miércoles, 22 de enero de 2014

El Director Como Epidemia


Hoy sabemos cómo se hacen las películas, más que nunca. 
Al menos, su estudio está a nuestra disposición. Podemos comparar cine de diversas épocas, de distintos países, de similares escuelas. 
Y la comparación ha sido posible desde el incierto momento en que se encontró la manera de echar la culpa a alguien del resultado de una película. Es decir, al director.


Desde que el nombre del director ocupó el interés del público, devino en ese señor reconocido como el firmante y responsable de que lo visto sea una mierda o una gloria. 
En otros tiempos, señalar al director era una idea bastante vagabunda.
No es apropiado que usted le eche la culpa a Clarence Brown por "Anna Karenina", ni que piense que Victor Fleming es la batuta detrás de "Lo Que El Viento Se Llevó". Áquella, es una película de estudio; ésta, de productor megalómano.
Tal y como se hacían las cosas en el viejo Hollywood; lo que Frank Capra llamaba despectivamente "el cine comité", hecho por muchos y con la apariencia final de una manufactura.
El cine individualista nació a contracorriente de los intereses industriales, si bien están más unidos y conjugados de lo que muchos están dispuestos a aceptar. 
En Estados Unidos, el auteur ha sido identificado en muchas ocasiones, y la mayoría, de manera equivocada. 
Porque hasta la obra más identificable que se erija en esas latitudes lo hace para ganar un dólar mínimo.
Más que autores, en Hollywood, ha habido firmas personales, que se las han arreglado para imprimir estilo propio y granjearse legión de admiradores. Cineastas cerebrales, casi autistas, sólo han existido en Europa, el Lejano Oriente o en márgenes exóticamente parias, estilo Terrence Malick.
La firma del director, desconocida en la primera mitad del siglo, se hizo ineludible, a la medida que se reconocía al señor detrás de la cámara como ese hombre orquesta.

Alfred Hitchcock

Por definición, el director es el que interpreta el guión, concibe visualmente la película, dispone la escena y conduce a los actores para que expresen el adecuado dramatismo. 
Las ideas personales, el refinamiento y la distinción plástica distinguen a los grandes cineastas de los simples artesanos. 
La necesidad de formar parte del primer equipo, en función de personalizar el cine y hacerse famoso aunque no se salga delante de la cámara, es lo que ha definido la segunda parte de la Historia del medio.
El director es el campeón.

"2001, Una Odisea del Espacio"

Todos los campeones tienen sus hijos putativos y sus devotísimos, que se prenden de sus faldas e imitan, imitan, imitan.
El cine como copia, o la posmodernidad fílmica. No sólo significa que unos cineastas homenajeen a otros, sino que se homenajeen a ellos mismos, especialmente cuando llegan sequías artísticas y sólo queda repetirse cual eructo, quizá para que los fans no se acongojen.
Pero, ¿cómo se detecta un básico homenaje posmoderno?
Veamos esta imagen de "La Leyenda de la Casa del Infierno", donde John Hough pone la cámara a ras del suelo.
Ese plano es orsonwellesiano, dirá el más listo.


Porque, treinta años antes, Orson Welles excavaba el plató, ponía la cámara allá abajo y definía estilo propio con "Ciudadano Kane".


Estilo suntuoso, aparatoso, de lucimiento, que nos entusiasma a los amantes del séptimo arte.
Orson Welles no sólo popularizaba ese plano que mira desde los testículos y profundiza el campo visual, sino que lo repetiría en sus siguientes películas.
Lo descubre, lo potencia, se apega a ello, se le identifica.

"The Magnificent Ambersons"

Tan influyente como Welles es Alfred Hitchcock, cuya intencionada interpretación de relatos de intriga y sexualidad fascinaron a público y crítica, para convertirse pronto en un reconocible tic de tantísimos cineastas. 
Es lo hitchcockiano, primera ocasión donde una moda audiovisual ha devenido en inmitigable plaga bíblica.

"Frenesí"

Podría decirse que todos los cineastas posmodernos son hitchcockianos, en mayor o menor medida.
Es decir, contarlo todo con la mayor dificultad, aparatosidad, banda sonora atronante y planos precipitantes, mientras recrean las secuencias más célebres del maestro sin ningún pudor.

Kim Novak en "Vértigo"

El caso de Brian de Palma es el más reconocible y fue la señal de que el cine se había convertido en un collage, en una obra derivada de otra y así sucesivamente.
La cuestión es que nos gustó la idea. Copia, retunea, dale más sexo y explicitud a la cosa, ironiza, ¡ironiza!

Angie Dickinson en "Vestida Para Matar"

Especialmente socorrido cuando se quiere sublimar un argumento imposible - véase Scorsese en "Shutter Island" o Polanski en "El Escritor" -, lo hitchcockiano es la manera oficial de contar muchas cosas. 
Sin embargo, si Hitchcock nos expresaba todo sobre sí mismo cuando era hitchcockiano, los cineastas que lo imitan son artificiales y mentirosos, quizá porque se ocultan bajo las faldas de otro, en lugar de demostrar lo que son capaces por sus propios medios. 

Bibi Andersson y Liv Ullmann en "Persona"

Un ejemplo de imitación extrañísima es Woody Allen copiando a Ingmar Bergman.
En las primeras películas de Allen, aparecen muchos homenajes al angustiado cineasta sueco bajo un tratamiento humoroso. 
De repente, Woody se puso serio como un funeral y lanzó "Interiores". Una película bergmaniana, pero inexplicablemente anti-alleniana.

"Interiores"

Anti-alleniana, porque el director ya había puesto su firma, ya se había definido, y ahora se estaba menoscabando, en una especie de ensayo/error. 
"Interiores" es una película de interés, pero su alcance es un cero redondo en comparación con "Annie Hall", la pieza alleniana por excelencia, esa que contiene todo el universo personal del autor.

Diane Keaton y Woody Allen en "Annie Hall"

De paso, crea escuela/plaga. Mira estos dos.

Ethan Hawke y Julie Delpy en "Antes del Atardecer"

Cabe preguntarse si Richard Linklater es consciente de la disposición exacta que está replicando o ya lo hace de manera automática.
El automatismo ha suplido al homenaje. Es lo que Bertrand Tavernier denunciaba cuando aseguraba que los directores actuales se saben el cine de memoria.
Cuando buscan la cuadratura del círculo, sólo lo hacen para ser hitchcockianos, allenianos, wellesianos. O kubrickianos.

"2001, una Odisea del Espacio"

Si usted quiere montar un plano de inquietud, desapasionamiento y/o torva analítica, atienda a las obras de Stanley Kubrick, otro cineasta de influencia/epidemia, cuyo estilo sería imitado de manera inmediata.
"2001, una Odisea del Espacio" se estrenaba en 1967, y esta cinta de terror italiano se estrenaba tres años después, con esta puesta en escena tan kubrickiana.


La cosa se retuerce cuando el director venerado se convierte en ese mito temible. 
Steven Spielberg, un director capaz y ambicioso, se suele mostrar acomplejado cuando se mete en universos ajenos. Lo estaba en "Inteligencia Artificial", un proyecto que pertenecía originalmente a Kubrick.
¿Qué hace Spielberg? No se olvida del imponente precedente, sino que tiene que homenajearlo, a fuerza de endeudarse con sus imágenes. El resultado es el inevitable pastiche.

"Inteligencia Artificial"

Quizá la respuesta a toda esta necesidad de la copistería esté precisamente en el triunfo del director personal y nada camaleónico. 
Es decir, son buenos para hacer una cosa, pero cuando se meten en otros pagos, corren a revisar los maestros. Sucede en Spielberg, pero también en Martin Scorsese.
Me arremango.
El peligro de apreciar las películas según sus directores es la irregular carrera artística de todos ellos, particularmente en industrias que los aplastan o los asimilan.
Si un espectador viera sólo las películas que Scorsese ha hecho en los últimos veinte años, dudo mucho de que lo considerara un cineasta predilecto.
Si empezara por las anteriores, lo tendría en el panteón y lloraría por recuperarlo.

Harvey Keitel en "Malas Calles"

Martin Scorsese se consagró originalmente como la respuesta a un modo de entender el drama norteamericano, en función de extraer el lado más duro de la existencia y ribetearlo de exuberancia fílmica. 
Digamos que contó lo nunca contado - al menos, en el cine de primera línea estadounidense - y le dio salero cinemático.
Sus películas, que han ido de los harapos a la riqueza, cada vez más espectaculares, más suntuosas y, poco a poco, menos interesantes y más equivocadas, han inaugurado otra tendencia/epidemia que llamaremos scorsesismo. 
Ser scorsesista sería contar la historia de un individuo en función de escenarios de dinero y coerción organizada, mientras la cosa se condimenta con universos retro-horteras, revisionismo y una gramola por banda sonora.

Sharon Stone en "Casino"

El Scorsese agresivo y puntero ha sido imitado hasta la saciedad desde los años ochenta en adelante y aparece en todos lados.
Hasta una película tan marciana como "La Última Tentación de Cristo" ha sido diseccionada en narrativa y estética por legión de cineastas y showrunners televisivos, a la busca de emular sus estrategias.
Es una operación similar a cuando se hace una secuela para sacar los cuartos del público, pero esta vez con intención artística. Si funcionó una vez, funcionará otra.
El más evidente homenaje está en "Boogie Nights", de Paul Thomas Anderson, declaración de scorsesismo en tono, forma y fondo, donde la última escena es un corta y pega del final de "Toro Salvaje".

"Toro Salvaje" vs. "Boogie Nights"

Pero "Boogie Nights" está modelada en la obra más scorsesiana de Scorsese: "Uno de los Nuestros", brillante película, pero también la definidora de su estilo showy.
Es decir, mira lo que hago, mira lo que soy capaz de hacer.
La entrada de Ray Liotta y Lorraine Bracco en el restaurante, a golpe de súper plano-secuencia, era mareante, precipitante y fascinante en 1990.
Hoy el impacto es mucho menor, porque se ha repetido y complicado en muchísimas películas y series posteriores.

Joe Pesci y Ray Liotta en "Uno de los Nuestros"

El propio Scorsese ya se volvía scorsesiano en "Casino", donde apretaba las tuercas. Más planos secuencia, más complicación escénica, más sobreabundancia de forma sobre fondo.
Eso que define al posmodernismo y lo sentencia al mismo tiempo.

Sharon Stone y Robert de Niro en "Casino"

Imitar lo imitado es la última parada y la tendencia se viste de delicuescencia, cuando la cosa se revela superficial o, simplemente, no tiene nada nuevo que ofrecer.
Es el caso de "American Hustle", una película donde David O. Russell imita a Paul Thomas Anderson imitando a Martin Scorsese, para tapar vanamente la continua sensación de deja-vu y también la propia decadencia del formato.
Ese formato donde la cámara se mueve desde la puerta del taxi hasta las cocinas del restaurante, y uno se pregunta dónde quedó el personaje. Es decir, dónde quedó lo que importa.

"American Hustle"

"American Hustle" es scorsesismo superficial, pero ahí está "El Lobo de Wall Street", que es scorsesismo vulgarizado, más grave porque el propio iniciador de la corriente es quien la firma.
Cuando ya parecía perdido el maestro, intenta replicarse, pero se deja la finura en casa en esta ocasión. 
Porque, eh, el cine ya no puede ser fino.
Ahora es bisutería - cine bling - y efecto, efecto, efecto. Aún así, tras tres efectos, el espectador ya está inmunizado, hundido de banalización, mientras resuena el "esto lo puede hacer mejor" en el aire. 

Margot Robbie y Leonardo DiCaprio en "El Lobo de Wall Street"

"El Lobo de Wall Street" es excelente como bufonada, pero deprimente como obra de su director.
Hete la paradoja: es muy scorsesiana, pero un mal, perezoso Scorsese, quizá porque está imbuido en un universo que no conoce tanto y al golpe de una tecla que no toca de la misma manera.
Exceder, romper los límites y desvergonzarse suponen la estrategia para ocultar su inseguridad. El resultado es bruto, que no brutal, y curiosamente inofensivo.

Lorraine Bracco y Ray Liotta en "Uno de los Nuestros"

No hay vileza en la copia, sólo en la vagancia que se manifiesta a través de ella en muchas ocasiones.
Es como una especie de pesados cortinajes que se ponen los cineastas sobre sí mismos, mientras sus películas escasean de sorpresas y rebosan de ladinos embustes. Oro parecen, plata no son.
Quizá el error está en el principio de la ecuación. En el instante en que se culpa a los directores por encima de las premisas de la industria, de las exigencias de los productores o de los gustos del público. Es decir, que, a veces, sólo pueden hacer la película que es posible hacer.
Pero mucho me consta que estos reyes, puesta su corona, se echan a dormir y adiós, el compromiso, bienvenida, la rica miel.

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