los años treinta. 
Su cacareada reunión de talentos - Greta Garbo! John Barrymore! Joan Crawford! - era motivo de susto para Jack Lemmon cuando se disponía a ver un pase televisivo en "El Apartamento".
Ese apartamento casi tan concurrido como la fonda berlinesa y a merced de unos jefazos tan implacables como el Mayor Pershing.


"Grand Hotel" se encuentra en películas grandhotelescas y en otras que no pueden estar más alejadas en espíritu y estilo.
Observe la comparación entre dos secuencias, de intención distinta, pero idéntica composición.


John Barrymore se esconde en el armario para no ser descubierto y a través de las rendijas, espía a Greta Garbo que, acurrucada en el suelo, se desviste eróticamente. 
Ahora, "Terciopelo Azul", de David Lynch. Kyle MacLachlan se esconde también en un armario y, tras las rendijas, observará a Isabella Rossellini, también en el suelo, también a medio vestir. Lo que acontece es infinitamente más perturbador, pero el amor, oh, el amor siempre aparece.


Fascinante, ¿verdad? "Grand Hotel" es uno de esos títulos que está grabado en la misma concepción del cine. 
Porque no hay nada nuevo bajo el Sol, muchacho, y, si te gusta, probablemente se haya hecho antes.

jueves, 18 de septiembre de 2014

La Hoguera de los Superhéroes


El cine norteamericano es la historia de la repetición. Cuando un estilo o una sensación fílmica arrasan, su público natural no sólo dirá "¡¡bien!!", sino que querrá verlo otra vez, con guarnición distinta y el mismo sabor. Otra vez, sí, con sorpresas y muchos momentos donde la música suba y el corazón lata entre despliegues de efectos especiales y miradas titilantes.
Así ha sido gran parte del celuloide comercial y hasta películas reputadísimas pertenecieron originalmente a modas, a cadenas de ensamblaje, a lotes, a cosas que ya se habían hecho, a segundas partes, a géneros desfasados o a directa basura que conocía nueva vida por aquello de abrir un cajón y decir: oh, ¿por qué no hacemos otra película de vampiros?.
Las modas del cine norteamericano suelen ser identificables con las épocas, incluso con las décadas. En los años treinta, las coreografías de Busby Berkeley; en los setenta, el drama de catástrofes. Nacen con uno ó dos éxitos sucesivos y, cuando un tercero deviene rentable, prepárese: no pararán de explotar la veta encontrada hasta que el público vomite de puro aborrecimiento.
Espero ansioso el día en que se produzcan vomitonas a la salida de una película de superhéroes y que ésta sea la última que estrenen en los años que me queden de vida. 


No odio a los superhéroes, pero abomino de la moda de las películas de superhéroes. Quizá porque no producen otra cosa sino sagas de cómic o también porque se remozan tan rápidamente que me veo viviendo en un bucle donde no paran de estrenar "Spiderman 2". De manera muy probable, porque la inmensa mayoría son malísimas. Materiales de derribo, efectos digitales y ni una brizna de la magia que debe tener un género así.
La culpa será mía porque siempre les doy el beneficio de la duda. Hay muchas que reciben un curioso aplauso de la crítica; otras, que gustan a todo el mundo. Y yo con cara de culo. 
No sé cómo he podido terminar muchas. La mayoría me enfurecen desde la segunda secuencia. Con todas, acabo agotado. Son como oír una máquina rechinar y rechinar. Aunque funcione, hacen un ruido metálico. Es el ruido de la fórmula. Engrasada u oxidada, siempre la misma.


El género de superhéroes en el cine viene de largo y está íntimamente relacionado con lo vivido en la ciencia ficción. Es decir, pasó mucho tiempo en los márgenes estrictos del serial y los productos de bajo presupuesto. Se diseñaba para públicos poco exigentes, que no veían el cartón piedra, sino el rizo brillante del Superman que todo lo solucionaba.
El prestigio y la pegada mundial del género superheroico encontraron ratificación precisamente en Clark Kent, versión 1978. 
El tremendo éxito del "Superman" de Richard Donner abrió las aguas para un nuevo espectáculo hollywoodiense, donde el viejo héroe de cómic se actualizaba, aunque manteniendo la ingenuidad de las páginas animadas.


Con "Superman" sucedió lo mismo que con el "Batman" de Tim Burton: sus secuelas y remedos decepcionaron. 
Tanto en 1978 como en 1989, significaron negocios redondos a todos los efectos, pero la carrerilla para títulos similares no estuvo asegurada en ninguno de los dos casos.
En cualquier caso, el "Batman" de Tim Burton hablaba de una vuelta a un decadentismo que resultó muy atractivo y también significó la rotunda victoria del cine toyetic.


Por cine toyetic, entendemos cine jugable. Es decir, las películas que pueden dar lugar a juguetes. 
El primer gran negocio toyetic es "Star Wars", cuyo éxito fue aún más descomunal cuando salieron a la venta las figuritas de sus personajes.
Se dice que el concepto toyetic nació cuando Steven Spielberg comentaba a un productor la idea original que daría pie a "Encuentros en la Tercera Fase". El productor le dijo que adoraba la idea, pero la encontraba poco toyetic. Con esa película, no se podrían hacer juguetes.
El "Batman" de Tim Burton dio lugar a un merchandising muy lucrativo, pero su secuela, la más oscura y delirante "Batman Vuelve" significó un problema, porque asustaba a los niños y el MacDonalds llegó a retirar los muñecos de sus recalentados menús. Primeros límites al género.
El superheroísmo fílmico y sus líneas de producción están relacionados con el negocio redondo que supone el cine toyetic. También si el asunto está basado en un cómic, éste se vuelve a vender como rosquillas y todos felices, aquí y en Marvel.
En cierta ocasión que escribí sobre lo toyetic, aludí al hecho significativo de que esas películas no están hechas para nosotros, sino para que los niños deseen jugar con ellas, replicando sus mejores secuencias y contando con los muñequitos oficiales para recrearlas.
Sucede en el caso de "Los Cuatro Fantásticos", que resulta inexplicablemente descerebrada y simplona hasta el momento en que uno se percata de que se trata de un producto hecho para niños. Y para niños un poco tontos, añadiría.
Empecemos así por la asunción de que la mayoría de las películas de superhéroes no se han hecho pensando en mí.


El género también se nutre de esa generación urbana, sedentaria y multipantallística, que usted llamará "friki" sin más dilación. 
Como de manera tradicional, los superhéroes suplen las angustias, ansias y deficencias de ese grupo social - los de la capa vuelan, tienen poderes, ponen el mundo patas arriba -, la llegada de sus superhéroes favoritos al cine en las últimas dos décadas ha estado al compás de su descubrimiento como público. 
Los fichajes y los rodajes se comentan en foros, se publican en revistas online y se crea el fenómeno de la expectación. Es decir, lo que me mata. 
La expectación por "El Hombre de Acero" se vivió durante más de dos años, desde que se dijo que Henry Cavill interpretaría a Superman, hasta que, finalmente, vi ese engendro.
Sin duda, una de las peores películas que he visto en mi vida y, a la vez, el más claro ejemplo de todos los pasos en falso que da el género de marras.


Entre ellos, la recreación del caos. 
Hace cierto tiempo, una amiga y seguidora me decía: "Josito, tienes que escribir un post sobre la obsesión gringa con destruirlo todo". 
En las películas de superhéroes, es el ingrediente que no puede faltar. Esos alienantes paisajes de destrucción sistemática porque sí. 
En realidad, es un resorte emocional desde hace muchas lunas en el cine norteamericano. 
En la mítica "King Kong" de 1933, la ciudad de Nueva York se destruye de tal manera que sólo se puede pensar que el público es una horda de masoquistas. Deben serlo, cuando esas destrucciones siguen iluminando los momentos cumbre después del 11 de Septiembre.
En cualquier caso, juegan con las emociones de sociedades ordenadas, regladas, pulcras, donde la megadestrucción es una fantasía íntima, una transgresión de la construida metrópoli que ven a diario y el último asalto a su sacrosanta concepción de la propiedad ajena. 
La destrucción les pone.


La escenografía de la destrucción también responde a la demostración de poder, que es una cosa muy yanqui y también muy machista. Mira lo que hago con el ordenador. 
Los clímax de las películas de superhéroes son pura imagen digital y son un muestrario de sus avances. Para ello, no dudan en retorcer lo que sucede y montarlo todo a mil revoluciones. No se entiende una puta mierda de lo que está pasando, pero no importa: la cosa es epatar, marear, cansar. Y que los bobos digan: "Wow!".
Ahora bien. Usted podrá decir: "ay, Josito, qué exigente, esas películas son para comer palomitas y pasar el rato". Cierto, cierto, muy cierto. Como he dicho, probablemente no soy público para ellas, pero lo peor no es su simpleza, sino cuando tratan de esconderla bajo ínfulas. Es decir, lo peor es una película de superhéroes con pretensiones.   
Vivimos en un mundo donde las cosas están muy vistas y más en el cine comercial. ¿Cómo reciclar por enésima vez la basura? Haciéndola pasar por oro.
El culpable de todo esto es Christopher Nolan que saca el Reader's Digest Especial Shakespeare para hablar de Superman y Batman, y sus obras se llenan de unos discursitos de política y ética que entretienen vagamente la función, la pretenden revestir de una recobrada dignidad y sólo sirven de precurso al momento en que el tipo se pone el traje y empieza a dar mamporros. 


Así, se llenan de una verborrea insufrible que busca revertir el núcleo del género, con las sombras de sus protagonistas, su resistencia a luchar, sus dudas, sus querellas domésticas con sus compadres y demás diálogos donde demuestran que están muy curtidos y son muy antipáticos, sólo para llegar al mismo clímax - la muestra de potencia - y al mismo final aliviador, con pie calzado para una secuela.
Al respecto de las pretensiones, fue agradable encontrarse con "Los Vengadores", que no me encantó, pero tampoco me dio vergüenza ajena, que ya es mucho decir. 
"Los Vengadores" es una máquina bien hecha, que progresa adecuadamente y ofrece acción de nivel. Está depurada de retórica barata y va a la misma esencia del disfrute de un cómic. 
Pero Joss Whedon depura tanto que se queda en el mismo metal. A "Los Vengadores" le falta alma, poética. Es un aparato imponente que no dice nada. 
Recuerdo que lo pasé bien, pero olvidé todo lo que sucedía en ella.


Cuando vi "Iron Man", salí bramando. 
Robert Downey Jr. es una elección inspirada, sin ninguna duda, pero es el juego que se trae con el personaje de Gwyneth Paltrow lo que me ofendió. 
El casting de Gwyneth es inexplicable y expresa también la sequía de buenos papeles para las mujeres, a las que "Iron Man" no está dirigida. 
Si la depuramos, es la fantasía última de un hombre heterosexual que no pilla mucho cacho. Viéndola, se ve en la piel de un playboy que debe comprender que el verdadero amor está en su eficiente secretaria y no en todas esas rubias a las que se entrega como si nunca hubiese follado antes. La película también recrea una de las fantasías misóginas favoritas de Hollywood: la chica que queda atrapada por su estulticia y el malo la atrapa en una esquina, cual violación simulada, para que llegue el bueno, derroque al malvado y se gane el derecho a ella por ese acto de oportuno salvamento.


Tampoco me ha gustado "X-Men: Días del Futuro Pasado".
Las dos primeras entregas de "X-Men" fueron los instrumentos decisivos para el lanzamiento definitivo del género superheroico en el nuevo siglo. Son la verdadera apertura de la moda, tanto en fondo como en forma. 
La primera, estrenada en 1999, predecía el derrumbe de Manhattan de una manera casi escalofriante y, además, nos presentó a Hugh Jackman. Nada que objetar. La segunda apretaba las tuercas en su concepción de los poderosos mutantes como una minoría perseguida y era aún mejor. Aunque el paso del tiempo y las imitaciones les han hecho perder impacto, esas dos primeras entregas son buenas piezas de entretenimiento, muy dignas, con escenas memorables, un notable dibujo de personajes y una acción en progresión.
Todo eso es lo que ha faltado en sus secuelas, tanto la tercera entrega como la precuela "First-Class", donde no hay equilibrio, sólo horror vacui y estridencia. Son películas que gritan, tienen sobredosis de clímax, muchos superhéroes y ni un solo personaje de verdad.


La ovación a la vuelta de Bryan Singer a la dirección de otra entrega más no ha tenido en cuenta que cae en los mismos defectos de las anteriores. Quizá porque ha deslumbrado ese viaje en el tiempo, bien calculado y servido, antes que la anárquica, desquiciante estructura.
"Días del Futuro Pasado" no camina, sólo hace ruido de arrancar. El tono está siempre en lo alto, desde el principio hasta el final y las escenas se suceden a trompicones. No hay personajes, sólo mucha gente atacada de los nervios. Cansan a los diez minutos. 
Le conté un total de doce clímaxes - para entendernos, el clímax debe ser uno y es el momento cumbre, donde todo el drama entra en juego -, mientras no fui capaz de identificarme con nada de lo que sucedía. 
Es una película perezosa, indiferente, sin un porqué definido, televisiva en el mal sentido y llena de clichés, que parecen menos clichés porque se ponen del revés, porque se adornan, porque se atiborran de histeria. No es la peor película de superhéroes, pero sí es una buena muestra de su delicuescencia. De que no hay nada más que aportar que esa discoteca de disfraces retrófilos y motivos de destrucción del decorado.


La cuestión está en la buscada complicación de argumentos que son simples y resortes que se ven evidentes. El blockbuster prefiere ponerse del revés antes que escribirse bien. 
Se trata de volver a lo básico. Ahí está "Gravity", que no cuenta gran cosa, pero va derecha al factor maravilla, se equilibra y cautiva entre su fastuosa forma y su asequible fondo. Eso que Hollywood hacía bien en otros tiempos y ahora no le sale casi nunca.
Esta infecta moda mainstream de llenar el croma con tipos en mallas que salvan el mundo en tu pantalla HD terminará algún día, pero el público no para de convertir éxitos lo que merece la horca. Incluso aunque no recauden lo deseado, no se echa la culpa al género, sino al producto en concreto, que es analizado a la búsqueda de una dudosa explicación de su mal funcionamiento.
Debe ser mi culpa. Las únicas películas que me han encantado son "Watchmen" y "Kick-Ass", y eso no vale, porque la primera es una anti película de superhéroes y la segunda, una comedia con superhéroes. 


Las demás me parecen trailers extendidos de sí mismas y no volveré a ver ninguna. A Blogger pongo por testigo que sólo me molestaré si me prometen escenas de sexo explícito entre sus maromiales protagonistas. O pene en culo o nada. 
¿Será que no me gusta el género?  Pues sí, me gusta y mucho. Una de las primeras imágenes que recuerdo de mi vida es ver a Lois Lane cayendo por el edificio del Daily Planet y Superman rescatándola. 
Ese momento de suspense y alivio es tan sencillo que es un milagro, Se entiende, hace latir el corazón, es bonito, está al servicio de lo que cuenta. 


A tomar nota, señores de Hollywood. Ahora será demasiado tarde, pero quizá lo puedan aplicar para la próxima moda cargante que se les ocurra.

martes, 16 de septiembre de 2014

Retorno Al Pasado


Janine Turner es uno de mis temas de conversación favoritos. Hablo de la actriz que interpretó a Maggie O'Connell en "Doctor en Alaska", la serie que todos veíamos a mitad de los noventa en las tardías noches de La 2. 
Janine ha participado en muchas cosas antes y después de "Doctor en Alaska", pero es el único papel de renombre, quizá por demasiado memorable, tal vez porque la suerte no siempre se repite. 
Además, en aquella época ser una actriz venida de Catodia era una maldición difícil de quitarse si se quería transitar a prados más ambiciosos.


Si recuerdas a O'Connell, era aquella mezcla de Katharine Hepburn, Amelia Earhart y la novia perfecta de los noventa. Icono de feminismo de andar por casa, que agarraba un avión con la misma destreza que ponía a caldo al doctor Fleischman, tensión sexual de por medio.
Ahora, el susto. ¿Has visto a Janine Turner recientemente? Bien podría ser la peor pesadilla del personaje que le dio fama.
La cirugía ha sido terrible y su urgencia por convertirse en una muñeca rubia, cada vez más basta, se ha compaginado con su proclama como una de las voces mediáticas del rancio republicanismo de su país.
Ahí se la ve, vestida de vaquera, radiando su programa de opinión, fichando por el Tea Party o haciéndose íntima de Sarah Palin. Por lo alaskeña, tendrán mucho de que hablar.


Bien sabe Janine que la gran mayoría de sus fans lo siguen siendo por el legado de la inmarchitable "Doctor en Alaska" y ella, enterada, se presentó hace relativamente poco en el lugar de rodaje original de la serie, donde permanecen los icónicos letreros. 
Allí se grabó Janine, para volver al pasado. Ese donde la televisión nos la contó como otra mujer distinta.


Te preguntarás, ¿a qué viene ahora hablar de esta acabada? 
Yo también he vuelto al pasado. El otro día nombraron a Chris Stevens en el Facebook y, ay, me entró la nostalgia. 
Me puse el piloto de "Doctor en Alaska" y me la estoy viendo entera. Los que la hayan disfrutado saben que es difícil resistirse. Esa serie es un lugar especial en la memoria y es cosa del corazón: la atmósfera y el tono que tienen son tan únicos como narcóticos. Es una serie con la que apetece envolverse. Dan ganas de vivir en ella.
He vuelto a Cicely, con el doctor neurótico, la secretaria india, la Miss Paso del Noroeste, Holling Vincoeur, el astronauta retirado, el mestizo cinéfilo, la decidida aviadora y, sobre todo, el cañonazo de macho que se las gasta de locutor de radio.


La serie conserva la frescura y la transgresión que la hicieron célebre, aunque es tan inconfundible desde la sintonía de apertura que devuelve inmediatamente al tiempo en que la emitieron, a la programación de la cadena donde la pasaron y al niño de ojos abiertos que la veía en aquella época.
De repente, el pasado. 
En los últimos días, veo un capítulo de "Doctor en Alaska" a la noche y después una película que se emitió en Cine Club, ya sea "La Calle del Delfín Verde" o "The Band Wagon". 
Agudo ataque de nostalgia el mío.


Cualquiera pudiera verme como el Doctor Fleischman que llega desde una gran ciudad a un sitio pequeño y pintoresco y se resiste a avanzar. Quiere aferrarse al ayer, a su identidad, a lo que solía ser. 
Esa necesidad de conservar, en función de recrear lo vivido, ocupa todo un episodio, donde el Doctor Fleischman se agobia porque ya no recuerda Nueva York y empieza a recolectar cosas emblemáticas de la metropólis. Finalmente el tiempo está doblegando sus recuerdos y éstos se disipan. La vida presente pide paso. 


Recuerdo ver ese episodio de adolescente y ya entonces me sentí identificado con ese momento Peter Pan.
Eso de pensar que el año anterior había sido especial por algún motivo y querer recrearlo, oliendo los mismos aromas, oyendo las mismas canciones, poniendo las mismas películas. Nunca daba resultado. Las épocas pedían personalidad propia y terminaban por imponerse.
Ahora, tantos años después, he intentado hacer lo mismo. Pero no me aferro a la gran ciudad, ni a los tiempos inmediatamente anteriores a mi partida hacia ella. He intentado volver mental e instrumentalmente a las noches de cuando era un niño crecido, aquejado de los dolores del crecer y el sopor de la pubertad, con pocas obligaciones, responsabilidades y una despreocupación total por el futuro. Un televisor encendido, un montón de películas por descubrir y "Doctor en Alaska", claro.
También he buscado por las estanterías los viejos libros de entonces - aquellas ediciones maravillosas de Anaya de los mejores clásicos - y me he puesto a leer "Secuestrado", de Robert Louis Stevenson, colocándola al pie de la cama como hacía tantas lunas ha.


¿Con qué sentimiento he querido conectar? Al busca del tiempo perdido, queridos. La inocencia, la pureza, la susodicha despreocupación, la posibilidad de empezar de cero. 
Quizá enmendar todos los años que he pasado lejos de casa, haciéndome mayor, en remotos barcos pirata. Ahora necesitaba cuna y el abrigo de las cosas que me rodeaban entonces, esas que dejé atrás, algunas sin finalizar. Nunca acabé de leer "Secuestrado" y jamás he visto completa la última temporada de "Doctor en Alaska".
Con "Secuestrado" sobre mi pecho, ayer me quedé dormido en una siesta tonta. Cuando desperté, parecía tener la sensación de que lo había conseguido. Ahora La Laguna, la ciudad donde nací, era el mismo lugar de donde nunca me había ido. 
Era todo mi mundo, era grande, lleno de avenidas y posibilidades. Los once años que había permanecido fuera eran un sueño neblinoso, una interrupción que sencillamente desaparecía en el duermevela.
Ya no había miedo ni arrepentimiento. Ahora era yo, ahora era el ayer.


Puse otro episodio de "Doctor en Alaska". Ahí salieron Ron y Erick, los gays de la serie. 
Para el juicio de ahora, es una imagen bastante normal, pero me sobrevino el profundo impacto que significó ver a esa pareja por primera vez. 
Recuerdo que quería apartar de la mirada del televisor y taparme los oídos de lo que el reaccionario Maurice opinaba sobre ellos. 
La mayoría de los episodios los había olvidado. Ese estaba ahí, en la recámara, listo para ser disparado. 


Seguía con los vestidos viejos, retozando en la nostalgia, y recordé un reportaje de la serie en una revista de cine de 1994 ó 1995. 
De hecho, ese reportaje fue la primera vez que vi nombrada "Doctor en Alaska" en algún lado. 
Así que, esta tarde, busqué entre archivadores que olían a década y amarillo. La revista era Fantastic Magazine, una especie de alternativa desenfadada a Fotogramas. 


Lo que más me gustaba de ambas y leía con especial fruición eran las críticas y avances de las películas que iban a emitir en Televisión Española, porque eran las que más posibilidades tenía de ver. Y, sí, ya por entonces me gustaban más los clásicos que los últimos estrenos. 
En la sección televisiva, también se anunciaban las series que debías ver, como "Urgencias", "Expediente X" y, por supuesto, "Doctor en Alaska".
Esta tarde encontré el reportaje en la vieja revista y las fotos estaban ahí, tal y como las recordaba. 
Pasando las páginas hacia atrás, me encuentro con un test que hacía la revista. Una encuesta para enviar por correo y así conocer el perfil, gustos y opiniones de los lectores. Yo no la envié, pero sí la rellené. En edad, estaba escrito: "13 años".
Las respuestas eran las de un niño intentando ocultar que lo es. En esa edad, es lo acostumbrado. Otras eran sinceras. Yo era así cuando respondía "libros y compact-discs" cuando el test me preguntaba qué iba a pedir por Reyes.
Pero entonces leí la respuesta más tremenda, el auténtico viaje al pasado. El cuestionario decía "¿Y qué deseo muy especial le vas a pedir al nuevo año?".
Y yo contestaba: "Una novia".


La segunda reacción fue reírme, porque, pasando las páginas de la revista, vi muchas fotos de caballeretes a las que dediqué más de una masturbación por aquellos tiempos.
Pero la primera e inmediata reacción fue sentir lo que sentía con trece años escribiendo esa respuesta. La traición del que no sabe que se está traicionando. El niño, ahí, de verdad. 
El pasado glorioso nunca lo fue. Ahí estaba, en una simple respuesta que te cuenta lo doloroso, lo oscuro y lo indefenso que era el ayer. 
No hay que subestimar el tiempo, no hay que rechazar las experiencias, no hay que desvivirse por lo que ya se vivió. 
Los seres humanos colocamos nuestros recuerdos en un museo, donde ponemos lo bonito y lo valioso, lo favorecedor y lo heroico en primer plano, dando sentido a nuestras existencias en función de un relato ordenado y coherente.
Dejamos atrás aquellas torpezas, aquellas contradicciones, aquellos pasos en falso y aquellas cosas que olvidamos. El museo de lo hermoso y el desván de lo mohoso. 
No renegaré de los veinte años que han pasado desde que compré esa revista y contesté ese cuestionario, bien lejos debe quedar esa época donde Ron y Erick eran una cosa extravagante, imposible, misteriosa.
Porque la vida ha sido la luz para mí y no le cambiaría ni una coma. 
Bien lo enseña Gatsby, no se puede repetir el pasado. Sólo brindar porque fue quien nos trajo hasta aquí.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Chris Pratt


Me encanta la atención que está despertando este muchacho en los últimos meses, porque lo he adorado - y también deseado - como Andy Dwyer en "Parks And Recreation", pequeña gran serie donde Chris ha demostrado durante muchos años una vis cómica como una catedral.
Para el cine, ha tenido que bajar de peso y ponerse cachas y su cambio nos lo contó a través de difundidos selfies por Twitter. 
En principio, me entristecía perder al osuno Chris de siempre - de hecho, su mujer Anna Faris le urgió a que volviera a la cerveza y se olvidase del gimnasio -, aunque, a ojos vistas del resultado, lo prefiero como está ahora, con todo en su sitio, Se le distinguen mejor las facciones de la cara, luce aún más corpulento y sigue igual de adorable.
Simpático y guapo como él solo, el verano lo ha encontrado taquillero en "Guardianes de la Galaxia" y la prensa no para de hablar de Chris Pratt, diciendo lo que ya sabíamos: está buenísimo.