lunes, 6 de mayo de 2013

Un Toque de Fama


fama.

1. f. Noticia o voz común de algo.
2. f. Opinión que las gentes tienen de alguien.
3. f. Opinión que la gente tiene de la excelencia de 
alguien en su profesión o arte.


Desde que recuerdo, toda mi vida he querido ser famoso. ¿Tú también? 
Aunque sea incorrecto desearlo, aunque la misma fama disuada de la fama, ¿por qué queremos ser famosos? 
O, mejor preguntado, ¿por qué queremos ser tan famosos?
La fama se entiende y confunde con la ilusión de ser alguien, con el atributo de la importancia existencial. Cuanta más gente sea consciente de nuestro paso por la Tierra, mayor posibilidad de trascendencia tendrá la vida propia. 
Así, cuando muramos, todos hablarán de nosotros.
Oh, pero seremos recordados no por lo que fuimos o por lo que hicimos, sino por la imagen que desprendimos y los atributos que quisieron concedernos.
Porque la fama nunca tuvo que ver con el mérito, ni antes ni ahora. La fama no se consigue. La fama te la da el prójimo. 
La celebridad es una cuestión de percepción.

Meryl Streep en "El Diablo Viste de Prada"

La fama, ancestral, siempre de moda, tiende a rastrear a los otros, a encontrarlos, a hacerlos famosos en el pueblo, en la comarca, en la televisión, en el país, en el mundo. 
El mejor cantante, la más puta, el más bobo. 
El famoso es aquel que destaca, para bien o para mal, por su interés o a su pesar. Uno puede buscar la celebridad y luchar por atesorarla, pero, en líneas generales, es la fama quien te encuentra por el camino.
La historia de la celebridad humana está ligada a la tradición del cotilleo. 
Es la violación del derecho de los otros a contarse a sí mismos, es la apertura del ojo de la cerradura. De ese modo, las versiones cotillas se imponen sobre las entrevistas personales. 
Es lo que te dará fama; lo que los demás proyecten sobre ti, lo que inventen, lo que exageren, lo que señalen. 
La verdad no importa en la fama, porque ésta es sólo un espejo interesado donde los anónimos gustan de reversionarse y contemplarse.

Los Oscars

Dicen que ahora la fama se ha vulgarizado, que cualquiera puede ser célebre y celebrado. Cierto y erróneo.
La fama siempre fue una cuestión vulgar y se concedió de manera irregular, inexacta, diríase arbitraria, con la exageración de bondades y pecados como faro y guía de la famosización.
Bien podríamos decir que el primer famoso fue Dios. Luego llegarían los reyes, los aristócratas, las prostitutas, los grandes delincuentes, las estrellas de Hollywood, los héroes de guerra, los deportistas, la jet-set, los cantantes, los escritores de best-sellers y todos los personajes de la televisión.
Son las gentes notorias, los escandalosos, los destacables, los subrayados, los que allí se suben.
Que no te engañen: muchos actores se merecen esos Oscars muchísimo menos que los minutos que se les conceden a las criaturas de reality.
Nadie se merece la fama. La fama es un privilegio clasista, es un poder que se ejerce sobre los demás.
Es como Reese Witherspoon diciéndole al policía que la detiene: "¡Usted no sabe quién soy yo!". 
Desafortunadamente para Reese, es menos famosa de lo que ella se cree y el policía no sabe quién es.
De manera irónica, ese episodio la hará más célebre que cualquiera de sus películas.

Imagen del arresto de Reese Witherspoon

La fama como poder ejercido es un boomerang, porque la propia maquinaria subyuga a las celebridades por su condición de figuras públicas. 
Es el precio que pagan los famosos desde la misma aparición de la prensa.
Al respecto, se tiende a reimaginar un Hollywood dorado, previo a las revistas del corazón, donde las estrellas eran intocables y felices. Equivocado. 
Las columnas de cotilleo eran temidas entonces más que nunca, rubricadas por brujas como Hedda Hopper o Louella Parsons, brazos armados del sistema hollywoodiense, que destruían o enaltecían a quien se considerase oportuno. 
Ganarse la acquiescencia de productores, estudios, financieros y periodistas era el requisito de los célebres para seguir en la cumbre.

Clark Gable, Van Heflin, Gary Cooper y James Stewart

Ganar la fama es vivir desnudo ante el chantaje, la ventilación y el mercadeo de la imagen. 
Ser famoso es devenirse en un bien intercambiable. Si estás en alza, te valorarán. Si no, al mercado de esclavos.
Pongamos el ejemplo de cuando la policía detuvo cierta orgía homosexual en Los Ángeles en plena y reprimida década de los cincuenta. 
Las fotos y los nombres estaban en posesión de una revista de cotilleo, que se puso en contacto con la Warner. Ésta vendió a Tab Hunter para proteger a Rock Hudson.
Prueba de que no hay nada nuevo bajo el Sol. Los famosos nunca han sido intocables y siempre se les ha destruido, de un modo u otro.
Más que una decadencia de la privacidad en las últimas décadas, ha habido una escalada de la fascinación por la fama y la infamia. 
Por aquello de que tener una reputación equivale, irónicamente, a perderla.

Ingrid Bergman en "Notorious"

Los hijos de los grandes actores ajustaban cuentas con biografías carniceras, mientras el corazoneo se convertía en un poder a tener en cuenta por monarquías a la baja y advenedizos bien maridados. 
La portada, la entrevista exclusiva, el plató de televisión, la autoimportancia hinchada, tan decisiva ésta para sostener el interés.
Porque la fama se ha valorizado, ante todo, como un producto. 
Los famosos son consumidos. Puedes adorarlos, puedes reírte de ellos, puedes odiarlos, puedes criticarlos, puedes llorar con ellos o puedes masturbarte con su imagen. O todo a la vez.
Y, como producto de nuestro sistema, cada vez se requiere más rápido y más barato. 
Los llamados "famosos de medio pelo" son criticados como tal en los propios espacios televisivos que les dan cabida, pero son, más bien, famosos con obsolescencia programada, preparados para saciar la sed ajena de fama, cada vez más apremiante. 
Esa sed hace famoso al más tonto de la tele como quien hacía célebre al bobo del pueblo. 
No hay realmente un cambio; es sólo una derivación, una multidifusión. Es la posibilidad de que el gilipollas local sea ahora el gilipollas nacional.

Esteban de "Gandía Shore"

A pesar de que la fama sea una percepción, un espejo, una ironía, una atribución, es también una realidad para los que la viven y ostentan. Es adictiva y poderosa, mientras da dinero y seguridad. 
A la vez, marca para siempre, anula libertad y fomenta la invasión ajena.
El famoso pierde seriedad, sea el mejor actor o el primo segundo del ganador de "Gran Hermano". Como decíamos, ganarse una reputación está al mismo chasquido de dedos que perderla. 
La fama abrirá tantas puertas como cerrará otras, y nadie confiará en una cara conocida, repetida, deformada, seriada a lo Andy Warhol. 
Se confundirá la persona con el personaje, la imagen con la verdad, lo que dijeron otros con lo que confesó el aludido, la cara deseada con el alma ignota.
Y así, la persona a frivolizar, el cabeza de turco en las investigaciones, el nombre notorio a señalar.
Se podrá renunciar a la fama, pero el anonimato absoluto es imposible. No se puede regresar.


Ser famoso es como ser una puta para un hombre machista. Te objetifican, te miran con descaro, se ríen al verte entrar, se creen que eres suyo, te tirarán a la basura y no querrán verte más.
Y cuando el famoso se sienta en el banquillo de los acusados, se propicia la más descomunal satisfacción ajena.
Porque la fama es un desafío al primer famoso, es decir, a Dios. Y, como todo desafío a Dios, la hipocresía social siente que debe ser castigado.
Todavía quedará el último episodio. No es fácil alcanzar la fama, mucho más difícil sostenerla, imposible anularla, pero también es muy probable echarla de menos. 
Los famosos son grandes inseguros y les asquean los comentarios ajenos tanto como los necesitan; les apabullan los aplausos, pero los buscarán hasta el último día de sus vidas. 
La notoriedad es un narcótico que propicia un mal viaje.

Greta Garbo

Aún así, la fama se mantiene como magna adicción contemporánea y los avances tecnológicos la potencian y globalizan.
Por ejemplo, para los actores porno, es un callejón sin salida en el momento en que les entran los arrepentimientos o las rectificaciones. 
Antes, la realidad de haber intervenido en una película calentita podía quedar sepultada entre infinitas cintas VHS. 
Ahora, a un clic de Google Imágenes, ahí estás, desnudo, empalmado, para toda la eternidad.

Jake Genesis

Además de universalizar la fama, Internet también la ha democratizado, aún más que la televisión.
Ahora surgen los microfamosos. Es decir, famosos de Internet, celebridades minúsculas, que se granjean su pequeño grupo de admiradores, su pequeña leyenda, sus pequeñas grandes mentiras.
Sin ir más lejos, yo me declaro microfamoso. Algunos de mis seguidores me han reconocido por la calle, tengo tantos fans como pretendientes y siento constantemente esa variante entre adicción y repulsión que provoca la adulación ajena.
Ahora que lo pienso racionalmente, no me gustaría ir más allá. La fascinación por ser famoso podrá ser muy poderosa, pero mi necesidad de libertad se cuenta mucho mayor. 
Y pocas cosas detesto más que me den por sentado, que se piensen que me conozcan por mis labores y por mis errores, que opinen desde la lejanía, que me amen cuando no lo merezca.
Que sea importante sólo porque otros lo decidan. Que me olviden y eso sea mucho peor. El emperador titere, el rey esclavo. Qué horror.
Desde que recuerdo, toda mi vida, nunca he querido ser famoso.

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