Yo, que prefería leer cuentos y estar con las niñas, siempre vi el deporte como ese monstruo amenazante, que asustaba por su imposibilidad. Representaba lo que no me gustaba, para lo que no era bueno.
Ahí vivía el monstruo, al tiempo que todos me recordaban que debía intentarlo. Para demostrar que era un hombre, para poder pertenecer.
Sólo nació el odio. Un odio que se coció a fuego vivo, entre lo que me forzaron y lo que me resistí.
Nunca cedí, siempre prevalecí. Y el deporte fue esa cosa a la que detestar cordialmente.
Nunca cedí, siempre prevalecí. Y el deporte fue esa cosa a la que detestar cordialmente.
Superada la adolescencia, lo quise mirar por encima del hombro y, con mis estudios y mis películas, me declaré vencedor, mejor que todo lo que suponía ejercicio físico y demostración de testosterona.
Curiosamente, nunca dejé de sentir respeto por los Juegos Olímpicos.
Y es extraño, porque si tanto odiaba el deporte, las Olimpiadas son precisamente su apoteosis. La síntesis de sus más altas virtudes y sus más clamorosos excesos.
"Olympia" (1934) |
La explicación podría estar en sus imágenes y sus objetos, que vivían alrededor, que permanecían a través de los años, hermosos, inevitables, hipnóticos. Anunciando un acontecimiento mundial más grande que el propio mundo.
Las mochilas decían Montreal 76, las sudaderas eran de Los Angeles 84, las cortinillas de Televisión Española rezaban Seúl 88. Y, por supuesto, Barcelona 92.
Toda mi generación sabe de Barcelona 92.
No sólo porque fueron las Olimpiadas españolas, sino por su entidad de acontecimiento televisivo. Muchos acordes catódicos se tocaron por primera vez en aquella ceremonia de inauguración.
Vista desde hoy, quizá no parezca tan espectacular como entonces. Pero, oh, que nadie dude de ella o lo mato ahora mismo.
La coreografía se atrevía a decirle "Hola" al mundo. Sí, parecía que, por fin, España podía saludar al mundo.
Había salido de la oscuridad, había vencido al franquismo, y se proclamaba moderna, rica e inquieta. Y decía "Hola" para que las otras naciones la vieran con su traje nuevo. Con su traje de Barcelona 92.
Aquella noche, hasta la monarquía parecía apropiada y justa, cuando la Familia Real se vistió de bandera y lágrimas.
El príncipe Felipe, abanderado de España en 1992 |
Quedó la llama.
De un disparo del arquero, la flecha voló por el cielo y cayó perfecta en el pebetero, para encenderlo y convertirse en la llama olímpica.
De un disparo del arquero, la flecha voló por el cielo y cayó perfecta en el pebetero, para encenderlo y convertirse en la llama olímpica.
Ese momento recoge todo lo que conmueve al mundo. La sencillez y la hazaña, el esfuerzo y el suspense, la luz y la victoria, el aplauso y la felicidad.
La llama olímpica, la esperanza en la supervivencia. Y nosotros, en Barcelona 92, creímos que lo habíamos conseguido.
Hoy, veinte años después, mirando a nuestro desolador rededor, sabemos con tristeza que sólo era una hermosa fachada, que empezaría a resquejebrarse hasta el desastre.
Antonio Rebollo, grande |
Cuando llegó Atlanta 96, abominé de los Juegos por la simple razón de que ocuparon todo el espacio de la programación de TVE, lo que suponía que no se emitían películas ni "Doctor en Alaska". Es decir, me dejaban sin oxígeno.
El odio seguía ahí, pero los Juegos Olímpicos no quisieron parar y les dediqué una mirada. Tímida, pero suficiente. Para que Dios no se ofendiera.
Sydney 00, Atenas 04, Beijing 08. Pasaron los años, para las Olimpiadas y por mí.
Siempre un vistazo, siempre más de una competición, siempre algún nombre que recordar, siempre algún pecho masculino al que dedicarle una paja.
Mi odio hacia el deporte se volvía indiferencia. Y, de la indiferencia, ha nacido, inesperadamente, la curiosidad.
En los últimos tiempos, miro con ojos nuevos al deporte. Como quien se compra unas gafas y ve colores que nunca antes fue capaz de percibir.
Quizá confundí los términos. Que no me gustara algo no me daba derecho a menospreciarlo. Y que no haya nacido para algo no significa que no pueda contemplarlo, entenderlo, celebrarlo.
La personalidad propia es, a veces, un bebedizo demasiado obnubilante.
Angel McCoughtry |
Ahora me veo mirando a los atletas, a los deportistas, a los partidos, y siento la vibración de esa cuerda que nunca tocaron en mí.
Detecto en ellos una pasión purísima, sólo comparable al amor. Contemplo sus luchas en los encuentros, sus lágrimas, sus esperanzas, sus trifulcas, como seres de un melodrama real, vivo, directo, sin adulterar.
Por esa razón, el deporte gusta tantísimo. Es una cuestión sentimental.
El deporte tiene la transpiración emocional que sólo se encuentra en las obras maestras y, además, posee la simbología más sofisticada de todas las expresiones humanas.
"Carros de Fuego" (1981) |
El deporte expresa la guerra, el nacionalismo, el sexo, la violencia, la voracidad humana, la animalidad, y, a la vez, subleva todas esas emociones al codificarlas en un juego reglado.
Para sus protagonistas, tiene la misma entidad kamikaze que el arte. A él se entregan los deportistas, en él se matan. Quizá lo pierdan todo - sus juventudes, su salud, sus corduras, incluso sus dignidades -, pero, ¿quién puede resistirse al amor?
Li Xueying |
Alguien, quien sea, aquel que nunca tuvo nada, encuentra su habilidad y la persigue, la perfecciona, la muestra.
Oh, es tan emocionante encontrar para lo que uno sirve, aunque esa habilidad sea tirar una piedra más lejos que cualquiera.
Le aplaudirá el mundo, yo lo aplaudiré.
Porque la vida es un baile absurdo, y colar un balón en la portería se compone del similar intricado de deseos humanos que la más sublime sinfonía.
Michael Phelps |
El deporte ha salvado naciones, les ha devuelto la dignidad, ha dado esperanza a quien no la tenía y ha alumbrado a todos aquellos que no encontraban mejor luz en sus existencias que contemplar el triunfo de sus compatriotas.
Y ha rescatado de la violencia a muchos, porque es la mejor y más básica manera de inculcar valores a los que nunca los recibieron.
Cada cuatro años, ese deporte milagroso se viste de excepción y multinación.
Los Juegos Olímpicos, el espejo favorecedor. Allá nos reflejamos todos, luchadores, bellos, sufridores, emocionantes, ganadores. Bajo reglas, llameando en pebeteros, en paz.
Los Juegos Olímpicos, el espejo favorecedor. Allá nos reflejamos todos, luchadores, bellos, sufridores, emocionantes, ganadores. Bajo reglas, llameando en pebeteros, en paz.
Hay quien hablará de sus lados oscuros, pero, ¿qué belleza no tuvo su envés?
Entregado a Londres 2012, encuentro momento para pensar.
¿Y si me hubiese desafiado a mí mismo? ¿Y si no hubiese sido tan yo?
En lugar de llenarme la cabeza de cosas, a lo mejor mi destino, mi paz, mi felicidad era correr y correr hasta la meta. Con la obsesión clara, con la respuesta a mi vida en esa simple cinta que romper con el impulso de mi carrera.
Surge ese pensamiento cuando ya es demasiado tarde, cuando ya elegí y me hice mayor. Soy como deseé ser y no hay vuelta atrás. Soy la presa de mis decisiones, soy la víctima de mis pasiones.
Hoy y mañana, ellos son los campeones del mundo.
Yo, su novedoso espectador, que aparece ahora mismo en el estadio y se sienta en la grada. Esperando pertenecer, aunque haya llegado el último.
Yo, su novedoso espectador, que aparece ahora mismo en el estadio y se sienta en la grada. Esperando pertenecer, aunque haya llegado el último.
Con la serena emoción de haber sabido cambiar de opinión, de perdonar, de sorprenderme. De ser capaz de superarme, como ellos.
Hoy y mañana, cada vez que los vea pasar, tan lejos de mí, los aplaudiré a rabiar.
Con la extraña añoranza ante lo que nunca fui ni quise ser. Con la nueva necesidad de querer contarlo.
Hermoso y perfecto, como un ejercício de Nadia Comaneci en asimétricas.
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