martes, 27 de noviembre de 2012

Reflejos de Gary Cooper


Se contó desde las botas de montar hasta los cigarrillos bien fumados, desde la mirada tranquila hasta la intensidad de su presencia. 
Gary Cooper, estrella y macho de Hollywood, niño de Montana devenido en duradera sensación de las pantallas, emblema de un cine antiguo que sólo podía conjugarse con hombres tan rotundos como él.
Todavía hoy Gary Cooper permanece como uno de los caballeros más hermosos, sensuales y elegantes que han pisado las pantallas. 
"Gary no era listo ni culto. Lo eligieron por su físico, como a casi todos los actores, que, al final, es lo que importa", diría Marlene Dietrich.


Nunca se paró de quererlo, una vez llegó a decirse que era el mayor hacedor de dinero de su país y, solo ante el peligro o en compañía de otros, fue una contradicción andante como todo americano de pro.
Lo explosivo de su imagen y su figura le venía por esa aleación de rusticidad y finura, quizá porque había nacido en plena Montana de padres británicos.
En algún lugar de su camino al estrellato, alguien escribió que no había esperanza en su talento escénico. Pero tan alto como era, tal imagen fidedigna de los héroes del Viejo Oeste, que pronto caería en una sucesión de títulos donde cruzaba las praderas pioneras, desenfundaba ante los canallas y enseñaba a fumar a toda una generación de espectadores.
Fue en la oscarizada "Alas" donde empezaría el mito Gary. Sólo le bastó una escena. 
Lo llamaron gorgeous, mientras el público se quedaba sin aliento ante tanta belleza americana. Carole Lombard encontraría la palabra perfecta: semental.

"Alas"

El semental Cooper se calzaría nuevamente las botas para "The Virginian", primer western sonoro y el que asentaría ese vaquero dandy y cool de los primeros años treinta, que lo grabaría en las bobinas y las retinas de la Depresión.


Lubitsch lo demandó exquisito, y su altura a fuerza de desgarbo servía como irónico guante a comedias de puertas y dobles entendidos como "Design For Living" o "La Octava Mujer de Barba Azul". Sin embargo, la comedia sofisticada le parecería lejana a este Gary, cuyos focos cedería gustoso al entonces incipiente Cary Grant.
Por entonces, también quedó claro que el uniforme le quedaba tan perfecto como el traje vaquero, y ahí estaba, haciendo arder a Marlene Dietrich en "Marruecos", llorando por Helen Hayes en "Adiós A Las Armas" o desatando pasiones coloniales en "Tres Lanceros Bengalíes".

"Tres Lanceros Bengalíes"

Era el huracán Cooper, pero el verdadero sentido de su imagen, la raíz de su carrera, el arado de sus héroes cercanos y corazonables fue cosa de Frank Capra.
Capra lo llamaba Longfellow Deeds y John Doe para dos de sus mejores películas. 
En "Mr. Deeds Goes To Town" y "Meet John Doe", Gary Cooper, a golpe de sátira social, incorporaba a dos cruzados cotidianos, que hacen frente a las adversidades de la época con la simple reivindicación del espíritu humano.
El estilo cooperanio - pausado, exquisitamente intuitivo, apabullante de pura calma - apareció en este par de fábulas caprianas, donde estuvo mejor que siempre.

"Mr. Deeds Goes To Town"

Fue entonces cuando Hollywood lo lanzaba como una de sus caras más reconocibles, uno de los cimentadores de su mito, en función de validarse frente a un público atenazado por la crisis y la vuelta del fragor bélico.
En "El Sargento York", Cooper interpretaba al famoso campesino que tornó su pacifismo en acción heroica, símbolo entonces de la necesaria intervención norteamericana en la Segunda Guerra Mundial. 
En la película, Cooper leía la Biblia, miraba con esos ojos y luchaba con la virilidad de los mejores. No extrañó a nadie que ese año le tocara un Oscar como una catedral.

"El Sargento York"

Héroe doméstico y, a la vez, divino. Era todo lo que querían ser otros. Era un espejo en el que mirarse e inspirarse.
Hemingway lo amaba platónicamente, lo veneraba, y aplaudió de emoción cuando lo eligieron de protagonista para dos adaptaciones de sus novelas.
Cooper respondía: "En mi vida, creo me habré leído poco menos que media docena de libros". Era el tarugo adorable, aquel que acudir cuando todo se va a la mierda. 


Sus héroes ya no eran dandys, ahora eran el reposo de una América redefinida. Cooper era, como rezaba una de sus películas, el orgullo de los yanquis.
Si era bonhomía en celuloide, el Gary Cooper de la vida real se conocía como un sátiro glotón y revientacamas de mucho cuidado.


Todo se lo comía. A todas se las comía. Hay cronistas que no se andan con rodeos: "Gary Cooper se acostó con todas y cada una de sus compañeras de reparto". 
Los habituales cazadores de bisexualidades hollywoodienses también han hablado de escarceos con hombres; de hecho, el diseñador Cecil Beaton afirmó mantener una aventura con el machote.

Con Lupe Vélez

Lupe Vélez fue el primer amor público y publicitado de Gary Cooper, a tenor de las sonadas broncas que protagonizaba la mexicana al irrumpir en el rodaje de "Marruecos". Tenía motivos: Marlene también tuvo ración de Gary.
En 1933, Cooper se casaba con la que sería su esposa durante toda su vida, Veronica Balfe. Un matrimonio que vivió entre las tormentas de la infidelidad, hasta el que pareció un punto de no retorno, al pairo de otro caldeado rodaje.
En "El Manantial", Gary se veía las caras con una veinteañera Patricia Neal. 
Película tan hot dio paso a un romance hot. El escándalo estuvo servido, y Maria, la única hija de Cooper, llegó a lanzarle un escupitajo a Patricia Neal para explicitarle su opinión sobre el asunto.

Con Patricia Neal en "El Manantial"

Las cosas se agravaron cuando Patricia anunció embarazo y Gary le pidió que abortara. Neal, deshecha, se dio la vuelta y no regresó.
Al cabo de los años, Gary se reconciliaría con su esposa y tanto ésta como su hija llegarían incluso a firmar una paz duradera con Patricia Neal.

Con Veronica Balfe

La década de los cincuenta pillaba desprevenido al gran Cooper y un par de fiascos parecieron condenarlo a cierto ocaso. 
Pero los tranquilos golpean dos veces, y apareció "High Noon", la película de Gary Cooper por excelencia.

"High Noon"

Le dio su segundo Oscar, mientras aparecía el vaquero desencantado en un Oeste distinto, más cercano a la realidad atribulada de una posguerra paranoica. 
Cooper, como anticomunista declarado, representaba irónicamente al héroe metafórico de los perjudicados por las listas negras de McCarthy. 
Él había defendido aquello llamado "valores americanos", pero nunca dio nombres ni le gustó lo que ocurría.
"Gary fue conservador, pero no derechista", diría Patricia Neal para definir a un hombre que sentía antes que pensaba, que miraba más que entendía, que hacía lo que creía justo y prefería navegar solo.
Es decir, más norteamericano que el chicle.


En 1961, la Academia de Hollywood se sentía aún en deuda con él y le concedía un Oscar honorífico. Su gran amigo, James Stewart, lo recogió en su nombre.
"Estamos muy orgullosos de ti", dijo Jimmy, "todos nosotros". Stewart no pudo reprimir las lágrimas. 
Al día siguiente, la prensa contó el porqué: Gary Cooper se moría de cáncer.
La enfermedad fue fulminante y se lo llevó con sesenta años. 
En su funeral, media profesión acudió a despedirlo, entre lágrimas de tranquilidad, esa misma tranquilidad que su mirada firme y pura concedió tantas veces a las plateas que soñaban con tipos como él.
Los héroes de Gary tocaban la tuba, callaban o sacaban las pistolas. Y, en todo momento, el mundo parecía un lugar decididamente más seguro con Cooper, infinitamente más hermoso.
Gary Cooper fue el lugar donde vivían los buenos de verdad.


Oh, sí, puedes decirlo y repetirlo: Ya no quedan hombres como Gary Cooper.

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