jueves, 3 de octubre de 2013

32


Las frases hechas y los diálogos por inercia me hacen mucha gracia. Son cosas que la gente no piensa, sólo suelta por costumbre, como axiomas de protolocos nunca escritos.
Porque los seres de sociedad hablamos mucho y decimos poco. Casi nada. Si nos limitarámos a lo importante en nuestras conversaciones, me temo que el mundo permanecería en silencio las veintitrés horas y cincuenta nueve minutos del día. 
Una de mis frases favoritas por detestadas obedece a la siguiente dialéctica:
- ¿Cuántos años tienes?
- 33.
- Uh, la edad de Cristo.
¿Qué significa exactamente que tienes la "edad de Cristo"? ¿Que te van a crucificar? ¿Que es la edad perfecta para morir y resucitar, simbólicamente hablando? No significa nada. 
Es sólo un rastro de cultura católica, de un país religioso que, de repente, dejó de serlo. Como fruto religioso, es un rezado que se parlotea sin pensar, verdad evidente que no tiene nada de verdad ni de evidente. Sencillamente, se dice. 
33, uh, la edad de Cristo. 
La frase, arraigada y extendida en este país - supongo que también en otras naciones hispanocatólicas -  me resulta entre cargante y desternillante. 
Un despojo rancio, sin duda, aunque funciona como una de tantas expresiones inútiles a priori, que sirven para dinamizar las conversaciones, esas que mantenemos para decirnos todo sin decirnos nada.


Yo mantuve una conversación así, el último viernes, tendido en la cama, con el cuello de un caballerete apoyado sobre mi muslo. 
Él miraba hacia arriba y me preguntaba cosas sobre mí. Supongo que quería algo más que aquella noche, por lo que decía y la manera en que me miraba. 
El interés no era recíproco, aunque siempre agradezco esos momentos de paz, con un chico, después del sexo, como si el mundo se hubiese detenido, en pausa. Es el mejor instante para hablar por hablar, cuando no importa ni se esperan segundas partes ni hay que pretender nada. 
Descanso neuronal, por fin estás aquí.
Es una soledad yuxtapuesta a la del otro, la escena compartida de manera casual, donde uno de los dos acabará por salir de plano y la vida se reanudará, justo donde había terminado antes de la pausa deseada.


A lo que íbamos. El caballerete me preguntó por mi edad y le dije que, curiosamente, mi cumpleaños está muy cerca. 
- ¿Cuándo?
- Este sábado - le contesté.
Meditó un segundo. 
- Va ser el día en que aproveche para llamarme - pensé.
- ¿Y cuántos cumples?
- 32.
- Uh, casi la edad de Cristo.
Casi la edad de Cristo. CASI. Casi me meo de la risa. Me contuve. En honor a la verdad, diré que me quedé helado ante esa definitiva victoria del parloteo cutre, ese apogeo de la muletilla chorra que se estaba viviendo en mi dormitorio. 
Pues sí, casi la edad de Cristo. ¿Es una advertencia? ¿Debo cuidarme de besos traidores? ¿De oraciones en huertos? ¿Últimas cenas a la vista?
Sí, soy demasiado exigente. La culpa la tiene el cine, ya sabes. En pantalla, las réplicas son exactas y las cosas están bien dichas. 
Si alguien escribe un guión donde un diálogo consista en preguntar la edad y se responde que es casi la edad donde murió el profeta de la religión imperante, cualquiera lo tacharía con rotulador rojo y pondría un "what the fuck?" bien grande al lado.
Aunque, ahora lo pienso, si la vida fuera correctísima, echaría de menos la divagación, el sinsentido y el humor que se puede extraer de ello.
Añoraría la imperfección y lloraría por una madrugada de conocimiento carnal y conversación banal con alguien a quien no volveré a ver.
Porque decir "32" en voz alta fue como una extraña confesión, y no religiosa.


32, 32, 32. Este sábado, 32.
Cuando era pequeño y me imaginaba estas edades, también razonaba cinematográficamente y me veía convertido en otro. Es decir, cual si hubieran cambiado el actor por un hombre respetable, tranquilo y maduro, que miraría con firmeza, hablaría con seguridad, daría fuertes apretones de manos y tendría una configuración existencial bien ordenada, sin imprevisión. 
Me pensaba a los 32 años, tal y como veía a los mayores, tal y como creía que eran.
Desde hace unos cuantos octubres, me he dado cuenta que seguiré siendo el mismo actor de mi existencia hasta que me muera, con los mismos ojos, la misma expresión, los mismos nervios y casi los mismos miedos de animalito ante el mundo. 
Y ese olor en la nariz, todavía. El olor de la habitación donde mi hermana y yo jugábamos, hace veintitantos años, aquí, en mí, como si hubiese estado allí hace cinco minutos. 
Nadie niega que se cambie desde la infancia - se cambia todo -, pero la vida es una ráfaga de aire concentrado que pasa por delante y un pestañeo es suficiente para perdérsela. Los mayores saben bien de lo que hablo.
No me pone triste cumplir años. Me encanta.
"Deberías celebrar tu cumpleaños, porque se celebra que sigues vivo en el mundo", me dijo una mujer, hace unos cuantos cincos de octubre.  Era una amiga de unos amigos, con la que me tomé unas copas una noche y, como la mayoría de las cosas que nos pasan, continuaron su camino, se alejaron, desaparecieron. 
No me olvido. Me cuesta olvidarme de las personas, de lo que dicen, incluso cuando no es gran cosa. "Deberías celebrar tu cumpleaños, porque se celebra que sigues vivo en el mundo".
Seguir vivo en el mundo. 
¿Acaso no era aquello de que la vida es un sueño y los sueños, sueños son? Sí, debe ser un sueño, ese al que despiertas, a toda su lógica ilógica, a su importancia dudosa, a su virulencia imposible. Ese sueño donde todo lo que te indigna y apasiona de él se extingue, en un momento al azar.
Ese momento, quizá elegido por el que se murió a los 33 o, más bien, por los incomprensibles caprichos del indiferente Universo.


Celebremos esa indiferencia, celebremos el sueño. Y celebraré los 32 por nada en especial, por todo en particular. 
Simplemente, me apetece. Me encontraré con mis amigos y con gente que no veo desde hace mucho tiempo. No será festejo en plan Gran Gatsby, aunque bastarán copas bien provistas, arsenal de conversaciones banales y demás aderezos de estas mágicas pausas de la vida.
El momento insignificante, la conversación estúpida, ese chico al que no volveré, me llevaron a pensar en celebrar mi cumpleaños. 
Salir al mundo y reencontrarme con gente querida, para iniciar nuevos momentos insignificantes que nos conduzcan a otros.
Que nos lleven a dormir, a quitarnos el sueño, a despertarnos otra vez, a perder el tiempo, a besarnos, a dormir juntos, a no encontrarnos nunca más, a morirnos mañana, a apagarnos de viejos.
De trivialidades, de encuentros fortuitos, de chorradas ajenas y propias, se construyen los días de nuestra trivial, fortuita y chorra vida. 
Los espacios en blanco, los tiempos muertos y las palabras erráticas son el apoyo que necesitamos, ese que nos conduce de la mano, en plena oscuridad, a los momentos que consideramos importantes, cuando, por fin, todo se transforma, a excepción del latir de nuestro corazón de manicomio. 
Treinta y dos años de existencia terrena. Sin pensarlo demasiado, y exagerado como he sido siempre, diría que no cambiaría ni una coma. 
Siempre pediré otro punto aparte. Un nuevo párrafo, con los mismos ojos. Yo, el mismo actor, los mismos nervios, ante un futuro incierto, temible, del que no quiero perderme nada.
A mi cumpleaños, a mi vida. Estáis todos invitados.

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