miércoles, 2 de octubre de 2013

Cena Con Perdices


El poder de sugestión del cine ha tenido el considerable alcance en el espectador como para que éste se identifique con lo que está ocurriendo, lo sienta de una manera profunda y desee una resolución satisfactoria.
En otros tiempos, esa sugestión era tan fuerte que nuestros abuelos creían que el tren se les venía encima, que los actores estaban enamorados de verdad o que ese asesinato ocurría en tiempo presente. 
No estamos muy lejos. Todavía los sentimientos del cine son los nuestros: películas alegres nos proporcionan alegrías,  historias tristes nos otorgan tristeza.
Desde siempre, el cine comercial ha optado por dar una sensación de clausura a sus historias, esa que lo diferencia de la vida real - donde las cosas no terminan siempre con coherencia - y, además, da el aspecto de cosa acabada. 
Para que el público no sólo entre en la película, sino que pueda salir de ella. Que sea un final feliz o melancólico, siempre con un toque de fe, y que no ponga el mundo patas arriba.

"The Palm Beach Story"

Las películas comerciales, especialmente en otros tiempos y en latitudes estadounidenses, sabían perfectamente que podían ofrecer caos y destrucción para, antes del último rollo, disponer adecuada desembocadura en paz, orden y concierto. 
Los crímenes debían ser descubiertos, los adulterios eran fatales y cualquier pecador pagaba.
Era el castigo del Mal - en su acepción más moralista y puritana - y el triunfo del Bien. Sería éste la pasta base del cine optimista, que enamoró a las primeras audiencias del cine.
El final feliz era un recurso hollywoodiense que seducía sobremanera al público, no sólo porque era satisfactorio, sino porque distraía mayormente de una realidad que no siempre garantizaba esas conclusiones ideales. 
Muchísimas películas del catálogo clásico terminan con un beso heterosexual y sin lengua entre los dos protagonistas. 
Es la victoria del amor, eso que es gratis y, según el cine, lo cura todo.

Jeanne Crain y Dana Andrews en "State Fair"

El musical es el gran género del optimismo cinematográfico, labrado y popularizado durante años difíciles. Mientras afuera cundía el hambre, la miseria y la llegada de una nueva guerra, los espectáculos ultra-kitsch permitían disertar durante noventa minutos; especie de narcótico que funcionaba a las mil maravillas entre los espectadores y ensalzó al cine como la forma primordial de entretenimiento.
El musical se construye como una fiesta, donde el espectador desprejuiciado está más que invitado. Abre posibilidades, mundos paralelos, deseos románticos, sueños eróticos, entre canciones, coreografías y sencillas tramas argumentales. 
El musical no se permitiría ninguna tentativa de oscuridad hasta muchísimo tiempo después, justo cuando se acabó como género de cabecera en Hollywood.
Por regla general, terminaba en beso. Y es la clave de su boyancia. 
Todo el mundo que ha visto "Cantando Bajo la Lluvia" o "Cita en San Luis" sale de ellas como si le hubieran puesto alas en los zapatos. Reconfortado, sin depresión que valga, con cara de pazguato, feliz. 
Es el cine de la sonrisa, que vendía, conquistaba y se imponía en las preferencias de nuestros padres y abuelos. Esos que dicen "para sufrir, ya está la vida".

Judy Garland y Tom Drake en "Cita en San Luis"

El optimismo del cine antiguo norteamericano ha despertado todas las suspicacias, unas más merecidas que otras, y uno de sus dardos favoritos ha sido el cineasta Frank Capra. Hasta en su momento, se llamaba a sus películas como "Capra-corn", algo así como "pastel Capra".
Es curioso porqué sus comedias sociales no son pacíficos y armónicos remansos como los musicales. 
Sí, son obras optimistas e ingenuas, porque sus felices resoluciones vienen dadas por la teoría rousseaniana de que hay algo de bondad dentro de todos y es ese resquicio el que conquista al mundo.
Pero revisando sus obras maestras, como "Mr. Smith Goes To Washington" o "Qué Bello Es Vivir", se encuentra una mirada mucho más sombría de lo que se suele atribuir a cualquier corn.

Claude Rains y James Stewart en "Mr. Smith Goes To Washington"

Cuentan historias de peculiar fuerza, especialmente para la época en que se estrenaron, donde asuntos como la corrupción política o la oligarquía bancaria eran cosa nueva y cruda en el cine.
Y todo está imbuido en una brutal estructura dramática, que pasa por la destrucción del ánimo y la inocencia del protagonista. Al final, se resuelve con alegría, claro. Si no, nadie hubiese salido caminando por su propio pie de esas películas.
Es el caso de "Qué Bello es Vivir", que podría llamarse "Qué Horrible Es Vivir, Pero No Hay Otra".
Cuenta, en un tono deliberadamente oscuro, cómo un hombre bueno y generoso va quedándose paulatinamente solo, se arruina ante la indiferencia de sus vecinos, termina enfurecido con su familia y va a un puente camino de suicidarse. 
La ironía que le presta el ángel de la guarda es que, a pesar de lo lamentable de su existencia, ha sido imprescindible para los demás. Y vivir es bello hasta cuando no lo es.
Se ha dicho que esa película es bondadosa y bonachona. Yo la considero de terror y sufrimiento; por eso, se llora tantísimo con el final feliz. 
Porque relaja después de la pavorosa tensión.

James Stewart en "Qué Bello es Vivir"

El final feliz ha sido insorteable durante gran parte de la historia de Hollywood, aunque tuvo sus resquicios en géneros como el melodrama o el cine negro. 
Aún así, si el final era cruel o fatal para sus personajes, se entendía que lo merecían por pecadores y delincuentes. 
Bien podía entristecer a la audiencia, que quizá había simpatizado con el equivocado antihéroe o el amante apasionado, pero el bienpensar y el Código de Censura imponían castigo divino, soledad, pobreza o muerte.
Venía heredado de la literatura decimonónica y todavía en la psique de muchos espectadores y críticos se entiende que no hay crimen sin castigo.

Laurence Olivier en "Carrie" (1952)

Conclusiones sofisticadas del estilo de "Lo Que El Viento se Llevó" fueron ampliamente discutidas, pero nunca favoritas, mientras finales tremebundos como el de "El Gran Carnaval" garantizaron un fracaso comercial inapelable.
La hegemonía del final cerrado y romántico llegó hasta los sesenta y uno de sus ejemplos paradigmáticos es la adaptación de "Desayuno con Diamantes", que cambiaba el desenlace de la obra de Truman Capote. 
De un cuento de fascinación, se hollywoodizó para devenirlo en una historia de amor.
El guión de George Axelrod apaña con profesionalidad el cambio, aunque se nota la costura. Es una película altamente satisfactoria, aunque, a la busca de una conclusión convencional, pierde la mordacidad y el enigma de la novela de Capote.

George Peppard y Audrey Hepburn en "Desayuno Con Diamantes"

El final feliz menguaba en convicción, a la vez que los grandes géneros suscitaban desconfianza en las generaciones. 
Pero Hollywood se resistió durante mucho tiempo - en gran parte, todavía lo hace - a ofrecer historias complejas, depresoras, que hicieran pensar mucho o que dieran la imagen de que el asunto no estaba acabado. 
Digamos que para Hollywood, una película se construye como un mueble de encerada perfección. Los grumos, las irregularidades, las patas cojas - eso que tiene la vida - los considera defectos preocupantes.
Como en toda normativa imperativa, siempre aparecieron curiosos subversivos.
Atentos a esta imagen final de "Siempre Hay Un Mañana", melodrama de Douglas Sirk.

"Siempre Hay Un Mañana"

Nos cuenta la historia de un mediocre hombre de familia que se reencuentra con una mujer de su pasado y la opción de un romance se observa como la manera de escapar de una vida asfixiante y rutinaria.
Como corresponde a un género conservador de una época conservadora como los cincuenta, el protagonista al final se queda con su mujer y sus hijos. Éstos han tenido parte en la decisión y sonríen en la última imagen.
Sirk, que aborrecía la moralina, subvertió ese presunto final feliz con algo que sólo podía hacer el director: usar los barrotes de la escalera con la capacidad expresiva suficiente para que los hijos aparecieran encarcelados, condenados a la misma mierda de vida acomodada que están celebrando.
Es un final feliz pesimista, de los que Sirk era el mayor experto. 
La ruptura del código de censura y la llegada de nuevas voces, junto con públicos alborotados de novedad, dieron paulatino paso a películas más ambiciosas en cuanto a contar ambientes, atmósferas, personajes y sucesos fieles a la realidad, contestando así a ese viejo universo del cine donde todo encontraba respuesta inmediata. 
Fue la entrega a la irregularidad.

Gene Hackman en "French Connection"

Así, tenemos, por ejemplo, "French Connection", que aspira a relatar un suceso policial con la mayor fidelidad posible. Es decir, se atrapa a unos cuantos malos, otros se escapan, unos van a la cárcel, otros son declarados inocentes en los inacabables juicios. 
Es un cine que impone interrogantes y, contra todo pronóstico, se relevó muy seductor para el público, que ya no se tragaba el besote de los remates de otrora.
Sam Peckinpah iba más allá y proponía un noir moderno en "La Huida", donde sus protagonistas eran delincuentes simpáticos y, oh, lo impensable: al final, se libraban de todos sus perseguidores, se daban un morreo y ponían rumbo a México. 
Desde luego, otro tipo de historia y de sensación, más compleja, quizá más sincera con los deseos profundos del espectador. 

Steve McQueen y Ali MacGraw en "La Huida"

"Un pesimista es un optimista bien informado", dicen que dicen por ahí. 
Bien es cierto que el optimismo de otros tiempos hoy sería aberrante. Es decir, los musicales de la Metro son una maravilla vistos desde hoy, pero no hay que olvidar que su final fue bien merecido. No significa lo mismo verlos a toro pasado que en los años cincuenta o sesenta, cuando no había otra opción, se producían de manera mecánica y ya se demandaban nuevos aires.
Desde la ruptura que supuso la modernidad, se han impuesto historias con finales ambiguos, contradictorios, desoladores, ininteligibles o, incluso, desesperanzados.
Sólo se puede hablar de masoquismo cuando alguien se dice satisfecho tras ver una película de Darren Aronofsky o de Michael Haneke. Son experiencias cinematográficas de las que no se sale nunca, porque atacan de raíz el grado de fe que tenemos en la vida y también el que depositamos en los cineastas cuando nos entregamos a sus aventuras.
Porque, después de todo, todavía queremos salir con satisfacción del cine. Y la plenitud, la cerrazón, cierto aire de armonía siguen siendo las claves para que una película devenga en éxito. 
Esa sensación de redondez, de buen pulso, de que el final sea el que debe ser, ya acabe con besuqueo, con "Continuará", como el Rosario de la Aurora, o, bien, con un exquisito enigma.

Robert de Niro en "Érase Una Vez En América"

En toda apreciación sobre qué es preferible, si optimismo o pesimismo, se debe imponer la sinceridad del producto. 
Es evidente que "Qué Bello es Vivir" está hecha desde una genuina convicción, mientras "War Horse" es fruto de un mal gusto retrógrado de cinco pisos de altura.
En los últimos tiempos, y con la oleada de antihéroes en pantallas cinematográficas y televisivas, hay mucha desorientación en cuanto a cómo abordar sus conclusiones. Porque, como hemos visto hoy, el final no es sólo el final. Es el porqué del relato y su billete a la inmortalidad.
La desorientación es particular en el medio norteamericano, porque, pese a la caída de censuras, la necesidad de moralizar nunca se ha perdido. Y se cuente al mayor gángster o al asesino en serie más carismático, el interrogante de cómo darle puerta sin pasarse de Dios castigador o quedarse corto es la pregunta de toda ficción contemporánea.
Si se permite el ejemplo televisivo y reciente, "Breaking Bad" ha apretado el acelerador, ha derribado las puertas con mucho swing y otorga el "final feliz" perfecto para el siglo XXI.

Aaron Paul en "Breaking Bad"

Como los finales emblemáticos, es tan generoso con el espectador que hasta le da una sensación de esperanza sobre los personajes, aunque esta sea tambaleante y relativa.
Hasta el castigo se cuenta como una celebración y se ha salido de esa serie con una plenitud de musical de Gene Kelly. 
Curioso. Al final, las películas que nos gustan no deben ser más que zanahorias bien tiradas.

1 comentario:

  1. Compartu parecer sobre Desayuno con diamantes.. El encanto de la novela es todo lo que no se dice, que el protagonista para empezar, es probablemente homosexual, pero fantasea todo el tiempo con Holly, probablemente huyendo de sí mismo y porque en ella se proyecta.

    Por otro lado, yo siempre me he explicado la narrativa clásica de final feliz como terror al vacío.

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