miércoles, 15 de mayo de 2013

El Porvenir en el Dog Chow


Cuando era niño, tenía mucho miedo de los perros.
Hay varias versiones oficiales, todas contadas por mi madre, que, como buena madre, se olvida de los detalles, yuxtapone historias o, directamente, se las inventa.
El relato más difundido cuenta que ella me paseaba en el carrito, un perro se me acercó y me robó la galleta que tenía en las manos. 
Desde mis tres años, lloré y odié a todos los perros, esos seres imprevisibles que van a lo que quieren y no piden por favor.
Otra versión dice que el bobtail de una de mis tías se me abalanzó siendo aún más pequeño, casi un bebé, y del susto no me recuperé.
A pesar de que el miedo lo superé pronto, durante mi vida he sentido bastante respeto por los perros, especialmente si son grandes. 
Y la gente que he conocido tiene unos perrazos enormes. 
El clásico momento de tocar a la puerta de una casa y sólo con oír los aullidos que se oyen desde dentro, dan ganas de dar la vuelta y salir corriendo.


Siempre los he visto monos y simpáticos, pero he sabido poco de ellos. Lady Montez no es hogar de mascotas y menos de las que impliquen suciedad. 
Con el tiempo, del terror quedó la indiferencia.
Me hacía mucha gracia la gente que los trataba como personas, que los ponía por encima de ti en una visita. 
Otro clásico: el perro está horny y no para de follarte la pierna. Y el dueño ni se inmuta. Lo mismo hasta se ríe.
Me reía yo de la gente con perros, hasta que conocí a un chico con perro, hace dos años.


Desde la primera mañana que pasamos juntos, me habló de su perra, que tenía que irse para sacarla a pasear, que era un carlino de esos tan feos que son una monada. Que si se moría, le daba algo.
Yo pensé que era otro de esos extraños personajes que tratan a sus chuchos como si fueran gente, pero me hizo gracia imaginarlo con el carlino. También me hizo gracia él y, así, estuvimos dos meses juntos.
Conocí esa misma noche a su perra. 
Se sentaba a mi lado en el sofá, buscando el calor, me miraba y su dueño me dijo: "Le gustas". 
Esperaba meneando el rabo mientras cenábamos, por si caía una papa frita. Nos calentaba los pies cuando nos tendíamos en el sofá.
Era una perra muy bonita. Tenía cara de aburrimiento, quizá porque ya tenía sus años o porque ser el can de un dueño tan capullo no debe ser como para tirar cohetes. 
La tenía bien cuidada y educada, pero la había hecho embarazar en dos ocasiones para vender los hijos. 
Yo la conocí embarazada y tuvo los cachorros en aquella época. Los tres más monos que la vida. El dueño no consiguió vender ninguno, por listo.


Recuerdo que su dueño me contó que la bella perrita solía menearse en la terraza y los pelos dorados caían sobre la ropa tendida de los vecinos. 
Siempre recuerdo esa imagen tan poética como lo mejor de ese bichito, que desprendía algo de sí mismo para llegar más lejos de lo que podía su eterna pequeñez como ser vivo.
Cuando su dueño y yo terminamos lo nuestro, barrí pelo de la perra en mi casa durante un mes. Nunca estuvo aquí, pero llegó como mejor sabía.
Pasaron los meses, intenté olvidar al dueño y me daba largos paseos por Madrid, al atardecer. 
En los parques, vi más perros, vi más dueños, vi lo felices que eran. 
Fue cuando me enamoré de los chuchos, cuando empecé a desear tener uno, en aquellas tardes, olvidando a unos, descubriendo a otros.


Vi sus miradas, las miradas de los perros, esos ojos brillantes, puros, que se acercan, que son lastimosos, que anhelan.
Parece que los perros guarden la fe en el mundo que nosotros hemos perdido. Son la belleza de la devoción, aquello que pudimos ser, pero nuestra maldita complicación nos arrancó. 
Desde su delirante fijación anal hasta la simpleza de sus necesidades, son la esencia. El amor que buscan, que profesan, que sienten.
Ahora entiendo porque los tratan como personas. Porque se lo merecen. 

No hay mejor plan

Pienso en los que les hacen daño y sólo puedo calmarme si imagino a esos hijos de puta ardiendo en el Infierno. Que maltraten a los perros, los utilicen o los exploten es una de las pruebas evidentes de la escasa gracia de Dios. 
Cuando sentí esta pasión canina, pensé que quizá era un instinto paternal redirigido o, incluso, la aceptación de que no encontraré el amor. Un perro por el bebé que nunca tendré, un perro por el hombre con el que jamás me toparé.
No sé hasta qué punto las ganas de can son un reemplazo en el corazón o un alivio de esta soledad. Sólo sé que quiero uno y sueño con tenerlo.
Echo de menos al perro que nunca he conocido. 
A veces, lo imagino, cuando camino por el pasillo y mis dedos buscan una cabecita que rascar. 
Ya puedo ver las fotos que le haré, las noches que me mirará antes de quedarse dormido, los ladridos cuando hayan truenos, las carreras cuando llegue a casa, las expresiones de desconcierto cuando le niegue lo que quiere.


"Call of The Wild"

Lo he visto, acercándose a mí, cuando me despierto, estoy triste y no tengo ganas de levantarme. Él se acerca y nada importa, porque a él no le importa. Sólo comer, cagar, vivir, querer y estar calentito.
Me pregunto si me gustará tener un perro, si me acostumbraré a lo cochinito que será, si podré educarlo bien, si lo querré de verdad.
Imagino que lo llamo por su nombre - lo he decidido desde hace tiempo - y también siento las mejillas enrojecidas de correr el día que se pierda. 
Incluso me he imaginado que tiene una enfermedad incurable y veo sus ojos mientras se muere.
También he soñado la tarde en que lo descubra dormido para siempre, esta vez, de viejo, y la tristeza sea tan grande que no pueda ni darle las gracias por todo lo que me dio.
Porque sé que los perros hacen más por sus dueños que al revés. Te robarán las galletas, te destrozarán las zapatillas, no los olvidarás nunca.
Al final, se mueren, sí. Pero pienso que tener un perro es como tener una vida. Debes arriesgarte a amar, aunque algún día se acabe.
Sí, veo el porvenir en recoger cacas, servir Dog Chow y acariciar lomo. 


Y lo quiero tanto que sé que ahora no lo puedo tener. 
Sin trabajo, sin dinero propio, ¿cómo voy a mantener a un chucho? No es muy caro en general, pero quién sabe. Se pone malo, hay que operarlo, contingencias, malditas contingencias.
Es una gran responsabilidad y, como todas las grandes responsabilidades, han de ser aplazadas en esta imitación a la vida, en esta sala de espera, donde nos han quitado todas las galletas. 



Ahora el único perro de mi vida soy yo. Ese que se tiende aburrido, que se deja acariciar por tantos, mientras busca a su verdadero dueño. Que quiere el calor. Que no ha perdido la fe, por mucho que debería. Que espera, espera, espera a alguien, a todos, a nadie en particular.
Que mira, lastimero, deseoso. Que aúlla en plena soledad cuando está triste. Que se duerme pensando en otro como él. 
El que, mientras afuera el mundo se va a la mierda, se oculta debajo de la cama, asustado, esperando que se acabe la tormenta. Esperar, esperar, esperar.
Oh, ya no le tengo miedo a los perros. Ahora le tengo miedo a todo lo demás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario