miércoles, 22 de mayo de 2013

Imitación A La Televisión


La televisión es ese lugar donde vi mi primer beso. 
- Mi primer beso no me lo dieron a mí, sino a Marlene Dietrich. - escribiré algún día, en mi autobiografía.
Sucedió en la televisión. Allí lo vi todo.
Sentí su cosquilleo al pegar la cara en la pantalla, cerré los ojos cuando me devolvió la imagen de una escena fuerte y me masturbé delante de ella.
He visto la televisión en muchos televisores, desde que nací hasta anoche mismo. Pero siempre la he entendido como la misma, tan ruidosa y tan sorda a mis súplicas. 
Esa caja rectangular, abotonada, funcional, brillante, encendible y apagable, programable y desechable, lista y tonta, divertida cuando se lo propone, nunca sublime, siempre decisiva. 
He visto el mundo en la televisión. Lo conocí a través de ella.
Oí a los padres clamando por los asesinos de sus hijos, observé a los hombres vestidos de blanco y rojo corriendo delante de los toros, vi a presentadores de telediarios que no podían contenerse la risa y me la contagiaban. 


Soñé con agarrar las tarjetas que volaban desde la mano de Mayra, presencié edificios de Las Vegas que se derrumbaban a la hora señalada, intuí entre el humo a señores que fumaban y miré a actrices de telenovela que se daban la vuelta cuando llegaba su amor prohibido. 
En la televisión, las mujeres enseñaban las tetas, los hombres se quitaban la camiseta, los micrófonos no funcionaban en todas las ocasiones, las llamadas eran de aludidos, y si había sorpresas, eran muchas sorpresas.
En la televisión, vi a una niña que se despedía de la vida agarrada a un tronco, con su pueblo arrasado por un volcán, con los cadáveres de sus padres a sus pies. 
No entendí porque nadie podía hacer nada por salvarla. No entendí porque yo no podía hacer nada. Me acerqué a la televisión y sólo me respondió con cosquillas.


Recorrí muchas veces las estancias de la televisión y me aprendí sus músicas, sus cortinillas y me lo creí todo. 
De niños y no tan niños, mi hermana y yo bailábamos al ritmo de los vídeos de la MTV, de Xuxa, de los musicales de la Metro. 
Y nos reíamos con los debates, con las pitonisas, con la gente loca que intervenía en los programas. 
En la televisión, no tener vergüenza es tenerlo todo. Y, por eso, la televisión libera, desata. 
La televisión me desató. Fue donde vi a los primeros homosexuales.
- Las mujeres son poderosas desde que se despiertan. Yo, como reina, lo sé - decía Boris Izaguirre en su primera aparición en Telecinco.
En la televisión, fue donde vi el primer beso gay. Otro primer beso que no me lo dieron a mí.
Yo me vi en los platós, con sus regidores, sus minutos, sus retrasos, sus aplausos, sus pases a publicidad, sus letras al final, sus agradecimientos, sus "no nos hacemos responsables".
La televisión me enseñó que fumar es malo y drogarse mata. Yo me rebelé contra mi maestra, y fumé y me drogué.


A la pantalla catódica, le he gritado, le he pedido por favor. Nunca ha contestado. Como la gran mayoría de las personas, la televisión no escucha, sólo sigue hablando. 
El trueno de su influencia es el rayo catódico, quien compone su tubo, directo a la retina, seguro estimulador de felicidad asistida. Si hoy puedo encontrar el mando a distancia, aquí paz, y después gloria.
Cuando era niño, ver la televisión era difícil, porque los padres se preocupan. Te impiden ver cosas, te envían a dormir, te dicen que es mala, perniciosa, una basura.
Con seis años, tuve una pesadilla tras ver un telefilm de media tarde, donde una mujer disfrazada tocaba a la puerta y la incauta que le abría terminaba ferozmente estrangulada.
Soñaba con la asesina que me había contado la televisión, que tocaba a mi puerta, disfrazada. Mi madre me dijo que no viera más esas películas de sobremesa. 
- Apaga la televisión.
Era demasiado tarde.


En televisión, vi a Bonnie Blue cayéndose del caballo. 
- Esta película no se va a acabar nunca, apaga la tele, a dormir, a dormir ya - decían los mayores.
Y, sonámbulo, esa noche de Fin de Año, regresé a la sala y encendí la televisión. Me desperté con su imagen. Los monos de "2001, Una Odisea del Espacio" y el amanecer. 
Es irónico que descubriera el cine, el verdadero cine, en la televisión. 
Me veo con quince años, mirando una y otra vez los datos de la programación del vídeo, para comprobar que estaban correctos. Más veces de las queridas, algo fallaba y la película no se grababa. 
Con "Rebeca", puse el despertador a las 3. No me podía permitir el lujo de confiar en aquella primaria tecnología.
No veíamos las películas, las intuíamos. Quizá empezase a grabar cuando llevaba veinte minutos, tal vez la copia fuera horrible, o el doblaje cubriese su magnificencia. 
Pero aquellas son las películas que nunca olvido, por lo emocionante que era leer sus títulos anunciados en la programación (420 en el Teletexto) y por lo heroico de grabarlas bien, atesorarlas, volver a ellas.
En la televisión, fue donde escuché:  Esta tarde, en La 1, Lana Turner en una de las películas más emotivas de la Historia del Cine: "Imitación A La Vida".


Las cintas amontonadas, una tras la otra, fichadas, clasificadas. Ahora no había que taparse los ojos. La televisión me contaba el cine, esa televisión, que nació precisamente como una imitación al cine.
Cuando llegaron los canales digitales, TCM me lo advertía: "No podrás dormir. Los sentimientos se cuentan en blanco y negro. Los sueños, en Technicolor".
El mundo seguía y la vida era esos márgenes que me permitía la televisión. A su luna, pude conocer los clásicos y a su luna, también degusté la llamada telebasura.
Vi los programas del corazón, los reality shows, los debates monumentales, la ascensión a la gloria de los personajes y de los que criticaban a los personajes. 
Me lo creí, lo sentí, incluso me entendía como si residiese en un fragoroso plató, donde alguien te iba a atacar, donde debías hacer la pregunta precisa, donde tenías que cruzar las piernas, poner cara de interesante y esperar a que conectaran el micrófono.
Contraté el ADSL y apagué la televisión, pero no para irme a dormir. 
Porque había llegado lo siempre soñado y nunca confesado: la televisión a la carta, mi televisión, aquella que, con un poco de suerte, por fin me iba a contestar.


Olvidé las emisiones en directo y todos los canales convencionales para crear el mío propio, ese donde entrasen como un huracán sobre mis noches, ellas, las únicas, mis amadas, mis verdugos: las series norteamericanas.
Fue cuando empezó todo, justo cuando parecía terminar. 
Oh, aquel verano de 2007, viendo "ER" hasta las tantas. 
Eran las siete de la mañana y, en mi salón, Julianna Margulies con la expresión demudada por el terror y esa voz rota, gritándole a Ewan McGregor que no corriera, que lo iban a matar. 
Lloré como un niño.


Las series son las historias que nunca terminan, o, al menos, las historias que no están hechas para terminar. He ahí su atractivo y también su frustración. Son la más barata y la más efectiva imitación a la vida.
Las vi todas, todas, todas, una detrás de otra, con fruición, en soledad, durante aquellos años que llegan hasta este. 
Devorando episodios, mientras las contaba a golpe de blog, y así me encontraste. Porque me encontraste por una serie, me encontraste por un maromo, me encontraste por el maromo de una serie. Me encontraste por la televisión, porque no hay mayor televisión que Internet.
A la luna de mis noches, se contaron las series. La última que he visto se llama "Sirens", una británica muy breve, con Richard Madden haciendo de paramédico gay. 
Me encantó y me pregunté porqué. ¿Sería por su agridulce retrato de los treinteañeros, de la crisis, de la soledad?


Entonces me percaté de que las series que más me interesan están protagonizadas por gente que trabaja muchísimo. 
Todos estos años, en casa, sin nada que hacer, y mis héroes predilectos - los médicos del County General, la detective Rush, los abogados del bufete Lockhart-Gardner, Benson y Stabler - trabajaban, trabajaban, no paraban. Workalcólicos solitarios, que no tenían más que una ocupación pavorosa y un piso silencioso donde dormir. 
La televisión me contó lo que yo era, lo que no era, lo que no hacía, lo que deseaba. Siempre lo que deseaba.


La televisión me alegró la vida, al darme esperanza, al calentarme cuando estaba solo, pero también me la ha arruinado. 
Hoy podría volver a ironizar sobre que la vida es vida aunque la malgaste. 
Bajo cualquier luz, la realidad es que he perdido muchísimo tiempo tirado frente a ese aparato del demonio, que aísla, hace autosuficiente, aparta de la realidad y disuade del mundo, porque tiende a contarlo peligroso. 
Líneas han quedado por escribir, amigos han restado por conocer, amores de mi vida pasaban en ese momento por la calle, mientras yo veía la temporada quintuagésima del enésimo milagro catódico.
Ya no puedo prescindir de ella y sus rayos se clavan sobre mis mártires neuronas. Verla apagada es la tristeza y, al fin y al cabo, no hay ocio más barato. 
Es la clave de su éxito, lo básico de su necesidad: podríamos estar haciendo rafting en los Trópicos, pero, además de vagos, somos unos paupérrimos, que nos lo gastamos todo en gin-tonics y sólo ahorramos cuando se trata de comprar una tele más grande.


"La comedia de la vida; drama, comedia, la vida desfilará al alcance de su mano".
Hoy me reflejo en ella, a su luna, en esa en la que me he visto durante toda mi existencia.  
Ella, generosa, impávida, agazapada en el secreto de su receta, la muy maldita, sigue sin contestar.

1 comentario:

  1. Qué identificación tan brutal siento con esto. La televisión nos ha educado a todos, me enseñó lo que era el sexo, la regla, el glamour, la maldad, los maricones y la guerra. Se aprende tanto con ella y a la vez es tan idiotizante... y con todo la mejor crítica a la televisión siempre viene de ella misma.

    ResponderEliminar