miércoles, 18 de junio de 2014

El Poder y El Cine


Encontrar lo majestuoso en sus majestades ha sido lección sabida del cine desde el primer día. En sus imágenes, hemos vistos reyes, emperadores, faraones, gobernantes y políticos, omnipotentes un día, derrocables al siguiente.
Con toda ironía, el cine en sí mismo es un instrumento del poder. Al menos, de Hollywood, brazo armado de la hegemonía estadounidense a lo largo del mundo, a través de sus películas-narcótico, que distraen la atención, predican las bondades del capitalismo o consagran a los actores como los reyes de nuestros días.

Audrey Hepburn en "Vacaciones en Roma"

El cine imita al poder y el poder imita al cine. 
No hay mejor ejemplo que la saga de Grace Kelly, la actriz de Hollywood convertida en princesa de Mónaco. Una monarquía de adorno necesitaba del revistimiento mediático - y poderoso - del cine norteamericano, y éste urgía más que nunca de la legitimación última.
Se impone la pregunta. ¿Qué fue primero? ¿Hollywod o las bodas reales? 
Obsérvese la comparación entre la boda de "Capricho Imperial", estrenada en 1934, y el casorio de Grace Kelly y Rainiero de Mónaco, veinte años después.

Marlene Dietrich en "Capricho Imperial"

Hubo bodas reales mucho antes del cine, pero Mónaco estaba imitando a Hollywood, desde su meticulosa preparación hasta la última escenificación.
Porque el poder siempre ha sido un escenario, donde unos poderosos actúan en primer plano y otros, los verdaderos directores de la función, se ocultan tras las bambalinas. 
El poder, como el cine, sabe de la importancia de una buena puesta en escena y un diseño de producción, mientras los reyes y los políticos han de ser actores convincentes.

Boda de Rainiero de Mónaco y Grace Kelly

La aparición de los monarcas y gobernantes en el cine tiene una doble vertiente. 
Por un lado, el legendario abusón, al que mejor se localiza en tiempos precristianos o sociedades atrasadas, cuyo enorme despotismo y látigo preparado no serán suficientes para evitar la verdad de que perderá al final.
La paradoja de que hasta el poder más absoluto debe ser relativo.

Joaquin Phoenix en "Gladiator"

Por otro, está la visión romántica del poder o, al menos, de aquellos que llevan las coronas. La reina de Hollywood debía interpretar a bella monarca a su altura, y así Greta Garbo fue "La Reina Cristina de Suecia", quizá la más emblemática aparición de una monarca en el cine.
Se nos cuenta al rey como un ser humano cuyas responsabilidades, aprendidas desde la cuna, no serán nada cuando irrumpan los sentimientos. Ellos también lloran, dicen estas ficciones donde los reyes viven apresados por su condición de símbolos. La condición sagrada de su poder no es más que una salvaguarda de la unión de un país, que debe mantenerse, pese a su escaso significado real.

Greta Garbo como "La Reina Cristina de Suecia"

Como sabemos, el cine nació con estas imágenes, pero también frente a las que llegaban de Alemania a lo largo de los años treinta, expresando el terror de un poder absoluto, obtenido, como novedad, a través de unas elecciones democráticas.
El nazismo, como el primer enemigo del cine, encontraría su denuncia en las películas, que consagraron a Hitler como el definitivo sátrapa de la Historia.
El maestro de la sencillez regaló esta secuencia milagrosa, donde no puede expresarse mejor las ansias de los poderosos. El mundo como su balón, para Charles Chaplin en "El Gran Dictador".

Charles Chaplin en "El Gran Dictador"

La condición corruptora del poder y la posibilidad de que el fascismo se extendiese más allá de la Alemania nazi  - y más allá de 1945 - preocuparon a los directores más finos y ambiciosos.
En la apropiadamente titulada "All The King's Men", se radiografía la ascensión de un político populachero, donde sus intenciones de representar al pueblo llano encubren la individual necesidad de mangonear, hacerse rico y promocionar a su familia. Pecados inevitables de la democracia, donde los votantes no prestan el poder a sus representantes. Lo regalan.

"All The King's Men"

Orson Welles también nos habló del poder que concedía el sistema a los hombres hechos a sí mismos, especialmente con la importancia creciente de la prensa, en particular, y de los medios de comunicación, en general. 
En "Ciudadano Kane", se nos cuenta la mentira detrás del gran hombre que, con encanto y titulares, se encarama a su panal de rica miel con la destreza del más tradicional abusón.

"Ciudadano Kane"

La llegada de tiempos mejores y las buenas audiencias de bodas reales - primeras emisiones televisivas que arrasaron y marcaron a toda una generación - expresaban cierta esperanza en la bondad de los que mandan. De manera ancestral, la sociedad tiene más confianza en el más triste de los reyes que en el más efectivo de los políticos."No hay mayor tragedia que ver llorar a una reina", dicen que dicen. 
La monarquía nace, como todo poder, de una aberración sentimental.
La ilusión de una época de esplendor, vendida por John F. Kennedy, se venía al traste con un doloroso despertar. 
Hacer las cosas bien es una utopía en un mundo tan complicado, nos contaba el espejismo de "Camelot", luego musical, más tarde película.
Richard Harris es el rey mitocondrial: Arturo, que une a los pueblos bajo la ley, nunca por la fuerza. El rey que sabe lo que hace y lo hace por el bien común. El poder y liderazgo que se entregarían al que es, indudablemente, el mejor.

Richard Harris en "Camelot"

También la vertiente humana y fallida de los monarcas tenía nuevo drama de altura con "El León en Invierno", mirada a las bambalinas. En esta ocasión, con conflictos y psicodramas suficientes para aventurar que toda familia tiene su disfunción, incluso con testas tan privilegiadamente coronadas.

Katharine Hepburn y Anthony Hopkins en "El León en Invierno"

La progresiva desconfianza en las bondades del poder fue también la necesidad de entender dónde está el verdadero poder. Porque reyes y políticos eran los meros funcionarios de las sombras decisorias.
El cine norteamericano de los setenta se daba la vuelta como un calcetín, investigando quién manejaba los hilos. Y, así conocíamos al John Huston de "Chinatown", el barón incestuoso que dominaba por completo la ciudad de Los Angeles sin que nadie lo conociera.
O los Corleone, la familia que representaba la corrupción de América a todos los niveles, mientras controlaban y sobornaban a políticos, magnates de Hollywood y senadores, a través del simple ejercicio de la violencia.

Al Pacino en "El Padrino II"

La sensación de que hay peligro, poder y llamada telefónica contra cualquiera de nuestras decisiones antisistema llevó al género de la conspiración y la paranoia, aún más tras el escándalo Watergate, donde la vileza se contagiaba entre las instituciones y nadie pude hacer nada por remediarlo.
Nacían películas conspiranoicas como "Los Tres Días del Cóndor", que planteaban el interrogante de si el individuo puede desmantelar una red de espionaje y corrupción, cuyas últimas ramificaciones escapan hasta de su propia noción del mundo.

Robert Redford en "Los Tres Días del Cóndor"

Siempre ha quedado la lección de que quien lucha, obtiene la victoria. La Historia así lo enseña, el cine también. Y las rebeliones individuales o colectivas contra la injusticia, la opresión y el abuso mueven a la lágrima. El cine nos ha contado el placer último de acabar con el malvado jefe, con el sanguinario emperador o con el abusón de barrio.

Jon Hall y Dorothy Lamour en "Huracán Sobre La Isla"

Y así, desde "Huracán Sobre la Isla" hasta "El Color Púrpura", hemos aplaudido cómo cae el hijo de puta. En Europa, con dramas como "Novecento" o "Germinal", la cosa quedaba en dolorosa duda. Prevalece la verdad: a rey muerto, rey puesto.

"Germinal"

El poder absoluto en las películas sigue siendo veta a explotar por el entretenimiento y el asunto sabe del exceso. No hay emperador romano que se precie cinematográfico que no tenga un agravado caso de "schadenfreude".
Y la monarquía y los monarcas se mantienen como esa incógnita, ese morbo. ¿Qué sentirá la reina? ¿Por qué llora? ¿Quiere escapar? ¿Es mala o es buena?
Aún más cuando estos reyes viven frente al escrutinio de los medios y bajo la evidencia de que es una institución anacrónica, perpetuada por la fuerza de la tradición.

Helen Mirren en "The Queen"

Cabe preguntarse el poder de los poderosos. El porqué aceptamos nuestros látigos, más sutiles o evidentes, el porqué contemplamos nuevas investiduras de reyes, el porqué toleramos atropellos contra nuestros derechos, conseguidos con tanto esfuerzo, borrados a golpe de decreto.
La respuesta es que el poder no es únicamente una cosa lejana, ambientada en castillos, consejos de Administración o pasillos de corporaciones. El poder es también el modo en que las relaciones humanas se gestionan todos los días.
Valga el ejemplo una película difícil, pero lúcida, llamada "Las Amargas Lágrimas de Petra Von Kant", donde los sentimientos se entienden como relaciones de poder. Unos son amos, otros, esclavos, y todos se prestan a sublevarse y esclavizarse, como la única y podrida manera que tienen de entenderse intímamente. La necesidad de dominar y ser dominados.

"Las Amargas Lágrimas de Petra Von Kant"

No es casualidad que esa película haya sido producida en la Alemania que se recuperaba económicamente de la guerra con mucha rapidez, pero olvidaba hacer cuentas con lo que había sucedido moralmente.
Y, aunque no seamos reyes, el poder lo sentimos desde la cuna. El que nos conceden nuestros padres y el que ellos tienen sobre nosotros. Volvemos a Robert Redford que, en su ópera prima, nos contó cosas sobre la "Gente Corriente" y ahí aparecía la primera déspota que conocemos en nuestras vidas, a quien debemos honrar, complacer, tolerar y nunca dudar: la mamá.

Mary Tyler Moore y Timothy Hutton en "Gente Corriente"

¿Cuál es el instrumento que nos queda? Si el poder gusta de ejercerse a través de puestas en escena, llamadas de atención periodística y propaganda, no estaría de más ignorar esos despliegues de pompa y circunstancia. Son una película mala, apágala.
Al menos, como un comienzo, como ese barreño de agua a tantas malvadas brujas del Oeste. Para que empiecen a empequeñecerse, para que pierdan la convicción, para que valoremos el único poder que vale: el que tenemos sobre nosotros mismos.
Y, después, abrillantamos la guillotina.

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