jueves, 16 de enero de 2014

El Porno y Yo


Ha sucedido la cosa más increíble y, al mismo tiempo, la más previsible.
El otro día, el cursor se movía por las novedades de una página de porno gay, mientras mis ojos miraban sin mirar, hasta que tropecé con algo extrañamente familiar.
- Juraría que ese tatuaje lo he visto antes.
Sí, el tatuaje sobre el pectoral. Y no en ninguna pantalla. No, en la vida, en la realidad, en el edificio donde vivo, en el descansillo, en mi puerta.
El cuerpo del caballero, la cara y mi "¡juas, lo sabía!". 
Mi vecino, el cachas, se ha metido en el porno gay. Sabía que volvería a mí, de algún modo y así lo ha hecho. 
Para quien siga este blog desde el primer día sabrá que fue protagonista de un post, titulado El Cachas, que terminaba con una predicción alocada de lo que sucedería. De manera irónica, me escribía a mí en el porno gay. Qué poca sensatez. Él era el destinado. Él era todo ese festín de músculos insensatos para deleite básico e inmediato de otros caballeros. 
En pantalla, no parece tan musculoso. Cuán grandes e infladísimos deben andar los otros actores - tanto en el porno como en los géneros convencionales -, para que este hombre, un tocho en persona, parezca simplemente delgado en imágenes.


En cualquier caso, el episodio ha dejado claro una vez más que, si escribiera mi biografía, el porno ocuparía un apartado recurrente. 
Ni los estudiosos ni yo mismo podemos atrevernos a apreciar cuál es el alcance psicológico y conductual de ver tanto sexo en imágenes - y ese sexo - desde los primeros años de adolescencia, a lo largo de toda la vida, durante los días y las noches.
Vi porno hace un rato, lo veré después.
Como sucedió con el cine convencional, conocí lo que contaban mucho antes de vivirlo. Del mismo modo, cuando fui el protagonista, cundió cierta decepción. La ausencia de olor, los testículos rasurados, las elipsis, la atlética general, la perfecta mecánica, la aparente comodidad, la luz, la música. Todo eso lo eché de menos cuando tuve mis primeras experiencias sexuales. 
- Hace falta película aquí. Dirección y mejor casting - me dije.
A pesar de haber contemplado a gente felando y follando con tanta energía y eficacia, era incapaz de repetirlo de la misma manera. El porno proporciona ideas sobre lo que se puede hacer, pero la manera de conseguirlas reside en la voluntad y la práctica, escribiría hoy en la pizarra.
La primera vez que vi porno aconteció con compañeros del colegio y nos dio mucho asco, aunque fue una experiencia, sólo por las risas, los nervios y el suspense de que nos atraparan. 
En Canal Plus, se encontraban las películas porno que viera en la soledad de mis años adolescentes, esas obras inefables de las que guardo un recuerdo contradictorio. 
Por un lado, eran alivio, robaron pudor y descifraron incógnitas. Descubrí lo que tenía que descubrir y le perdí el miedo a todo lo que, aún por entonces, incomodaba y se escondía. 
En ese sentido, fue una buena educación para mí. Que lo chocante pareciera natural, doméstico.


Pero aquel porno del Canal Plus era bastante espantoso. Probablemente, porque era heterosexual o, más bien, hecho por y para hombres heterosexuales. O, apurando aún más, para una clase de frustración masculina heterosexual.
Se ha dicho mucho sobre el straight porn y todo acertado. Yo añadiría que es un universo paralelo, de corte burdelario, donde los actores y actrices que aparecen siempre han suscitado la más grande de mis incógnitas. ¿De dónde salía exactamente esa gente? ¿A dónde se dirigía? Especialmente, ellos. Diríase, a juzgar por su longevidad en el medio, que viven en esos decorados y mueren entre la lencería lacada y las uñas postizas de sus compañeras.
El físico masculino era el gran ignorado en el exposé. Se les veía poco y sólo tres o cuatro estaban relativamente buenos. En el breve momento en que la imagen los captaba, yo le daba al Pause.
En esos Pauses, más que nunca, se acabaron las dudas sobre mi orientación sexual.


Soñaba con porno homosexual e intentaba imaginarlo. Hasta que llegó Internet.
Recuerdo la primera foto, descargándose muy poco a poco. La piscina, y un chico rubio, peinado hacia atrás, con la cara seria y algo tensa, lamía la punta de la polla de su afortunado compañero. Por fin, lo que quería ver.
De escenas a películas enteras, medió la velocidad de las conexiones. Oh, me encantó el porno gay, tanto como esperaba. 
"Es el star-system que más conozco, después del Hollywood clásico. Es el género que más me ha hecho sentir, después del melodrama", escribiría en mi biografía. Y corregiría: "antes que el melodrama".


El porno gay era ese reino de las fantasías imaginables, los tíos buenos y las pollas enormes.
Era ese universo soñado donde todos los hombres quieren follar entre ellos y basta una mirada para ponerse a la acción. Como en el mejor cine, no hay tiempos muertos ni equivocaciones ni rodeos. Le resta sorpresa, porque ya se conoce el final. Aún así, es como "Titanic": sé que se va a hundir el barco, pero qué bonito.
Hay películas porno gay que son clásicos irrenunciables para mí.
Las he visto muchas veces y han resultado efectivas siempre. Sobre todo, las dirigidas por Joe Gage, que es un maestro del medio y un señor tan talentoso que, a veces, consigue sublimar el género menos reacio a sublimación.
Sus películas son personales, cosa bastante extraña en el porno, y muy irónicas.
Suceden en ambientes del Medio Oeste, los personajes suelen ser white trash o blue collar y parecen entregarse al sexo homosexual como si lo descubriesen de repente y así sofocaran las angustias de su mediocridad. 


Se siente el deseo palpitando durante minutos, a la espera de que rompan el hielo y se toquen. Joe Gage eterniza esos momentos.
Sus actores son de distinto atractivo y se juega mucho al encuentro intergeneracional. Los genitales se retratan mejor que en ningún otro porno que haya visto, tal vez porque la fotografía está cuidada para conseguirlo. 
Es de una guarrez exquisita y con los tíos más naturalmente guapos de la industria porno gay. No en vano, Gage ha sido descubridor/empleador de Colby Keller y Dale Cooper, los considerados "actores porno del hombre pensante". 
Leen libros, tienen barba y son muy guays, básicamente.


Dicen que ver mucho termina agotando. Y, cuando intuyes la artificialidad o sabes de la prostitución que conlleva, el encanto se rompe.
Aún así, el porno es muy adictivo. He intentado dedicar mi erótica atención a otras cosas, olvidarlo por una temporada y no he podido más de un día. 
Todavía me queda espacio para la sorpresa, supongo. Eso sí, antes con cualquier cosa, iba listo. Ahora la secuencia tiene que ser buena y creíble, con una entradilla poderosa, para que me interese. 
Quienes lo tienen difícil son los hombres con los que me acuesto, especialmente cuando intentan ponerse creativos. Siempre me digo: 
- Esto ya lo he visto, y mejor actuado. 
Deduzco que ese es el precio de ver tanto porno. El mismo que consumir mucho la tele o zamparse demasiadas películas. ¿Qué me vas a contar ahora?
De algún modo, que nunca haya follado con mi vecino, pese a desearlo, y ahora me lo sirvan en una película porno es la ironía que mata a todas las ironías.
No cabe duda de que la experiencia se alinea entre lo más extraño jamás vivido. 
Por un lado, satisfacía la curiosidad: ver lo que antes sólo le oía. Por otro, el puro vouyerismo, como si me pusiera los prismáticos y lo mirara, con su callada acquiescencia. 
Cuando veía la escena con la polla en la mano, me debatía entre la risa y la excitación. Y, de repente, los ojos volvieron a mirar a sin mirar.
El porno, cual imitación a la vida, lo redujo a una imagen. Dejó de ser el conocido para ser un personaje, cosa desconocida, manejable y, en su caso, sin particular distinción.
Se hizo aquello que pasó de ser chocante a doméstico en un punto impreciso de mi adolescencia. Cruzó la frontera que no se podía cruzar y se desvaneció todo interés.
Oh, la cosa más increíble y la más previsible. Le di al Stop.

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