jueves, 19 de junio de 2014

Ataque de España


Tengo algo horrible que confesarte. El último sábado me dio un ataque de España. Tanto que estuve a punto de arrancarme por Manolo Escobar. Qué ataque de España, te juro que hubiese bailado sevillanas si supiese cómo.
El patriotismo es kitsch, el nacionalismo, una mentira y los sentimientos de pertenencia son la irracionalidad que mata a todas las sinrazones.
Si mi casa se pelea con la del vecino, me pertrecharé en el rellano. Si mi calle juega un partido de fútbol con la avenida de al lado, vestiré los colores de las baldosas del suelo. Si mi pueblo se enfada con otra ciudad, cerraré filas. Si dos islas están nominadas al Oscar, votaré a la mía. Si mi comunidad autónoma desafía una invasión, me vestiré de amarillo, azul y blanco. Si España decide remozar la Armada Invencible, desearé que le vaya mejor esta vez y arrase con esos ínsipidos. 
Si Europa se enfrenta a América, si el Hemisferio Norte se pelea con el Sur, si los homosexuales del mundo se enfrentan a una facción antimaromística comandada por Vladimir Putin, si el planeta Tierra declara la guerra contra los venusianos, si te metes con mi madre. Oh, si te metes con mi madre, simplemente morirás.
Todas las regiones del mundo tienen una relación tensa con el vecino de al lado y también con la capital del país donde viven. Más o menos inventada, más o menos virulenta. Todos somos nacionalistas, de mayor o menor grado, porque nos gusta nuestra madre. Y lo que más se acerque a nuestras casas, será cómodo, reconocible y, según reglas del relax mental, mejor.
Las naciones y las identidades son cosa de alejarse y acercarse. Pero cada hogar tiene su libro de estilo, incluso aunque esté pegado al tuyo. Y un país puede ser radicalmente distinto a otro, incluso si comparten fronteras, o cercano por una cuestión cultural.


De ahí  los ataques de España, de cómo la gente de todas las regiones se anima o se entristece por la Selección Española de Fútbol incluso cuando desea la independencia de cualquier banderita.
De ahí mi ataque de España. Subí al avión y oí hablar el idioma castellano con el momento azafata. Ay, de vuelta a casa. Relax mental, ya no tenía que esforzarme. Según cuentan, esforzarse no es cosa española.


Decía un compañero de piso italiano que no encontraba nada más español que eso de escribir y leer noticias falsas para asegurar las risas, al estilo de "El Mundo Today".
Quizá exprese la verdad de que los españoles preferimos el sentido del humor al sentido de la acción para superar los problemas. 
Mucho me consta que, en todas partes, cuecen habas y reírse del mangoneo institucional no es tan mal asunto. Es una manera de desprestigiarlo y de formar una opinión decodificable. Otros países pasan por el aro, se ponen muy serios y siguen confiando en las bondades de su amado capitalismo. 
En las tierras de los visigodos, la cosa es criticar con gracia.
Y no dejar nada a la imaginación. Me dijeron los europeos que yo era incorregible, porque no me callaba nada. 
Se aventura que es muy español la curiosidad por la vida privada de los demás o la franqueza en temas picantes.
Será porque me cuesta creer que sólo nos interese a nosotros lo que hace el vecino, pero pienso que es una cuestión de expresividad. 
Yo pregunto lo que otros quieren saber, esos que, bajo reglas de estricta educación, se muerden las uñas en lugar de cuestiones directas. 
Ahora que discurro, no sé si ser indiscreto y no pedir perdón por ello es ser muy español o muy Josito Montez. Tendré que preguntarle a Sara Carbonero.


¿Existe España?, se preguntan los que han hablado de la marca España y toda esa mierda, que suena a desarrollismo de los años sesenta con suecas en bikini y necesidad de ganar Eurovisión. 
Como todos los objetos de estudio, es una cuestión de comprimir lo incomprimible para que sea más fácil de entender. Y, tras años de españolismo político y multimedia, la gente reacciona cuando oye viva España. O lo repite con entusiasmo o se asquea o se parte de risa. Supongo que esa tricotomía de reacciones es lo que mejor define a España. Unos se pirran por la palabra, otros no llorarán si se parte en trocitos, los mejores escribirán una noticia de coña sobre el tema. 
Hoy es un día de España, porque la realeza borbónica se ha puesto de tiros largos y sucesión cantamañesca. La borbonidad del sistema fue la manera que encontró el país en 1978 para simbolizar la unión. Una cosa medieval, remozada para la ocasión. Aquello de un rey, una tierra. Es un señor investido de la gracia de Dios lo único que puede representar una unificación que sólo existe en las ideas. Que de esa frontera para acá, tenemos que vivir del mismo modo, porque lo dice Dios y a ese no se le contesta. 
El porqué de esa frontera lo remonta usted a la propia Historia y sus locuras. Aquello es lo perdimos, esto es lo que conservamos. Quédese con la idea de que no toda la Península Ibérica es España, pero sí unas islas y unas ciudades en sitios variopintos.


Levantaba también la curiosidad entre mis internacionales compañeros de piso que a los españoles no nos guste el cine español, por regla general. Que, por ejemplo, pensamos que Penélope Cruz es una matada y Almodóvar, un pesado.
Un profesor mío aseguraba que ese presunto odio obedecía a una campaña de desprestigio por parte de cierta prensa - irónicamente, la más derechona, rancia y españolista - y también a la mala imagen que dio aquella época de cine basura y de destape. Esa idea repetida de que en todas las películas españolas salen tetas. 
¿Somos malos para vernos reflejados en las pantallas, especialmente cuando la cosa se pone hiperdramática? ¿O es una cuestión de pura preferencia por Hollywood y, de nuevo, no somos los únicos de esta Tierra? 
El éxito inesperado, aunque perfectamente explicable, de "Ocho Apellidos Vascos" expresa la máxima: por favor, risas.
Que el cine español sólo pueda ser gracioso es deprimente, especialmente porque hay tantas grandes películas producidas en este país - algunas que se comen con sopas con ondas a muchas norteamericanas que tratan de los mismos temas - y no han necesitado de ser básicas para llegar a donde querían llegar. 


Quizá el problema es que el cine español de los últimos tiempos está hecho por gente privilegiada de Madrid y el resultado sea pijo, autoconsciente de importancia y falto de verdadero contacto con el público al que va dedicado. En todo caso, la respuesta auténtica y justa son las argucias del imperio hollywoodiense que todo lo devora, lo asimila y lo globaliza a su antojo.
Y España, ¿dónde queda España?, preguntaría una señora de la calle, indignada, con un severo ataque de España. 
¿Por qué no corrían ayer los futbolistas? ¿Por qué la asistencia popular a la Plaza de Oriente para ver a Felipe VI ha sido, digamos, discreta? 
España es cosa vieja, como usted, señora. Ser españolista no es ser franquista, aunque durante mucho tiempo ha sido inevitable la asociación. Pero ser españolista es negar la verdad de que los países son ilusiones, cada vez más ilusas, en mundos globalizados, donde unas sociedades producen lavadoras, otras las compran y se endeudan hasta el cuello, y otras funcionan como vertederos y requisorios de mano de obra baratérrima para producir más lavadoras. 
España forma parte del paraje del medio y la situación económica no se explica sólo por la supuesta vagancia de sus habitantes o por la corrupción política, sino, ante todo, porque el mondo económico la ha colocado en ese lugar: consumista, derrochador, hipotecador, desinteresado, jocoso, incapacitado de reaccionar ante el desastre.


Diga "viva España", si quiere, como consuelo del dicharachero espíritu de un país jodido ante la revelación de que ahora no es más que un integrante de la peor parte del imperio europeo - ese imperio que ha sido la mentira más gorda de todas -, pero aquello de "Santiago y cierra España" reservélo usted para sus recreaciones de películas de Cifesa y otros ataques de España en la intimidad.
La cerradura no existe. Sólo simbología para la ocasión, licencias de identidad y el camino lleno de imponentes molinos que parecen monstruos.
Ese mismo camino que le queda para llegar hasta su casa. Cuando llegue, diga "viva mi alfombra", por favor.

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